Cinco
plumas para un lunes
Antología de cuentos
Por Miguel de Loyola (escritor
chileno)
Cinco
plumas para un lunes; nueva antología a la palestra.
La
pandemia que recorre el mundo sigue favoreciendo la creación literaria; produciendo
libros, antologías, relatos, cuentos, novelas, crónicas. Es indudable que los
días de encierro darán a luz nuevas voces al espectro literario. La reclusión
ayuda al recogimiento de las almas, a concentrarse en el adentro, aunque
resulte obligatorio y en muchos casos torturante. Pasamos por una situación
mundial trágica, y es deber también buscar la manera de zafarlo y no caer en la
desesperanza. Leer y escribir ayudan también a pasar los malos tiempos y
momentos.
Cinco
plumas para un lunes reúne relatos de cinco escritoras
con diversos temas y perspectivas. La publicación pone en clara evidencia la
urgencia de contar y registrar qué asiste sus plumas. Contar la vida, sus
peripecias, sus chascarros, aciertos y desaciertos desde el asombro, que es
siempre la clave de toda creación. Sin asombro es difícil percibir el entorno, tomar
conciencia del mismo, de la realidad, de la ficción.
Los
relatos de Claudina Araya, Mariela Becerra, Edelwais Cortés, Ivonne Jiménez y
María Inés Schleede reunidos en este libro, registran lo cotidiano,
experiencias de vida, momentos que han impactado a sus protagonistas,
testimonios escritos acaso para combatir el olvido buscando rozar la eternidad.
Son
relatos de mujeres, y cuya mirada femenina se muestra integrada, sin resabios, sin
conflictos de género tendientes a romper las diferencias naturales, los
deslindes propios de la diversidad entre ella y él. Madres, hijas, esposas,
amantes, son las voces narrativas que nutren estas páginas, configurando su
universo narrativo.
Los
textos están bien estructurados, bien escritos. Dejan en evidencia el trabajo constante
que hay detrás; las horas de concentración y entusiasmo necesario que se
requiere para contar una historia que revele la intensidad de la vivencia
personal.
Destacan
en esta antología los textos de Mariela Becerra, dotados de un manejo narrativo
de excelencia, dominio del narrador y el personaje, configurando en sus textos el
derrotero propio del cuento clásico, dotado de presentación, clima y desenlace;
tensando la cuerda del conflicto hasta su final.
Cinco
plumas para un lunes se suma entonces a las publicaciones
que serán historia cuando se acabe la pandemia, convirtiéndose en fiel testigo
de la misma, ya por sus historias o por su forma de capear la adversidad.
Miguel
de Loyola – El Quisco – Enero del 2020
LA SILLA VACÍA
Todos habían partido ya, la familia fue
quedando desamparada de consuelo y cobijo. Las sillas vacías adosadas a las
murallas del living al regreso del cementerio hablaban de ausencia, pérdida,
tristeza, soledad. La madre de manera automática puso la tetera para tomar un
té. Los hijos se sentaron todos a la mesa y fue aún más visible el asiento de
la cabecera vacío, mudo testigo de que el patriarca había emigrado.
El silencio se rompió de pronto con la voz
del nieto, de manera tierna y sin gritar dijo: El tata me pasó esta carta el
otro día para ti, abuelita. Todas las miradas se volcaron a él y al sobre
inmaculadamente blanco que tenía entre sus manos, quien cobró protagonismo y
misterio.
La
mujer vestida de traje, se llevó la mano a su melena y apartó un mechón de sus
ojos y lo colocó detrás de la oreja. Con los zapatos de tacón bajo color azul
que recién se había cambiado ya que le dolían los pies de tanto caminar, se
dirigió al comedor.
Se acercó al nieto, quien ceremoniosamente
extendió sus manos y le dijo con mucho amor y complicidad: Lela, el tata te
dejó esta carta y me dijo que te la diera con un abrazo muy apretado. Sus manos
pequeñas le rodearon los muslos y ella se agachó para darle un beso en la
frente, tomando el sobre con sus manos.
