sábado, 16 de enero de 2021

Cinco plumas para un lunes / Antología de cuentos

 






Cinco plumas para un lunes

Antología de cuentos

 

Por Miguel de Loyola (escritor chileno)

 

Cinco plumas para un lunes; nueva antología a la palestra.

La pandemia que recorre el mundo sigue favoreciendo la creación literaria; produciendo libros, antologías, relatos, cuentos, novelas, crónicas. Es indudable que los días de encierro darán a luz nuevas voces al espectro literario. La reclusión ayuda al recogimiento de las almas, a concentrarse en el adentro, aunque resulte obligatorio y en muchos casos torturante. Pasamos por una situación mundial trágica, y es deber también buscar la manera de zafarlo y no caer en la desesperanza. Leer y escribir ayudan también a pasar los malos tiempos y momentos.  

Cinco plumas para un lunes reúne relatos de cinco escritoras con diversos temas y perspectivas. La publicación pone en clara evidencia la urgencia de contar y registrar qué asiste sus plumas. Contar la vida, sus peripecias, sus chascarros, aciertos y desaciertos desde el asombro, que es siempre la clave de toda creación. Sin asombro es difícil percibir el entorno, tomar conciencia del mismo, de la realidad, de la ficción.     

Los relatos de Claudina Araya, Mariela Becerra, Edelwais Cortés, Ivonne Jiménez y María Inés Schleede reunidos en este libro, registran lo cotidiano, experiencias de vida, momentos que han impactado a sus protagonistas, testimonios escritos acaso para combatir el olvido buscando rozar la eternidad.

Son relatos de mujeres, y cuya mirada femenina se muestra integrada, sin resabios, sin conflictos de género tendientes a romper las diferencias naturales, los deslindes propios de la diversidad entre ella y él. Madres, hijas, esposas, amantes, son las voces narrativas que nutren estas páginas, configurando su universo narrativo.

Los textos están bien estructurados, bien escritos. Dejan en evidencia el trabajo constante que hay detrás; las horas de concentración y entusiasmo necesario que se requiere para contar una historia que revele la intensidad de la vivencia personal.

Destacan en esta antología los textos de Mariela Becerra, dotados de un manejo narrativo de excelencia, dominio del narrador y el personaje, configurando en sus textos el derrotero propio del cuento clásico, dotado de presentación, clima y desenlace; tensando la cuerda del conflicto hasta su final.

Cinco plumas para un lunes se suma entonces a las publicaciones que serán historia cuando se acabe la pandemia, convirtiéndose en fiel testigo de la misma, ya por sus historias o por su forma de capear la adversidad.

 

Miguel de Loyola – El Quisco – Enero del 2020

 

LA SILLA VACÍA

 

Todos habían partido ya, la familia fue quedando desamparada de consuelo y cobijo. Las sillas vacías adosadas a las murallas del living al regreso del cementerio hablaban de ausencia, pérdida, tristeza, soledad. La madre de manera automática puso la tetera para tomar un té. Los hijos se sentaron todos a la mesa y fue aún más visible el asiento de la cabecera vacío, mudo testigo de que el patriarca había emigrado.

El silencio se rompió de pronto con la voz del nieto, de manera tierna y sin gritar dijo: El tata me pasó esta carta el otro día para ti, abuelita. Todas las miradas se volcaron a él y al sobre inmaculadamente blanco que tenía entre sus manos, quien cobró protagonismo y misterio.

            La mujer vestida de traje, se llevó la mano a su melena y apartó un mechón de sus ojos y lo colocó detrás de la oreja. Con los zapatos de tacón bajo color azul que recién se había cambiado ya que le dolían los pies de tanto caminar, se dirigió al comedor.

Se acercó al nieto, quien ceremoniosamente extendió sus manos y le dijo con mucho amor y complicidad: Lela, el tata te dejó esta carta y me dijo que te la diera con un abrazo muy apretado. Sus manos pequeñas le rodearon los muslos y ella se agachó para darle un beso en la frente, tomando el sobre con sus manos.

