¿Por qué para ser feliz, es preciso no saberlo?
Fernando Pessoa
La pelota lo hipnotiza. Absorto la contempla como a una deidad. Sólo existen ellos: la grama, y un parque que aún huele a parque y sabe a verde. Su inocencia lo inmortaliza. En sus talones
late el juego, sus zapatos amarillos amanecen en cada gol. En la cancha es gaviota y pez y gigante.
La ciudad ojerosa lo vigila en cada pase y se permite ser otro ser: lo vitorea, hace eco de su risa;
se recuerda feliz. Pero en Caracas, hay colmillos apostados en los huecos y monstruos viviendo en las alcantarillas.
En un segundo el juego se congela. La pelota enmudece, el niño ya no pertenece al parque, se pierde en manos ajenas, no ve colores, no entiende a esos hombres; pierde.
Y en treinta y seis horas,
vuelve a nacer.
Valeria Rodríguez
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