Lo miró por delante y por detrás, un tanto
conmovida expresó: una carta escrita con letra a la antigua, reconociendo su
nombre, lo único que su viejo había aprendido a imitar escribir. Abrió con
delicadeza el sobre y desplegó la hoja doblada en tres, hoja de papel que ya no
se veía, blanca casi transparente y en el borde superior e inferior una línea
con los tricolores.
La miró, suspiró al ver la letra del nieto
que decía:
Soy Nelito Rosales, esposo, padre y
orgulloso abuelo de quien escribe esta carta. Nacido en Nortiquique, lugar que
ya no existe. Mi vida estuvo entre palas, picotas y sudor bajo el sol de la
pampa. Me hubiera gustado saber leer y escribir, para contar historias. Por eso
a mis niños cuando las estrellas empezaban a jugar en el cielo los llevaba a la
cama, los acostaba a mi alrededor y les contaba cuentos que solo estaban en mi
corazón. Ellos no se daban cuenta y gozaban de las aventuras, que a veces
tenían distinto desenlace, distinto final.
Fui
escritor de palabras analfabetas. Hoy mi legado es para ustedes: Guarden las
historias que les conté en el baúl de su corazón. Cuando nazcan nuevos nietos o
nietas, cuéntenles los cuentos que cada noche les narraba. Ahí estaré yo. No
les pido mucho, si no los recuerdan inventen sus propias historias. Ahí estaré
yo.
La mujer cerró sus ojos, besó con ternura
la carta y dijo con voz extrañamente calma:
—Este era mi viejo, tan habilidoso y sabio. Si
hubiera sabido leer habría sido escritor, habló con orgullo en voz alta. Miró a
cada uno de esos pares de ojos humedecidos en llanto, recorriéndolos y
acariciándolos con su mirada, les dijo:
Le sacaré fotocopia a su carta, es la
herencia de su padre. Ustedes verán lo que hacen. Mandó un beso al cielo,
abrazó a cada uno de sus hijos.
Curiosamente la silla vacía, ya no estaba
tan vacía.
CLAUDINA ELENA ARAYA
PIZARRO
CUMPLEAÑOS
Ese día iba a ser intenso, como todas sus
celebraciones de cumpleaños. Esta vez eran doce años. Su madre le regaló un
vestido y unas medias transparentes y le dijo que ya estaba siendo una
mujercita, que no corriera hecha una loca, ni tampoco se pusiera a jugar tan
brusco con sus amigos y que la cancha y el fútbol los descarte, que de vestido,
medias y taquito eso no correspondía. Los tacos fueron un regalo de la abuela
“unos zapatos un poquito empinados” así le dijo cuándo se los entregó.
Aquella tarde más que hacer sus juegos
habituales, anduvo con sus amigas cuchicheando, entre medio de risitas, por
primera vez comentando sobre sus amigos, que cuál era el más guapo o encerradas
en su pieza hojeando las revistas de la tele, sentándose con cuidado para que
no se le fuera a ver nada. Los chicos cuando hacían un alto en sus juegos, las
miraban con extrañeza, como si no las reconocieran.
Era un cumpleaños distinto.
Su madrina le hizo señas para entregarle
en privado su regalo, al abrirlo se sintió un poco incómoda y un calor parecía
llenar su cara.
—No le de vergüenza —le dijo ella —es
natural, usted ya está creciendo y va a necesitarlo para que se le afirmen bien
los pechos.
Cuando estuvo sola se puso a mirarlo, era
tan bonito, de un suave tul entre rosado y lila y con dos perlitas al centro,
¿sabría ponérselo? Entró al baño y salió con él en su cuerpo. Se sentía otra,
le preguntó a su mejor amiga si le notaba algo raro y ella le dijo que no, que
nada, entonces le reveló su secreto, luego vinieron miraditas, risas, pero
nada, todo iba bien.
Sus
padres, siempre junto a ella, estaban ahí con los papás de sus amigos, conversaban
y hacían sus brindis. Era un momento feliz.