Lo miró por delante y por detrás, un tanto conmovida expresó: una carta escrita con letra a la antigua, reconociendo su nombre, lo único que su viejo había aprendido a imitar escribir. Abrió con delicadeza el sobre y desplegó la hoja doblada en tres, hoja de papel que ya no se veía, blanca casi transparente y en el borde superior e inferior una línea con los tricolores.

La miró, suspiró al ver la letra del nieto que decía:

Soy Nelito Rosales, esposo, padre y orgulloso abuelo de quien escribe esta carta. Nacido en Nortiquique, lugar que ya no existe. Mi vida estuvo entre palas, picotas y sudor bajo el sol de la pampa. Me hubiera gustado saber leer y escribir, para contar historias. Por eso a mis niños cuando las estrellas empezaban a jugar en el cielo los llevaba a la cama, los acostaba a mi alrededor y les contaba cuentos que solo estaban en mi corazón. Ellos no se daban cuenta y gozaban de las aventuras, que a veces tenían distinto desenlace, distinto final.

 Fui escritor de palabras analfabetas. Hoy mi legado es para ustedes: Guarden las historias que les conté en el baúl de su corazón. Cuando nazcan nuevos nietos o nietas, cuéntenles los cuentos que cada noche les narraba. Ahí estaré yo. No les pido mucho, si no los recuerdan inventen sus propias historias. Ahí estaré yo.

La mujer cerró sus ojos, besó con ternura la carta y dijo con voz extrañamente calma:

 —Este era mi viejo, tan habilidoso y sabio. Si hubiera sabido leer habría sido escritor, habló con orgullo en voz alta. Miró a cada uno de esos pares de ojos humedecidos en llanto, recorriéndolos y acariciándolos con su mirada, les dijo:

Le sacaré fotocopia a su carta, es la herencia de su padre. Ustedes verán lo que hacen. Mandó un beso al cielo, abrazó a cada uno de sus hijos.

Curiosamente la silla vacía, ya no estaba tan vacía.

 

CLAUDINA ELENA ARAYA PIZARRO

 

 

 

CUMPLEAÑOS

 

Ese día iba a ser intenso, como todas sus celebraciones de cumpleaños. Esta vez eran doce años. Su madre le regaló un vestido y unas medias transparentes y le dijo que ya estaba siendo una mujercita, que no corriera hecha una loca, ni tampoco se pusiera a jugar tan brusco con sus amigos y que la cancha y el fútbol los descarte, que de vestido, medias y taquito eso no correspondía. Los tacos fueron un regalo de la abuela “unos zapatos un poquito empinados” así le dijo cuándo se los entregó.

Aquella tarde más que hacer sus juegos habituales, anduvo con sus amigas cuchicheando, entre medio de risitas, por primera vez comentando sobre sus amigos, que cuál era el más guapo o encerradas en su pieza hojeando las revistas de la tele, sentándose con cuidado para que no se le fuera a ver nada. Los chicos cuando hacían un alto en sus juegos, las miraban con extrañeza, como si no las reconocieran.

Era un cumpleaños distinto.

Su madrina le hizo señas para entregarle en privado su regalo, al abrirlo se sintió un poco incómoda y un calor parecía llenar su cara.

—No le de vergüenza —le dijo ella —es natural, usted ya está creciendo y va a necesitarlo para que se le afirmen bien los pechos.

Cuando estuvo sola se puso a mirarlo, era tan bonito, de un suave tul entre rosado y lila y con dos perlitas al centro, ¿sabría ponérselo? Entró al baño y salió con él en su cuerpo. Se sentía otra, le preguntó a su mejor amiga si le notaba algo raro y ella le dijo que no, que nada, entonces le reveló su secreto, luego vinieron miraditas, risas, pero nada, todo iba bien.

 Sus padres, siempre junto a ella, estaban ahí con los papás de sus amigos, conversaban y hacían sus brindis. Era un momento feliz.

