Esturión en un acuario
Viene del
origen del mundo, por eso habita
en el
fondo del mar, que es el fondo del tiempo.
Atravesó
los siglos bajo el vidrio cambiante
de las
aguas, para reproducirse
y atender
el reclamo de lo eterno,
hasta
llegar aquí:
espacio en
que el final
del mundo
ha levantado paredes de agua fija.
Quizá
busque salir porque tantea
con sus
barbillas táctiles.
El cristal
es un agua que no tiene retorno
y así la
transparencia no es más que un espejismo.
Extinguida
su especie en esta cuenca
de largas
amalgamas, sobrevive
en el agua
estancada del destiempo.
Por ella
sube y baja, sube y baja,
resignado
tal vez al cautiverio
sin fin
que lo condena
a no
volver al mar y a no morir.
Su
destino, por tanto, sigue siendo
nadar
contra corriente,
aunque ya
no remonte ningún río
y tan sólo
se adapte
a estar
fuera del mundo.
Hoy lo
vemos flotando en un futuro
que no le
corresponde
y, a salvo
de la vida, vive aún.
MI VIEJA MÁQUINA
Desde la
adolescencia
ya me
acompaña
fijando
mis silencios
y mis
palabras.
Así que en
ella he escrito
todos los
poemas,
todos sin
excepción
hasta la
fecha.
Cuánta
paciencia tiene
mi vieja
máquina,
pues aún
la aporreo
con torpe
maña.
El ruido
tosco y seco
que hacen
sus teclas
acaso está
en el fondo
de mis
poemas.
Esta
maciza Perkins
todo lo
aguanta
menos que
yo la cambie
por otra
máquina.
Y cuando
al fin le falte,
qué será
de ella,
tan
anticuada e inútil
para
cualquiera.
Con mi hija
Papá, ¿los
niños también se mueren?
Creía que
sólo se morían los viejos.
Si no me
hago vieja,
¿me muero?
Yo no
quiero morirme.
Y si no
subo al cielo,
¿qué hago
dormida en una caja
todo el
tiempo?
Todo el
tiempo voy a aburrirme.
Papi,
cuéntame un cuento
«Papá,
¿cómo se sale del planeta?»
Y así de
pronto no sé qué contestarle.
Le digo
que, como la Tierra es redonda,
no puede
salirse por ninguna parte.
Ella se
calla. Pero no se conforma.
Le explico
entonces que sólo en una nave
espacial
podría atravesar la atmósfera.
Y se
despreocupa, como si guardase
mi
respuesta en la manga de la memoria
por si
algún día tuviera que escaparse.
Manera de comer
Tengo en el plato, ya partido,
un pedazo de carne
de venado que corre por detrás de las dunas
mientras yo lo mastico y lo digiero
tan despacio
que acaso también él se haya parado
en cualquier tronco absorto del camino.
El cuchillo raspando sobre el barro del plato
me chilla que ahora mismo
él escarba en la tierra.
Y el sabor de su carne le va dando
al deleite furtivo de mi lengua
la tensa fruición de la berrea,
que a la noche extenúa con su celo.
La salsa me revela
que acaban de abatirlo en un recodo
implacable del bosque.
Cuando dejan los buitres en la arena
solamente los huesos
esparcidos
sobre un charco de sangre,
el plato está vacío.
LA MESA
Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.
Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.
Si una cosa de las que tiene encima
le dijera que siempre no fue mesa,
que sus patas fueron antes raíces
–aunque las tenga lisas, torneadas–,
lo negaría con todos sus clavos,
barnices y molduras a pesar
de las vetas o venas que la cruzan.
Nunca ha echado de menos una rama
flexible, acogedora. Sin embargo,
siempre dispuesta todo lo recibe
sin quejarse del peso ni del roce.
Necesita sentir encima cosas
como si fueran pájaros dormidos,
confiados al ser de la madera.
FRANCISCO JOSÉ CRUZ Y LA VOZ QUE VA POR DENTRO
por Eugenio
Montejo
En una
significativa página comenta Juan Ramón Jiménez un breve pero decisivo recuerdo
de sus inicios de poeta. Transcurrían los años del magisterio de Rubén Darío,
cuyo formidable influjo copaba los ambientes literarios de España e
Hispanoamérica. El joven Juan Ramón acababa de publicar en un periódico de
Moguer un poema de manifiesto rasgo dariano, en que era patente cierta
acentuación sonora, tal vez un tanto ajena a la composición del poema. Cuenta
Juan Ramón que un viejo maestro del pueblo con quien se encontró entonces, le
felicitó por la publicación de su poema. Sin embargo, a modo de íntima
prevención, le dijo de seguida: «Pero no olvide que Vd. va por dentro». Las
palabras del maestro, seguramente un hombre devoto de su tradición, obraron su
efecto en el poeta. Lo indujeron a situarse ante sí mismo, a identificar su
propia voz y, una vez despejado el comienzo, a encaminarse hacia su propio
horizonte.