Las chicas agrupadas y todas pizpiretas
fueron hasta el equipo de música y pusieron sus temas favoritos. Esta vez en
vez de bailar todos juntos hechos un solo montón, estaban las niñas por un
lado, los chicos por el otro y nadie inauguraba la pista, hasta que las niñas
comenzaron a bailar entre ellas y a tironear a los chicos para que salieran al
baile.
Cuando pasada la medianoche despertó, los
recuerdos de ese día vinieron a su mente, había sido una fiesta rara, distinta,
pero feliz, como todas las que había tenido en su vida y sintió tanto amor y
gratitud por sus padres, que quiso ir hasta su pieza y abrazarlos. Al llegar,
la puerta de la habitación estaba apenas entreabierta, ella la empujó
suavemente, la luna llena iluminaba el espacio con una espectral claridad.
Primero escuchó a su papá que respiraba agitadamente como si jadeara y con una
intensidad que era molesta; luego vio a su madre aplastada bajo el peso de su
padre, su primer impulso fue ir a liberarla, pero se paralizó al ver cómo sus
bocas con desesperación se buscaban y se lamían, mordiéndose como verdaderos
animales. Asqueada se fue hasta su pieza, se tumbó en su cama, presionando el
rostro contra la almohada, mientras con horror pensaba nunca más volver abrir
esa puerta.
MARIELA
BECERRA TAMARIN
ME DIJERON QUE TENÍA QUE ESTAR TRES HORAS ANTES
Era una despedida de soltera y a juzgar
por las invitadas que superan los sesenta años imaginé que sería una comida
formal con música de fondo, a lo más la presencia de un cantante romántico. La
novia bordeaba los sesenta y era su tercer matrimonio.
Habían fijado una hora, pero a último
momento nos dijeron que teníamos que estar tres horas antes. En realidad, yo
sentí que esta información era un poco confusa, de todas maneras, estuve en el
momento prefijado.
Llegué a un bar de dudoso nombre: La
Paila, cuya entrada estaba al final de una escalera y, a medida que bajaba, se
iba poniendo más oscuro. Abrí la puerta y me sorprendí al ver que el color de
las paredes era de un rojo-anaranjado, bien chillón y estimulante. Estaban
tapizadas de imágenes del Kamasutra, cuerpos pintados y otros, que dejaban al
descubierto genitales masculinos y pechos femeninos, muy parecidos a las tantas
estatuas que se observan en los parques, iglesias y en construcciones antiguas
en Europa. Puedo decir que a pesar de la belleza de los conceptos, este lugar
se veía saturado y de una exageración chabacana. Todo incitaba a la sensualidad
y a los placeres del cuerpo.
En el centro de la sala había un escenario
redondo coronado de luces intermitentes, lo rodeaban sillones aparentemente
cómodos que invitan a observar el espectáculo. Me sentí entre curiosa y pícara,
no había visto este tipo de espacios en nuestro país.
Mientras pensaba, vislumbré al fondo, bajo
una luz más tenue, a dos amigas que ponían sobre una mesa elementos de colores,
acercándome me di cuenta de que eran disfraces y dijeron que tenía que escoger
uno al azar.
El rojo llamó mi atención, era pequeño y
no tenía nada de tradicional, era una tanga y pregunté:
—¿Y el sostén?
—No, nada mijita, esto es así no más. No
pasó mucho rato y ya estábamos todas, cada una con sus disfraces disparatados y
sexies donde se destacaban y dejaban al descubierto pechos, traseros, nalgas
regordetas pintadas con rostros de hombres barbudos. Una de ellas me llamó la
atención, era María Eugenia, una viuda que se había incorporado recién al
grupo: piel morena, mamas caídas, pelo teñido cargado al rubio, alta y delgada,
que estaba completamente desnuda con una flor roja pintada en el culo y una
inscripción que decía: “estoy disfrazada de culiflor”.
Esta silueta me causó gracia y me reí a
carcajadas.
Mientras nos preparábamos, pasaban las
bandejas con pisco sour, aperol, cervezas, vinos y otros mostos que llegaban
llenos y se iban vacíos.
El ambiente se iba llenando de risas,
gritos y algarabía.
