A FUERZA DE PULMÓN
Aquel
verano de 1972 estábamos vagando por el sur de Inglaterra. Viajábamos
alternando autobuses y auto-stop, como lo hacían entonces todos los
estudiantes, “limpios” y ávidos de vacaciones. Pernoctábamos en las pequeñas
posadas caseras que siempre se consiguen en esos pueblitos, disfrutando cada
mañana un copioso desayuno británico que bastaba para llenarnos los estómagos
hasta el día siguiente.
Hablo de mí, porque Mauro de todas formas ya
estaba acostumbrado a vivir prácticamente sin comer. Se exilió en Londres a
mitad de junio, cuando rompimos, y durante las ocho semanas de furiosa
correspondencia que precedieron a mi arrepentimiento y visita, había adelgazado
casi diez kilos. La tan espectacular pérdida de peso se debe imputar tanto al
despecho como, indirectamente, a los cigarrillos. Mauro era un fumador
empedernido, aficionado especialmente a esos asquerosos cigarrillos franceses
de tabaco negro y sin filtro (Gauloises o, mejor, los de doble grueso:
Celtiques) que solía consumir en el continente a razón de dos a tres paquetes
diarios. En pocas semanas descubrió que conseguir trabajo en Londres era una
misión imposible y le tomó apenas un par de días averiguar que la cantidad de
libras esterlinas que valía la matrícula en la AA School no le permitiría
seguir los estudios, pero la desagradable sorpresa del precio de los
cigarrillos le golpeó no bien desembarcó del ferry y se acercó al primer
quiosco. Descontando el costo del más mísero alojamiento que se podía conseguir
en Bromley South, la pensión que le enviaban con gran sacrificio sus padres
apenas le alcanzaba para una comida diaria o para un mísero paquete de
cigarrillos ingleses, finos, rubios y afligidos de una larga boquilla de
filtro: tremenda calamidad para un verdadero fumador. Era eso o aquello, así de
simple.
Suerte tuvo Mauro que la viuda Slutzki —la gorda
de gran corazón que le alquilaba el cuarto — le brindara cada día una botella
de leche y una ración de cereales en un gesto de pura bondad que sin duda le
salvó la vida, pues mi novio había elegido fumar en vez de alimentarse. Bueno,
ni tan pura, su corazón de madre acariciaba ciertas esperanzas de empatar a ese
muchacho extranjero con su hija, igualita de gorda. Pero a los dos meses de ese
régimen llegué yo, y conmigo doce cartuchos de Celtiques… Una maleta llena de
Celtiques que milagrosamente no me abrieron en la aduana. Era la fiesta, la felicidad
completa. Mauro ni se fijó en que la botella de leche no había vuelto a
aparecer detrás de la puerta. Cuando viajamos al sur de Inglaterra estaba
radiante pero tan flaco que se le caían hasta los lentes. Y fumaba como un
condenado, por supuesto. Yo le reprochaba a veces su desmesura, sin mucha
convicción: a esa edad nadie creía en serio que nuestros organismos fueran
destructibles. Pero nunca me hubiese imaginado (digan lo que digan los
detractores del humo) que ese deplorable hábito iba a ser nuestro auxilio en
una situación de verdadero peligro.
Nos encontrábamos aquel día tomando el líquido
blancuzco que allí se denomina coffee with milk, únicos clientes en un pequeño
expendio de sándwiches y licores en medio de la nada a unos veinte kilómetros
de Salsburry, cuando un bramido de motores irrumpió en la apacible tarde
campestre y el estacionamiento enfrente del local se llenó de pronto de
motorizados que azotaban entonces aquellos parajes. Por primera vez vi con mis
propios ojos a los afamados Black Angels —la faceta oscura del movimiento
hippie— violentos y peligrosos, nada más lejos de make love not war. Llegaron
en manada sobre flamantes motocicletas, todos vestidos de negro, con cascos
negros y chaquetas de cuero adornadas con calaveras. Las únicas tres muchachas
lucían el mismo atuendo agresivo, minifaldas de cuero y botas altas hasta los
muslos. No se veían precisamente amistosos. Cuando entraron, la actitud
aterrada y servil del dependiente nos hizo comprender que ese local era
territorio reservado y que por el simple hecho de estar sentados allí habíamos
infringido alguna ley desconocida. Sin querer, ni comprender por qué, éramos
invasores.
—Compórtate como si no existieran— musitó Mauro en
mi oído. Me apliqué en masticar el sándwich como si no existieran, pero mis
mandíbulas estaban petrificadas de espanto. Sinceramente, pocas veces en mi
vida había tenido tanto miedo.