Traigo a
colación esta remembranza al acercarme ahora a la compilación de poemas de
Francisco José Cruz que aparece bajo el sello de las ediciones El otro@el
mismo, pues me parece que el propósito que allí se revela concuerda con los
del autor de estos poemas. Cruz es un poeta sevillano, conocedor cultivado de
la tradición lírica andaluza, la popular y la culta, por cierto una de las más
ricas de Europa, y que ha servido de venero asimismo de la lírica moderna de
Occidente, al decir de Hugo Friedrich. Ha estudiado y antologado los cantares
flamencos, sabe valorar las aportaciones de Bécquer, de Ferrán, así como las de
otros continuadores pertenecientes a distintas escuelas, para no mencionar a
los grandes autores del pasado.
Puede
decirse que un signo peculiar de esa tradición se concreta en el brillo y los
aderezos de la forma, el empleo del ingenio en procura de la gracia. No
obstante, sin desmedro de otras opciones, Cruz ha elegido su propia vía, una
vía austera, en que cede la palabra a las cosas y a los hechos, una vía, en
fin, mediante la cual –según afirma en la entrevista que acompaña a esta
publicación– «procuro que sea el lector el que ponga los sentimientos ante lo
que se le muestre».
«Ir por
dentro», aferrado al envés de su propia voz, le recomendaba aquel maestro al
joven Juan Ramón, algo que, si seguimos el itinerario de los libros de Cruz, y
en especial los aquí reunidos, se nos revela en cordial sintonía con su
búsqueda lírica, más allá de las peculiares diferenciaciones de cada caso.
Uno de los
rasgos que individualizan su palabra poética viene dado por la confrontación
constante en el plano real o imaginario entre la ausencia y la presencia,
binomio este que se concreta con todo su peso en la oposición de vida y muerte,
memoria y olvido, fugacidad y permanencia, mediante un juego de oposiciones que
no pocas veces procura unir en uno solo la tensión de los opuestos. El diálogo
expreso de la voz que habla en sus poemas, o el diálogo de las cosas a las que
la voz les es cedida, se materializa pues entre aquellos que aún están con
nosotros y aquellos que ya se han ido o no sabemos dónde se encuentran, pese a
que la tejedora memoria afectiva del poema se incline a mezclar ambas nociones.
El estar o no estar de los seres y las cosas resulta entonces el esencial
asunto de su poesía, un asunto que encuentra hondas raíces no sólo en los
líricos que le preceden, sino que se manifiesta con una fatalidad peculiar en
el cante flamenco.
La voz que
asume la relación de sus poemas es fruto, en cambio, como hemos insinuado, de
un despojo austero, que limita los elementos líricos a lo indispensable, con
ahorro de cualquier adorno del que pueda prescindirse. Voz adusta y sin
halagos, cuyo progresivo despojamiento podemos advertir desde sus creaciones
del comienzo hasta las más recientes.
Un poema que
expresa con manifiesta evidencia el juego de oposiciones entre la presencia y
la ausencia es, por ejemplo, «Mis padres», del libro Maneras de vivir,
que compulsa ambas nociones a propósito de la inverificable presencia de los
padres:
Están aquí conmigo.
No sé cómo probarlo. Me acompañan.
Estos dos
primeros versos tratan de proporcionarle hechos al lector, no conjeturas. El
poeta afirma que «están aquí conmigo», aunque no pueda aducir prueba alguna.
Tras esta aseveración prosigue el poema:
Están aquí conmigo,
apoyando su ausencia
común en estas líneas y aferrados,
como pueden, a los rasgos filiales,
de mi insomne genética.
La voz se
adentra en la fusión de los contrarios, de modo que los padres se encuentran
«apoyando su ausencia / común en estas líneas». Apoyan su ausencia, es decir,
son ausentes que, sin embargo «están aquí conmigo», y toman por apoyo las
líneas que la memoria graba o escribe para afianzar su certidumbre. Los dos
versos siguientes refuerzan aún más la realidad de su compañía puesto que,
«Están aquí, tratando de apuntarme / algo que yo no he escrito todavía». Con la
fusión de los opuestos, adviene también la fusión de los tiempos, de modo que
los padres, convertidos en veladores del insomne escriba, pueden anticipar los
contenidos de su escritura, digamos que pueden aportar las respuestas antes que
las preguntas se concreten. El poema consta de cinco versos más que merecen
citarse por entero:
Están aquí, sin siquiera el atisbo
ambiguo de sus sombras.