Sin embargo, y desde una mirada positiva,
a pesar del desparpajo de la situación, observé los cuerpos de la tercera edad
y me parecieron maduros y hermosos, con los vestigios propios de la vida, los
embarazos y esos pliegues involuntarios, fruto de la buena comida y el poco
ejercicio. Casi todas lucíamos lampiñas, pienso que son las huellas del
alejamiento hormonal que enlaza la vejez con los procesos iniciáticos de la
decadencia.
La mayor, una antigua amiga, llevaba la
batuta, nos hizo bailar a cada una en el podio al compás de músicas movidas
como la lambada, cumbia, salsa, rock y otros ritmos caribeños. Ya sin pudor,
traté de hacerlo lo mejor que pude y me contoneé como una quinceañera.
Cuál no sería mi sorpresa cuando por un
rincón aparecieron unos jóvenes en pantaloncitos pequeños que dejaban lucir
toda su anatomía y cada uno se dirigió a nosotras. A mí me tocó un moreno muy
musculoso, de sonrisa amplia y dientes blancos que me coqueteaba e insinuante
me hacía bailar para él.
Pasado un tiempo y ante los relojes mudos
llegó la novia vestida de largo con un escote hasta la cintura dejando ver sus
pechos operados y sin más se puso a bailar con todos. Al parecer venía con
varios tragos en el cuerpo, por lo que se movía de manera irregular y por un
momento temí que se cayera de bruces. Aun así, le habían reservado un modelo
semidesnudo, quien con sus brazos fuertes la sostenía para continuar la
diversión.
Del rincón surgió un joven delgaducho,
blanco, de piernas flacas, también en sunga, pero no tan dotado como los
bailarines, ofrecía sobre una bandeja dorada, una finas y largas copas de
champaña, al mismo tiempo que indicaba el bar abierto. Por cierto, contenía
mucho más de lo que podríamos tomar.
Hasta hoy no recuerdo cómo llegué a casa,
si es que llegué. Hay tramos de la noche que quedaron en el olvido; sin
embargo, confieso que fue una jornada fantástica y excéntrica.
El
haber llegado tres horas antes le dio todo el encanto, permitió soltar los
miedos y entendernos con el cuerpo tal cual estaba, además de evitar la
crítica, un compañero mental un tanto indeseable que nos hace ver la paja en el
ojo ajeno y no la viga en el propio.
Mi reflexión última fue que sobre las
viejas no hay nada escrito, ni prejuicios ni estereotipos ni paradigmas, somos
quienes queremos ser y estamos dispuestas a divertirnos, más aún cuando
compartimos en un grupo con la misma energía.
EDELWAIS
CORTÉS KEHR
LETICIA Y SU TEMPRANO DESPERTAR
Entre las pasiones de Leticia estaba la
lectura. Una amiga le había regalado para su cumpleaños número 72 un libro de
cuentos de una de sus escritoras preferidas, “El viacrucis del cuerpo” Clarice
Lispector.
Al terminar el cuento “Ruido de pasos”, se
sintió identificada y emocionada. La protagonista doña Cándida Raposo tenía 81
años, había quedado viuda, y aunque aún extrañaba mucho a su esposo, seguía
disfrutando de la música, del arte, de la naturaleza, pero sentía que el deseo de
placer no se había extinguido.
Doña Cándida se armó de mucho valor para
ir al médico y preguntarle:
—¿Cuándo se pasa esto?
—¿Qué cosa? —preguntó el doctor.
—La cosa —repitió —el deseo de placer
—dijo finalmente.
—Señora, lamento decirle que no pasa nunca.
Leticia, con el libro entre sus manos,
retrocedió en el recuerdo, cerró los ojos y se vio en el umbral de la pieza de
sus padres en aquel conventillo donde vivían hacinados, ella tenía cuatro años
y compartía una pieza con sus seis hermanos, separada del otro dormitorio por
una cortina, ella se había levantado al oír ruidos y el quejido ahogado de su
madre mientras su padre la poseía, sin entender claramente lo que sus párvulos
ojos observaban, volvía a la cama sin poder conciliar el sueño, la imagen de sus
padres la perseguía siempre.