Las chicas agrupadas y todas pizpiretas fueron hasta el equipo de música y pusieron sus temas favoritos. Esta vez en vez de bailar todos juntos hechos un solo montón, estaban las niñas por un lado, los chicos por el otro y nadie inauguraba la pista, hasta que las niñas comenzaron a bailar entre ellas y a tironear a los chicos para que salieran al baile.

Cuando pasada la medianoche despertó, los recuerdos de ese día vinieron a su mente, había sido una fiesta rara, distinta, pero feliz, como todas las que había tenido en su vida y sintió tanto amor y gratitud por sus padres, que quiso ir hasta su pieza y abrazarlos. Al llegar, la puerta de la habitación estaba apenas entreabierta, ella la empujó suavemente, la luna llena iluminaba el espacio con una espectral claridad. Primero escuchó a su papá que respiraba agitadamente como si jadeara y con una intensidad que era molesta; luego vio a su madre aplastada bajo el peso de su padre, su primer impulso fue ir a liberarla, pero se paralizó al ver cómo sus bocas con desesperación se buscaban y se lamían, mordiéndose como verdaderos animales. Asqueada se fue hasta su pieza, se tumbó en su cama, presionando el rostro contra la almohada, mientras con horror pensaba nunca más volver abrir esa puerta.

 

MARIELA BECERRA TAMARIN

 

 

 

ME DIJERON QUE TENÍA QUE ESTAR TRES HORAS ANTES

 

Era una despedida de soltera y a juzgar por las invitadas que superan los sesenta años imaginé que sería una comida formal con música de fondo, a lo más la presencia de un cantante romántico. La novia bordeaba los sesenta y era su tercer matrimonio.

Habían fijado una hora, pero a último momento nos dijeron que teníamos que estar tres horas antes. En realidad, yo sentí que esta información era un poco confusa, de todas maneras, estuve en el momento prefijado.

Llegué a un bar de dudoso nombre: La Paila, cuya entrada estaba al final de una escalera y, a medida que bajaba, se iba poniendo más oscuro. Abrí la puerta y me sorprendí al ver que el color de las paredes era de un rojo-anaranjado, bien chillón y estimulante. Estaban tapizadas de imágenes del Kamasutra, cuerpos pintados y otros, que dejaban al descubierto genitales masculinos y pechos femeninos, muy parecidos a las tantas estatuas que se observan en los parques, iglesias y en construcciones antiguas en Europa. Puedo decir que a pesar de la belleza de los conceptos, este lugar se veía saturado y de una exageración chabacana. Todo incitaba a la sensualidad y a los placeres del cuerpo.

En el centro de la sala había un escenario redondo coronado de luces intermitentes, lo rodeaban sillones aparentemente cómodos que invitan a observar el espectáculo. Me sentí entre curiosa y pícara, no había visto este tipo de espacios en nuestro país.

Mientras pensaba, vislumbré al fondo, bajo una luz más tenue, a dos amigas que ponían sobre una mesa elementos de colores, acercándome me di cuenta de que eran disfraces y dijeron que tenía que escoger uno al azar.

El rojo llamó mi atención, era pequeño y no tenía nada de tradicional, era una tanga y pregunté:

—¿Y el sostén?

—No, nada mijita, esto es así no más. No pasó mucho rato y ya estábamos todas, cada una con sus disfraces disparatados y sexies donde se destacaban y dejaban al descubierto pechos, traseros, nalgas regordetas pintadas con rostros de hombres barbudos. Una de ellas me llamó la atención, era María Eugenia, una viuda que se había incorporado recién al grupo: piel morena, mamas caídas, pelo teñido cargado al rubio, alta y delgada, que estaba completamente desnuda con una flor roja pintada en el culo y una inscripción que decía: “estoy disfrazada de culiflor”.

Esta silueta me causó gracia y me reí a carcajadas.

Mientras nos preparábamos, pasaban las bandejas con pisco sour, aperol, cervezas, vinos y otros mostos que llegaban llenos y se iban vacíos.