Pero velan por mí,
a pesar de que yo los niegue ante mí mismo
y me empeñe en creer que son menos que nada.
La carencia
de atisbo remite a la falta de indicios de su realidad, ya señalada antes, que
coincide paradójicamente con la certeza de su compañía. En los dos versos
finales el poeta confronta la conciencia racional de su negación secundado por
la conciencia afectiva, que es la que prevalece en último término. Vemos, pues,
que la voz que habla en el poema lo hace desde dentro y a la vez guiada por una
innegable necesidad expresiva, si bien no nos atreveríamos a afirmar que en
este caso deba el lector «poner los sentimientos», pues creemos que éste bien
puede encontrarlos aquí, imantados al temblor de las palabras.
Ya sabemos
que raramente un poema se rige por el tiempo lineal, pues, como observa Derek
Walcott en un ensayo sobre Robert Frost, el poeta es siempre enemigo del
tiempo, en todo caso, según aclara este autor de seguida, es el vencedor del
tiempo, no su siervo. Bajo tal óptica deben ser leídos los poemas de Francisco
José Cruz. En «El funambulista», por ejemplo, la imagen del volatinero, del
funambulista, viene a ser propiamente la del día que imperceptiblemente
transcurre: «por los altos cordeles de la ropa / el día hace equilibrio y
lento pasa». Provisto del acopio de sus horas, por encima de los hombres y
las casas, mediante un frágil y cuidadoso equilibrio, «pasa / de puntillas al
lado que no vemos». El poema se encuentra recorrido por la conjetura de que el
funámbulo pueda venirse a tierra: «Si perdiese un instante el equilibrio / y
cayese hasta el suelo con su masa / de nubes y de pájaros monótonos»,
algo que, de llegar a ocurrir, según los versos finales: «a lo peor probamos
la sospecha / de que el cuerpo del día es un fantasma». Se trata de
un poema cuyo poder simbólico se abre a distintas interpretaciones. Sin
embargo, su colocación en la página inicial del libro Maneras de vivir
hace que bajo la imagen del funambulista pueda representarse no sólo el día,
sino el poema mismo, y no alguno en particular, sino cada uno de los que
componen el libro con su equilibrado avance de tensiones, precisiones e
indispensables laconismos para atravesar el vacío de la página. De este modo, a
cada nueva sílaba, como a cada nuevo paso del volatinero sobre la cuerda tensa,
se desafía el peligro de la caída. No es, ya lo anotamos, la única lectura que
pueda darse a esos versos, pero sí una de las más sugestivas.
En la
esencial oposición que la presencia y la ausencia manifiestan en la poesía de
Cruz se halla comprendida asimismo, con su carácter ineluctable, la de la vida
y la muerte, tal como empieza a manifestarse gradualmente en los poemas de Maneras
de vivir, y luego predomina de modo más determinante en los de A morir
no se aprende, así como en los poemas inéditos de El espanto seguro
que se han añadido a esta recopilación. La muerte, no como un tema invocado en
correspondencia con alguna afinidad literaria, sino como una realidad concreta,
registrada a partir de pérdidas sucesivas de los seres más cercanos al poeta, y
de igual modo, la muerte reflejada sobre los objetos y los acontecimientos, en
una especie de dibujo oblicuo que registra el dolor en forma proyectiva.
Un modo de
ponerse a la altura de tanto dolor se concreta en la objetivación de los
hechos, en la decisión de consignarlos y recrearlos sin patetismos ni añadidos
innecesarios. A las fatales pruebas de la existencia responde el poeta con una
palabra escrita desde el ser más que desde el saber, pues como anotó alguna vez
Karl Jasper, «es a la hora del fracaso cuando debe hacerse la prueba del ser»,
es en su propio naufragio –dicho sea para mencionar un concepto luminoso de
Ortega y Gasset– donde el hombre construye los signos que ha de dejar en la
tierra. Y es esto lo que a nuestro parecer intenta Francisco José Cruz, un
poeta aferrado a su tradición, a la voz humilde y desnuda del canto flamenco
que sabe asimilar el fatum trágico y la pena tanto desde su fuerza como desde
su carencia. «Esta sabiduría creadora –comenta el autor en la entrevista
consignada en este libro– basada en la pobreza de los recursos, me ha enseñado
a renunciar a lo prescindible y a recuperar en el poema lo necesario». En el
mismo texto ha citado antes estos versos que proceden del canto anónimo: «Qué
quieres que tenga / que m’ han dicho qu’a tu cuerpo / se lo va a comé la tierra».