Desde esa noche, como una obsesión y
durante mucho tiempo Leticia adquirió la costumbre de hacerse la dormida, esperar
la oscuridad y el silencio para levantarse sigilosamente y espiar a sus padres.
El padre de Leticia era uniformado, un
hombre de carácter dominante, alcohólico, machista, violento y castigador, que
no vacilaba a la hora de golpear al límite de la tortura a todos sus hijos.
A esa temprana edad Leticia descubrió el
placer explorando su cuerpo, cada vez que era castigada o era testigo de las
golpizas que su padre propinaba a sus hermanos, ella se escondía en cualquier
rincón y tocaba su cuerpo en secreto. Era como un calmante, que la aliviaba en
medio de tanta violencia.
Leticia se fue muy joven de su casa. Conoció
al hombre que se convertiría en el padre de sus hijos, luego de un breve
noviazgo se casaron y con él encontró la seguridad y la plenitud sexual con que
soñaba. Pero esa felicidad no duró mucho tiempo. El marido tuvo que partir al
exilio con la promesa de llevarlos en un tiempo más, pero fue una promesa
incumplida que se esfumó en el aire. Para dominar su soledad y carencias, se
dedicó a trabajar largas jornadas. En silencio pensaba que en algún momento
aparecería alguien que pudiera calmar sus deseos y se le repetía incesantemente
una frase de Henry Miller que había leído tiempo atrás: “la amarga experiencia
me ha mostrado, que lo que sostiene al mundo son las relaciones sexuales”.
Los amantes no tardaron en aparecer,
amores fugaces, algún jefe, algún compañero de trabajo. Algunos permanecieron
por un tiempo, otros llegaron y de la misma manera desaparecieron, se esfumaron
cual fugitivos en campo de batalla. Lo cierto es que Leticia nunca convivió con
ninguno, sus relaciones siempre fueron “puertas afuera” y nunca tuvo la
intención de formar una nueva familia, decía que no necesitaba “un hombre en la
casa”.
En los intervalos de soledad y para
aliviar sus dolores, Leticia siempre volvía a su dura infancia en el
conventillo, siempre volvía a su cuerpo.
Hoy, a sus setenta y dos años, en la
soledad de su hogar, sin pareja o compañero que pueda romper la monotonía, se
conforma, al igual que la señora del cuento, Cándida Raposo, cuando le pregunta
al doctor si ella pagara para aplacar su deseo, el doctor le dice: “No serviría
de nada, recuerde señora que ya tiene ochenta y un años”; a lo que ella agrega:
—¿Y si yo lo hiciera solita?
—Sí, —dijo el médico—, puede ser el
remedio.
Y ese es el mismo remedio que alivia a
Leticia cada vez que se ve en el umbral del cuarto de sus padres y cuando la
asalta ese despertar temprano que tuvo en el conventillo a los cuatro años.
IVONNE
JIMÉNEZ
EL COLLAR DE PERLAS
Iba por la calle Providencia, una tarde de
febrero; recién los veraneantes estaban de vuelta a Santiago, unos preocupados
de comprar todo lo necesario para la vuelta al colegio de sus hijos, otros
apurados por llegar a la hora exacta en la que terminaba su horario de
colación, otros caminaban ligero para salir de ese torbellino humano. Un
tumulto de personas en diferentes direcciones, yo miraba a la vereda del frente
para calcular cuál era la más desocupada, pero no supe definir si había una
mejor que otra, por lo que decidí seguir caminando por donde estaba.
La mayoría de las personas iban con
anteojos de sol, un hombre camina tranquilamente intentando leer el nombre de
la calle, se detiene de repente frente a mí y me pregunta en inglés dónde está
la tienda Macy´s, lo miro extrañada y le respondo que esas tiendas no están en
Chile, para continuar hablando se saca los anteojos y los cuelga en el primer
botón abrochado de su camisa, al levantar nuevamente la cabeza está frente a mí
Alain Delon, no sabía lo que me estaba pasando, en milésimas de segundos pensé
que estaba mareada por ver tanta gente. Cuando tuve la certeza de que era él,
seguí sus ojos azules con mi mirada, con mi mente; allí estaba, el hombre más
lindo y sexy del mundo, me sonríe mostrándome en primer plano sus dientes,
verdaderas perlas del océano; no sólo su sonrisa me regala, sino un guiño dulce,
el más dulce gesto varonil en toda mi existencia.