El ambiente se iba llenando de risas, gritos y algarabía.

Sin embargo, y desde una mirada positiva, a pesar del desparpajo de la situación, observé los cuerpos de la tercera edad y me parecieron maduros y hermosos, con los vestigios propios de la vida, los embarazos y esos pliegues involuntarios, fruto de la buena comida y el poco ejercicio. Casi todas lucíamos lampiñas, pienso que son las huellas del alejamiento hormonal que enlaza la vejez con los procesos iniciáticos de la decadencia.

La mayor, una antigua amiga, llevaba la batuta, nos hizo bailar a cada una en el podio al compás de músicas movidas como la lambada, cumbia, salsa, rock y otros ritmos caribeños. Ya sin pudor, traté de hacerlo lo mejor que pude y me contoneé como una quinceañera.

Cuál no sería mi sorpresa cuando por un rincón aparecieron unos jóvenes en pantaloncitos pequeños que dejaban lucir toda su anatomía y cada uno se dirigió a nosotras. A mí me tocó un moreno muy musculoso, de sonrisa amplia y dientes blancos que me coqueteaba e insinuante me hacía bailar para él.

Pasado un tiempo y ante los relojes mudos llegó la novia vestida de largo con un escote hasta la cintura dejando ver sus pechos operados y sin más se puso a bailar con todos. Al parecer venía con varios tragos en el cuerpo, por lo que se movía de manera irregular y por un momento temí que se cayera de bruces. Aun así, le habían reservado un modelo semidesnudo, quien con sus brazos fuertes la sostenía para continuar la diversión.

Del rincón surgió un joven delgaducho, blanco, de piernas flacas, también en sunga, pero no tan dotado como los bailarines, ofrecía sobre una bandeja dorada, una finas y largas copas de champaña, al mismo tiempo que indicaba el bar abierto. Por cierto, contenía mucho más de lo que podríamos tomar.

Hasta hoy no recuerdo cómo llegué a casa, si es que llegué. Hay tramos de la noche que quedaron en el olvido; sin embargo, confieso que fue una jornada fantástica y excéntrica.

 El haber llegado tres horas antes le dio todo el encanto, permitió soltar los miedos y entendernos con el cuerpo tal cual estaba, además de evitar la crítica, un compañero mental un tanto indeseable que nos hace ver la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio.

Mi reflexión última fue que sobre las viejas no hay nada escrito, ni prejuicios ni estereotipos ni paradigmas, somos quienes queremos ser y estamos dispuestas a divertirnos, más aún cuando compartimos en un grupo con la misma energía.

 

EDELWAIS CORTÉS KEHR

 

 

 

LETICIA Y SU TEMPRANO DESPERTAR

 

Entre las pasiones de Leticia estaba la lectura. Una amiga le había regalado para su cumpleaños número 72 un libro de cuentos de una de sus escritoras preferidas, “El viacrucis del cuerpo” Clarice Lispector.

Al terminar el cuento “Ruido de pasos”, se sintió identificada y emocionada. La protagonista doña Cándida Raposo tenía 81 años, había quedado viuda, y aunque aún extrañaba mucho a su esposo, seguía disfrutando de la música, del arte, de la naturaleza, pero sentía que el deseo de placer no se había extinguido.

Doña Cándida se armó de mucho valor para ir al médico y preguntarle:

—¿Cuándo se pasa esto?

—¿Qué cosa? —preguntó el doctor.

—La cosa —repitió —el deseo de placer —dijo finalmente.

—Señora, lamento decirle que no pasa nunca.

Leticia, con el libro entre sus manos, retrocedió en el recuerdo, cerró los ojos y se vio en el umbral de la pieza de sus padres en aquel conventillo donde vivían hacinados, ella tenía cuatro años y compartía una pieza con sus seis hermanos, separada del otro dormitorio por una cortina, ella se había levantado al oír ruidos y el quejido ahogado de su madre mientras su padre la poseía, sin entender claramente lo que sus párvulos ojos observaban, volvía a la cama sin poder conciliar el sueño, la imagen de sus padres la perseguía siempre.

