Dios
es pequeño, cabe íntegro en un grano de sal
que
podemos pisotear, y de hecho pisoteamos
con
la altanera suela del zapato,
gigantesco
peso sobre lo mínimo paciente,
invisible
para los ojos desatentos.
La
gloria de Dios se epifaniza, menuda,
como
una hoja de árbol, una simple brisa,
un
solo botón, una única letra,
bajo
el ala del pájaro, junto al corto cuento
con
el que la madre se despide del niño
al
acostarlo, dentro de la llama frágil
de
algún fósforo, cifrada por la punta
del
bolígrafo, por las dimensiones de una copa,
por
la gota de lluvia, por una escama de pez,
por
el dedo meñique y su uña breve.
Dios
prolifera ínfimo. Su omnipotencia
resulta
centimetral si recordamos
que
padece el sufrimiento con nosotros,
voluntariamente
maniatada ante el dolor
que
quiere compartir en su impotencia:
solidaria contestación a la pregunta
de cómo permite el mal incongruente.
Su infinitud se encoge en la estrechez
autoceñida para dilatar, ilimitada,
la libertad del hombre, la que puede reducir
aún más el infinito cuanto guste,
hasta el tamaño de un dedal ignorado e inservible.
Esta reducción divina también se nos ofrece
contemplarla en el acto mismo que creó
todas las cosas: el Todo, que todo lo ocupaba,
se contrajo a fin de abrirte lugar al universo
expandiéndose autónomo en su afuera.
Dios no tuvo miedo de mostrarse
dentro de la estricta pequeñez de un hombre
paupérrimo, marginado, perseguido,
quien comparó el supremo estado de gracia,
que anunciaba como posibilidad accesible
inminente, a la mínima de todas las semillas,
grávida de su fertilidad oculta.
La grandeza es un equívoco. Aparece aplastante
para aquél que, rendido de cansancio
tras el trajín de siempre, la percibe sobre sí.
No es que la deseche. Pero lo intimida
desde el principio ese modo del ser nunca medible
por la fatiga de sus ojos. Ello viene a explicar
que la menudeante numinosidad de Dios
se multiplique en detallismos, filigranas,
acaeceres a la mano, sacramentos
que se llaman sonrisa, palabra, reposo,
movimiento, árbol, abrazo, luz, ritmo, deleite
y muchos otros más con los que él nos agasaja revelándose,
no esperando gratitud, sino, al contrario,
la fatuidad de nuestra antropocéntrica grandeza.
Sí, definitivamente Dios es pequeñito,
y a esa sacrosanta cabeza de alfiler
que en su modestia no se impone
como poder ladrón de servidumbres
se alude con metáforas humildes,
intentadas por este poema irrelevante
pero, a la postre, salmo arrodillado.
ARMANDO ROJAS GUARDIA