El poema “A
morir no se aprende”, que cierra el libro del mismo título, recalca la
convicción de que en última cuenta resulta insuficiente el aprendizaje para
encarar la muerte: «No se aprende a morir. / Siempre andamos perdidos / en
medio de las cosas y la gente». Ciertamente, la interiorización de
la impermanencia, de saber aprestarse para ver partir a los seres que nos serán
siempre indispensables, y de aprestarse a partir cada cual a su vez, es un
aprendizaje que consume la vida entera. Estos versos parecen recalcar, sin
embargo, que si nunca se aprende del todo a morir, al menos podemos aprender a
escribir sobre la muerte, a aproximarnos a ella con las palabras que sintamos
más apropiadas, aquellas que dicte en su momento la necesidad expresiva, que es
la horma verdadera de todo poema. Y es aquí donde el arte de Francisco José
Cruz apela a un registro ceñido y despojado, el registro de la voz
interiorizada, la voz que «va por dentro». No se manifiesta en estos libros
ninguna aproximación a cualquiera de las tendencias que en los últimos años han
polarizado la poesía española dentro de una discusión no del todo fértil. Cruz
se atiene a su situación y a los elementos que han conformado su paisaje
espiritual y su vida.
El despojo
asumido por esta poesía tiene que ver con el léxico y los giros del lenguaje,
ante los cuales opta por lo más elemental y necesario, pero al mismo tiempo el
verso parece desceñirse de sus acentos y desembocar en un tono cercano a la
conversación cotidiana. Tal ocurre cuando la voz que habla en sus versos
refiere ciertos hechos que no se dejan enumerar sin aflicción, una
circunstancia en que el poema mal podría admitir ningún rasgo de
grandilocuencia ni distraerse con alardes técnicos de ninguna especie. Los
elementos que se enumeran bastan en su cruda presencia para que la palabra se
contamine de un acento tan descarnado como verdadero: «Nueve días
semiinconsciente / mi hermano se estuvo muriendo / en una cama de hospital».
La tensión está en los hechos que se refieren, los mismos que las palabras
acogen con simplicidad y estremecido pudor.
Ya en su
vejez, el poeta Boris Pasternak atribuía el haber llegado a la senectud, el
haber sobrevivido a tantas tribulaciones sociales y personales, al hecho de no
invocar expresamente nunca la muerte en sus palabras –la muerte, digamos, como
pretexto retórico, más que como percance real–. Un tributo a la superstición
por parte del célebre poeta ruso, que lo había incorporado casi como un
artículo de fe. Sabemos que las supersticiones no faltan en el alma de los
gitanos, las mismas que sin duda se manifiestan en la psicología andaluza.
Francisco José Cruz se muestra sensible a algunos rasgos supersticiosos y hasta
los incorpora como motivos de sus composiciones: «No me atrevo a
intentar ciertos poemas / por el temor a que, tarde o temprano, / sus
presagios se cumplan». El poema añade que no desea, según leemos
entre los versos siguientes, «poner el miedo en órbita»,
para no despertar «al ogro atolondrado del futuro». En verdad, a la luz
de los hechos fatales de los cuales proceden sus recientes poemas, llamar «ogro
atolondrado» al fabricador de acontecimientos nefastos es una fina cortesía. Se
trata más bien de un «ogro maléfico», cuyo acercamiento no conviene intentar
sin prevenciones mediadoras, aunque éstas posean signos supersticiosos, que
permitan tenerlo a raya.
Vemos, pues,
cómo en los poemas de sus últimos libros puede tener cabida la superstición,
que es una forma de recalcar la desprotección ante el futuro, pero no son
admisibles la brillantez metafórica, el adorno verbal ni los juegos del
ingenio. El dolor desnudo encarado mediante una pulcritud espiritual y una
honradez ante sí mismo que se aferra a la objetividad de los hechos y, en
general, a cierto estoicismo parecido al que el poeta Umberto Saba denominó
«una serena desesperación».
Francisco
José Cruz es un lector bastante enterado de la poesía escrita durante el último
siglo en Hispanoamérica, tal como lo corrobora la difusión en la revista que
dirige desde hace ya casi veinte años, Palimpsesto, de muchos poetas
hispanoamericanos de renombre. Y quizá ese diálogo no haya ocurrido en vano, y
el poeta de Hasta el último hueso encuentre de este lado del Atlántico
otras raíces y otra filiación para establecer sus simpatías y deslindar sus
diferencias.
Junio de 2007
FRANCISCO JOSÉ CRUZ, Sevilla, España, 1962. ha publicado los siguientes libros de poemas: Prehistoria de los ángeles (Premio Barro de poesía, Sevilla, 1984); Bajo el velar del tiempo (1987); Maneras de vivir (I Premio Renacimiento de poesía Sevilla, 1998); A morir no se aprende (2003) y Hasta el último hueso (Poemas reunnidos 1998-2007)
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