Desde esa noche, como una obsesión y durante mucho tiempo Leticia adquirió la costumbre de hacerse la dormida, esperar la oscuridad y el silencio para levantarse sigilosamente y espiar a sus padres.

El padre de Leticia era uniformado, un hombre de carácter dominante, alcohólico, machista, violento y castigador, que no vacilaba a la hora de golpear al límite de la tortura a todos sus hijos.

A esa temprana edad Leticia descubrió el placer explorando su cuerpo, cada vez que era castigada o era testigo de las golpizas que su padre propinaba a sus hermanos, ella se escondía en cualquier rincón y tocaba su cuerpo en secreto. Era como un calmante, que la aliviaba en medio de tanta violencia.

Leticia se fue muy joven de su casa. Conoció al hombre que se convertiría en el padre de sus hijos, luego de un breve noviazgo se casaron y con él encontró la seguridad y la plenitud sexual con que soñaba. Pero esa felicidad no duró mucho tiempo. El marido tuvo que partir al exilio con la promesa de llevarlos en un tiempo más, pero fue una promesa incumplida que se esfumó en el aire. Para dominar su soledad y carencias, se dedicó a trabajar largas jornadas. En silencio pensaba que en algún momento aparecería alguien que pudiera calmar sus deseos y se le repetía incesantemente una frase de Henry Miller que había leído tiempo atrás: “la amarga experiencia me ha mostrado, que lo que sostiene al mundo son las relaciones sexuales”.

Los amantes no tardaron en aparecer, amores fugaces, algún jefe, algún compañero de trabajo. Algunos permanecieron por un tiempo, otros llegaron y de la misma manera desaparecieron, se esfumaron cual fugitivos en campo de batalla. Lo cierto es que Leticia nunca convivió con ninguno, sus relaciones siempre fueron “puertas afuera” y nunca tuvo la intención de formar una nueva familia, decía que no necesitaba “un hombre en la casa”.

En los intervalos de soledad y para aliviar sus dolores, Leticia siempre volvía a su dura infancia en el conventillo, siempre volvía a su cuerpo.

Hoy, a sus setenta y dos años, en la soledad de su hogar, sin pareja o compañero que pueda romper la monotonía, se conforma, al igual que la señora del cuento, Cándida Raposo, cuando le pregunta al doctor si ella pagara para aplacar su deseo, el doctor le dice: “No serviría de nada, recuerde señora que ya tiene ochenta y un años”; a lo que ella agrega:

—¿Y si yo lo hiciera solita?

—Sí, —dijo el médico—, puede ser el remedio.

Y ese es el mismo remedio que alivia a Leticia cada vez que se ve en el umbral del cuarto de sus padres y cuando la asalta ese despertar temprano que tuvo en el conventillo a los cuatro años.

 

IVONNE JIMÉNEZ

 

 

 

 

EL COLLAR DE PERLAS

 

Iba por la calle Providencia, una tarde de febrero; recién los veraneantes estaban de vuelta a Santiago, unos preocupados de comprar todo lo necesario para la vuelta al colegio de sus hijos, otros apurados por llegar a la hora exacta en la que terminaba su horario de colación, otros caminaban ligero para salir de ese torbellino humano. Un tumulto de personas en diferentes direcciones, yo miraba a la vereda del frente para calcular cuál era la más desocupada, pero no supe definir si había una mejor que otra, por lo que decidí seguir caminando por donde estaba.

La mayoría de las personas iban con anteojos de sol, un hombre camina tranquilamente intentando leer el nombre de la calle, se detiene de repente frente a mí y me pregunta en inglés dónde está la tienda Macy´s, lo miro extrañada y le respondo que esas tiendas no están en Chile, para continuar hablando se saca los anteojos y los cuelga en el primer botón abrochado de su camisa, al levantar nuevamente la cabeza está frente a mí Alain Delon, no sabía lo que me estaba pasando, en milésimas de segundos pensé que estaba mareada por ver tanta gente. Cuando tuve la certeza de que era él, seguí sus ojos azules con mi mirada, con mi mente; allí estaba, el hombre más lindo y sexy del mundo, me sonríe mostrándome en primer plano sus dientes, verdaderas perlas del océano; no sólo su sonrisa me regala, sino un guiño dulce, el más dulce gesto varonil en toda mi existencia.