Quería hacer una locura, abrazarlo y
besarlo hasta cansarme, pero supe que con eso se podría espantar y se
terminaría la magia del momento. Me calmé, aunque mi corazón parecía explotar
dentro de mi pecho; fui respirando más profundo sin que él se diera cuenta. Me
vuelve a hablar, sentía su voz a lo lejos, tuve miedo de que nada de esto
estuviera sucediendo, me afirmé para corroborar que esto no era producto de mi
imaginación. La voz lejana me pregunta si quiero un café, no pude responderle;
me pregunta qué me pasa, solo había silencio en mí.
—¿Te estoy molestando? —Me dice.
—Tuve que reaccionar. —
No, en absoluto. Me hablaste de un café,
conozco uno muy rico colombiano muy cerca de acá, ¿vamos?
—Sí claro, vamos —me respondió.
Todos los que estaban dentro del café
murmuraban señalando nuestra mesa, aún con sus anteojos de sol me hablaba, y yo
seguía hipnotizada, iba de suspiro en suspiro, sin escuchar claramente lo que
decía, aunque mis ojos no se despegaban del movimiento de sus labios.
—Cuéntame de tu vida —me dijo.
Qué desorden había en mi cabeza, no sabía
por dónde empezar, no sé si quería hablar de mi vida; revisé mentalmente, pero
iba descartando cada recuerdo y agregando episodios que nunca existieron, no
quería desilusionar con la cotidianidad de mis días. Pude salir victoriosa con
una vida construida con mentiras. Me cuenta que hizo escala en Chile porque no
lo conocía, que el viernes sigue rumbo a España, voy siguiendo cada gesto de su
boca.
—Me gustaría hacerte un regalo —dijo. —¿Me
acompañas a mi hotel?
Asentí sin ningún control de mis palabras
ni mis emociones. Llegamos al hotel Hyatt en un taxi, yo ni siquiera sabía
dónde había estacionado mi auto, tampoco intenté recordarlo. Cuando nos abrieron
la puerta sugerí esperar en la recepción, él accedió, pasaron diez minutos y
aparece nuevamente diciendo que le gustaría que subiera, para que elija el
regalo que más me guste, acepté con una sonrisa que era una mezcla entre
timidez y picardía.
En el ascensor empecé a imaginar el regalo
que podía ser, pero pronto llegamos al quinto piso, nos bajamos frente a su 148
habitación, con la tarjeta abrió la puerta y me muestra varias cajas de
terciopelo de color verde y en cada una había un collar, parecían de mentira.
Tomé uno, sin saber lo que hacía mi mano, me lo quitó suavemente y se puso
detrás de mí, lo colocó en mi cuello al tiempo que acerca sus labios y me da un
beso, su boca se confunde con las piedras del collar, se me eriza todo lo que
podría erizarse en mi cuerpo, me da vuelta delicadamente y mis besos se
apresuran a encontrar su boca; fue el beso más largo de mi vida, no puedo
explicar en qué momento quedamos desnudos, ni la secuencia de cómo fue sacando
mis prendas o yo las de él. No recuerdo haber visto una cama en esa habitación,
tampoco todos los lugares en los que nos amamos.
Me quedé toda la noche en sus ojos, sus
ojos cerrados, su aliento fresco al borde de mi cuerpo. No sé decir cuándo, ni
a qué hora terminó esta película dentro de mí, pero allí seguía, dentro de mi
vida, entre mis piernas y mis pechos. Todo en mí danzaba al mismo ritmo, al
mismo tiempo. Las sábanas aún mojadas arropaban mi soledad.
MARÍA
INÉS SCHLEEDE COGHLAN
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