No fue infundado: esos grupos eran conocidos. De
hecho se comportaban perfectamente a la altura de su mala fama. Deliberaron
algo entre sí dirigiéndonos miradas claramente hostiles, luego se sentaron
todos. Era fácil identificar al líder, fornido vikingo, cuyo largo cabello
rubio formaba una melena leonina con la barba y el bigote. Él y sus dos
caporales, tras haber dejado a a sus mujeres en la mesa adyacente, se sentaron
prácticamente encima de nosotros. Pidieron cerveza y, sin consumir más nada, se
balanceaban en sus sillas hacia adelante y atrás mirándonos con toda la
provocación del mundo mientras tintineaban sus cadenas y espuelas. Las pocas
palabras que intercambiaban entre sí en el dialecto local nos eran
incomprensibles cual gruñidos amenazadores.
—¿Qué vamos a hacer? —susurré angustiada.
—Sólo actúa de forma natural…Tranquila, ¿sí? Trata
de no sentirte aludida.
Era difícil no sentirme aludida bajo la mirada
porcina del jefe que se posaba sobre mí con una lúbrica insistencia. Estaba
aterrada. Ese lugar era totalmente solitario: apenas ellos y nosotros dos (el
dependiente obviamente no contaba). El vikingote acercó más la silla, de modo
que al balancearse hacia adelante su rodilla rozaba la mía, y comenzó a mirar a
Mauro de manera directa y francamente insolente. ¿Buscaba algo como una pelea
entre machos? Mi novio —en aquel momento más flaco, más desesperadamente intelectual
y cuatro ojos que nunca— no podía seguir ignorando la provocación; tenía que
hacer algo, tenía que contestar de alguna manera. Él, vencedor de tantas
esgrimas verbales, se hallaba en una situación imposible de controlar. No podía
mostrar que estaba muerto de miedo y echó mano del único recurso disponible:
sacó del bolsillo la cajita de “Celtiques” y en un gesto internacionalmente
amistoso tendió el paquete al jefe. Éste aceptó con una mirada de divertido
desdén de quien se ve obsequiado con algo que de todos modos ya le pertenece.
Dominando como podía el temblor de las manos, Mauro produjo su encendedor a gas
y le ofreció fuego, luego prendió su propio cigarrillo e inhaló profundamente,
tratando de relajarse, diciéndose que tal vez el efecto de la pipa de la paz
podría funcionar también en Inglaterra. El líder inhaló también.
Y allí se produjo un desenlace totalmente
inesperado. Los pulmones del temible vikingo que conocían apenas algo de hachís
y los muy ligeros cigarrillos ingleses con filtro, reaccionaron muy mal al
desacostumbrado golpe de nicotina del grueso tabaco negro: el hombre casi se
ahoga. Se dobló en dos, rugió cual león herido, y presa de un incontenible
ataque de tos terminó por atragantarse. Mauro, aterrado por lo que había hecho
se tragó una triple porción de humo que le salía en dos columnas por la nariz,
y sólo mucho más tarde caí en cuenta de que su mirada en blanco, inmovilizada
por el puro pavor detrás de los cristales de sus lentes, bien podía leerse
inflexible en su fijeza.
El resultado fue asombroso. Apenas recuperó el
aliento, el líder de los Black Angels se levantó de la silla y, tosiendo aún,
hizo una muda reverencia hacia mi novio expresando claramente que en ese
particular enfrentamiento su código de honor le obligaba a reconocerse vencido;
luego, con otro gesto brusco y explícito, ordenó a su pandilla la retirada. No
podía creer mis propios ojos cuando todos esos seres de pesadilla se levantaron
obedientes y en un traqueteo de botas y espuelas abandonaron el sitio a la zaga
de su líder, llevándose sus chaquetas de cuero, sus cascos y sus tres mujeres. Afuera
rugieron las motos. Luego, mientras la distancia amortiguaba sus ecos, el local
quedó de nuevo inofensivo y desierto en el silencio de mesas desordenadas,
vacías latas de cerveza en el piso y una que otra silla volteada.
Me dejé caer llorando en los brazos de Mauro quien
llamó al dependiente para que nos calentara el café, please. Y lentamente,
meticulosamente, le echó el humo a la cara.
Krina Ber
Krina Ber (Kristina Ber de Da Costa Gomes, de
nacionalidad venezolana, israelí y portuguesa) nació en Polonia en 1948, creció
en Israel, estudió en Lausanne (Suiza) y se casó en Portugal antes de
radicarse, en 1975, en Caracas. Arquitecto EPFL-UCV y cofundadora de KRESKA
proyectos industriales C.A. Se dedicó al diseño industrial en arquitectura, en
el campo de acero, vidrio y membranas textiles. Comenzó a escribir en español
en 2001. Fallece el 17 de diciembre de 2024 en Caracas, Venezuela.