Quería hacer una locura, abrazarlo y besarlo hasta cansarme, pero supe que con eso se podría espantar y se terminaría la magia del momento. Me calmé, aunque mi corazón parecía explotar dentro de mi pecho; fui respirando más profundo sin que él se diera cuenta. Me vuelve a hablar, sentía su voz a lo lejos, tuve miedo de que nada de esto estuviera sucediendo, me afirmé para corroborar que esto no era producto de mi imaginación. La voz lejana me pregunta si quiero un café, no pude responderle; me pregunta qué me pasa, solo había silencio en mí.

—¿Te estoy molestando? —Me dice.

—Tuve que reaccionar. —

No, en absoluto. Me hablaste de un café, conozco uno muy rico colombiano muy cerca de acá, ¿vamos?

—Sí claro, vamos —me respondió.

Todos los que estaban dentro del café murmuraban señalando nuestra mesa, aún con sus anteojos de sol me hablaba, y yo seguía hipnotizada, iba de suspiro en suspiro, sin escuchar claramente lo que decía, aunque mis ojos no se despegaban del movimiento de sus labios.

—Cuéntame de tu vida —me dijo.

Qué desorden había en mi cabeza, no sabía por dónde empezar, no sé si quería hablar de mi vida; revisé mentalmente, pero iba descartando cada recuerdo y agregando episodios que nunca existieron, no quería desilusionar con la cotidianidad de mis días. Pude salir victoriosa con una vida construida con mentiras. Me cuenta que hizo escala en Chile porque no lo conocía, que el viernes sigue rumbo a España, voy siguiendo cada gesto de su boca.

—Me gustaría hacerte un regalo —dijo. —¿Me acompañas a mi hotel?

Asentí sin ningún control de mis palabras ni mis emociones. Llegamos al hotel Hyatt en un taxi, yo ni siquiera sabía dónde había estacionado mi auto, tampoco intenté recordarlo. Cuando nos abrieron la puerta sugerí esperar en la recepción, él accedió, pasaron diez minutos y aparece nuevamente diciendo que le gustaría que subiera, para que elija el regalo que más me guste, acepté con una sonrisa que era una mezcla entre timidez y picardía.

En el ascensor empecé a imaginar el regalo que podía ser, pero pronto llegamos al quinto piso, nos bajamos frente a su 148 habitación, con la tarjeta abrió la puerta y me muestra varias cajas de terciopelo de color verde y en cada una había un collar, parecían de mentira. Tomé uno, sin saber lo que hacía mi mano, me lo quitó suavemente y se puso detrás de mí, lo colocó en mi cuello al tiempo que acerca sus labios y me da un beso, su boca se confunde con las piedras del collar, se me eriza todo lo que podría erizarse en mi cuerpo, me da vuelta delicadamente y mis besos se apresuran a encontrar su boca; fue el beso más largo de mi vida, no puedo explicar en qué momento quedamos desnudos, ni la secuencia de cómo fue sacando mis prendas o yo las de él. No recuerdo haber visto una cama en esa habitación, tampoco todos los lugares en los que nos amamos.

Me quedé toda la noche en sus ojos, sus ojos cerrados, su aliento fresco al borde de mi cuerpo. No sé decir cuándo, ni a qué hora terminó esta película dentro de mí, pero allí seguía, dentro de mi vida, entre mis piernas y mis pechos. Todo en mí danzaba al mismo ritmo, al mismo tiempo. Las sábanas aún mojadas arropaban mi soledad.

 

MARÍA INÉS SCHLEEDE COGHLAN

No hay comentarios: