viernes, 9 de diciembre de 2022

Annie Ernaux, el discurso de una Nobel

 


DISCURSO DE ANNIE ERNAUX ANTE LA ACADEMIA SUECA

 

            ¿Por dónde empezar? Esta pregunta, me la he hecho decenas de veces ante la página en blanco. Como si necesitara encontrar la frase, la única, que me permita penetrar en la escritura del libro y despeje de golpe todas las dudas. Una especie de clave. Hoy, para afrontar una situación que, ya pasado el estupor del acontecimiento –”¿De verdad me está sucediendo esto a mí?”–, mi imaginación me presenta con un pavor creciente, se apodera de mí la misma necesidad. Encontrar la frase que me dará la libertad y la firmeza de hablar sin temblar, en este lugar al que me invitan ustedes esta tarde.

            No necesito ir muy lejos a buscar esta frase. Surge. Con toda nitidez, con toda su violencia. Lapidaria. Irrefragable. La escribí hace sesenta años en mi diario íntimo. Escribiré para vengar a mi raza. Era un eco del grito de Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad”. Tenía yo veintidós años. Era estudiante de Literatura Francesa en una facultad de provincias, rodeada de muchachas y muchachos procedentes de la burguesía local.

            Pensaba orgullosa e ingenuamente que escribir libros, hacerse escritor, al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento. Que una victoria individual borraba siglos de dominación y de pobreza, con una ilusión que ya la escuela me había incentivado por mi alto rendimiento escolar. ¿Cómo podría compensar mi éxito académico las humillaciones y las ofensas sufridas? No me planteaba la pregunta. Tenía algunas excusas.

            Desde que aprendí a leer, los libros eran mis compañeros; la lectura, mi ocupación natural fuera de la escuela. Aquel gusto lo cultivaba una madre que, a su vez, devoraba novelas en su tienda entre cliente y cliente, y que me prefería leyendo más que cosiendo o tejiendo. La carestía de los libros, la suspición de que eran objeto en mi colegio religioso, me los hacían aún más deseables. Don Quijote, Los viajes de Gulliver, Jane Eyre, los cuentos de los hermanos Grimm y de Andersen, David Copperfield, Lo que el viento se llevó, más tarde Los miserables, Las uvas de la ira, La náusea, El extranjero: era el azar, más que las prescripciones escolares, lo que determinaba mis lecturas.

            La elección de cursar estudios literarios se debió a que quería seguir con la literatura, convertida en un valor superior a todo lo demás, en un modo de vida, incluso, que me hacía proyectarme en una novela de Flaubert o de Virginia Woolf y vivirlas literalmente. Una especie de continente que yo oponía, inconscientemente, a mi medio social. Y no concebía la escritura sino como posibilidad de transfigurar la realidad.

            Que dos o tres editores rechazaran mi primera novela –novela cuyo único mérito residía en la búsqueda de una forma nueva– no fue lo que derrumbó mi deseo y mi orgullo. Fueron situaciones de la vida en las que ser una mujer suponía un pesado lastre con respecto a ser un hombre en una sociedad donde los roles estaban definidos según el sexo, la contracepción estaba prohibida y la interrupción del embarazo se consideraba un crimen. En pareja y con dos hijos, docente de profesión y con la intendencia familiar a mi cargo, me alejaba día a día, cada vez más, de la escritura y de mi promesa de vengar a mi “raza”. No podía leer la parábola ‘Ante la ley’ en El proceso de Kafka sin ver en ello la figuración de mi destino: morir sin franquear la puerta que estaba hecha solo para mí, el libro que solo yo podría escribir.

            Pero eso suponía no contar con el azar privado e histórico. La muerte de mi padre a los tres días de llegar yo de vacaciones a su casa, un puesto de profesora en un instituto donde el alumnado proviene de medios populares semejantes al mío, los movimientos mundiales de protesta: elementos, todos ellos, que me conducían por vías imprevistas y sensibles al mundo de mis orígenes, a mi “raza”, y que conferían a mi deseo de escribir un carácter de urgencia secreta y absoluta. Esta vez, no se trataba de entregarme a aquel ilusorio “escribir sobre nada” de mis veinte años, sino de sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y de sacar a la luz la manera de existir de los míos. Escribir para entender las razones, dentro y fuera de mí, que me habían alejado de mis orígenes.

 


            La elección de una escritura determinada nunca es obvia. Pero quienes, migrantes, ya no hablan la lengua de sus padres y quienes, tránsfugas de clase social, no usan exactamente la misma, se piensan y se expresan con otras palabras, todos, se ven confrontados a obstáculos suplementarios. A un dilema. Efectivamente, sienten la dificultad, véase la imposibilidad de escribir en la lengua adquirida, dominante, que han aprendido a manejar y que admiran en sus obras literarias, todo lo relativo a su mundo de procedencia, a ese mundo originario hecho de sensaciones, de palabras que dicen la vida cotidiana, el trabajo, el lugar ocupado en la sociedad. Está, por una parte, la lengua en la que han aprendido a nombrar las cosas, con su brutalidad, con sus silencios; por ejemplo, ese del cara a cara entre una madre y un hijo, en el bellísimo texto de Albert Camus Entre sí y no. Por otra parte, los modelos de las obras admiradas, interiorizadas, las que han abierto el universo primigenio y con respecto a las que se sienten deudores por su elevación, que a menudo consideran como su verdadera patria. En la mía figuraban Flaubert, Proust, Virginia Woolf: en el momento de retomar la escritura, no me resultaron de ninguna ayuda. Necesitaba romper con el “escribir bien”, con la bella frase, esa misma que enseñaba a mis alumnos, para extirpar, exhibir y comprender el desgarro que me penetraba. Espontáneamente, emergió en mí el estruendo de una lengua que arrastraba consigo la ira y la irrisión, incluso la vulgaridad, una lengua del exceso, insurgente, a menudo utilizada por los humillados y los ofendidos, como la única forma de responder a la memoria de los desprecios, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza.

            Enseguida, también, me pareció evidente –hasta el extremo de no poder contemplar otro punto de partida– anclar el relato de mi desgarro social en la situación que viví cuando era estudiante, esa situación indigna a la que el Estado francés condenaba siempre a las mujeres: el recurso al aborto clandestino entre las manos de una “hacedora de ángeles”, de una abortera. Y quise describir todo lo que le sucedió a mi cuerpo de chica, el descubrimiento del placer, la regla. Así, en ese primer libro, publicado en 1974, sin que fuera entonces consciente, se encontraba definida el área en la que ubicaría mi trabajo de escritura, un área a la vez social y feminista. Vengar a mi raza y vengar a mi sexo serían una sola y misma cosa a partir de entonces.

            ¿Cómo no interrogarse sobre la vida sin hacerlo también sobre la escritura, sin preguntarse si esta reconforta o perturba las representaciones admitidas, interiorizadas sobre los seres y las cosas? ¿Acaso la escritura insurrecta, por su violencia y su escarnio, no reflejaba una actitud de dominada? Cuando el lector era un privilegiado cultural, conservaba la misma posición de desapego y de condescendencia con respecto al personaje del libro que en la vida real. De suerte que, en un principio, para prevenir esa mirada que, dirigida a mi padre cuya vida quería yo contar, habría sido insostenible y, así lo sentía yo, una traición, adopté, a partir de mi cuarto libro, una escritura objetiva, “plana”, en el sentido en que no utilizaba ni metáforas ni marcas emocionales La violencia ya no se exhibía, venía de los hechos en sí y no de la escritura. Encontrar las palabras que contuvieran a la vez la realidad y la sensación procurada por la realidad, iba a convertirse, y hasta hoy, en mi preocupación constante al escribir, fuera cual fuera el objeto.

            Seguir diciendo “yo” me resultaba absolutamente necesario. La primera persona –esa por la cual, en la mayoría de las lenguas, existimos nosotros, en cuanto aprendemos a hablar, hasta la muerte– es considerada a menudo, en su uso literario, como narcisista porque remite al autor, porque no se trata de un “yo” representado como ficticio. Es bueno recordar que el «yo», hasta entonces privilegio de los nobles que contaban elevados hechos de armas en sus Memorias, es en Francia una conquista democrática del siglo xviii, la afirmación de la igualdad de los individuos y del derecho a ser sujeto de su propia historia, como reivindica Jean-Jacques Rousseau en su primer preámbulo a las Confesiones: “Y que no se objete que por ser un hombre del pueblo no tengo nada que decir que merezca la atención de los lectores. […] Sea cual sea la oscuridad en que yo haya podido vivir, si he pensado más y mejor que los reyes, la historia de mi alma es más interesante que la de las suyas”.

            No es ese orgullo plebeyo lo que me motivaba (aunque, bien mirado…), sino el deseo de servirme del “yo” –forma a la vez masculina y femenina– como herramienta exploratoria que capta las sensaciones, las que ha enterrado la memoria, las que el mundo que nos rodea no deja de procurarnos, por todas partes y todo el tiempo. Esa cosa previa a la sensación se convirtió para mí a la vez en guía y en garantía de la autenticidad de mi búsqueda. Pero ¿con qué fines? No pretendo contar la historia de mi vida ni desvelar sus secretos, sino descifrar una situación vivida, un acontecimiento, una relación amorosa, y revelar así algo que solo la escritura puede hacer existir y transmitir, quizá, a otras conciencias y otras memorias. ¿Quién podría decir que el amor, el dolor y el duelo, la vergüenza, no son universales? Victor Hugo escribió: “Ninguno de nosotros tiene el honor de tener una vida propia”. Pero como todas las cosas se viven, inexorablemente, de forma individual –”me sucede a mí”–, no pueden leerse de la misma manera salvo si el “yo” del libro se vuelve, en cierta forma, transparente, de suerte que el del lector o el de la lectora ocupen su lugar. Si ese Yo es, en suma, transpersonal.

            Así concebí mi compromiso a través de la escritura, compromiso que no consiste en escribir «para» una categoría de lectores, sino “desde” mi experiencia de mujer y de migrante interior, desde mi memoria ya cada vez más vasta de los años recorridos, desde el presente, incesante proveedor de imágenes y palabras de los otros. Dicho compromiso como pignoración de mí misma en la escritura se apoya en la creencia, convertida en certeza, de que un libro puede contribuir a cambiar la vida personal, a romper la soledad de las cosas soportadas y soterradas, a pensarse de manera distinta. Hacer que lo indecible salga a la luz es un asunto político.

            Lo vemos hoy con la revuelta de esas mujeres que han encontrado las palabras para acabar con el poder masculino y se han alzado, como en Irán, contra su forma más arcaica. Escribiendo en un país democrático, sigo preguntándome, sin embargo, por el lugar que ocupan las mujeres en el ámbito literario. Su legitimidad para producir obras aún no está ganada. Hay hombres en el mundo, incluso en los círculos intelectuales occidentales, para quienes los libros escritos por mujeres simplemente no existen, nunca los citan. El reconocimiento de mi obra por la Academia Sueca es una señal de esperanza para todas las escritoras. En el acto de sacar a la luz lo «indecible social», esa interiorización de las relaciones de dominación de clase y/o raza, de sexo también, que solo sienten quienes son objeto de ella, reside la posibilidad de la emancipación individual pero también colectiva. Descifrar el mundo real despojándolo de las visiones y valores que el lenguaje, cualquier lenguaje, porta es perturbar el orden instituido, socavar sus jerarquías.

            Pero no confundo esta acción política de la escritura literaria, sujeta a la recepción del lector o la lectora, con las posiciones que me siento obligada a adoptar en relación con los acontecimientos, los conflictos y las ideas. Crecí con la generación de la posguerra, en la que se daba por sentado que los escritores e intelectuales debían tomar partido en la política francesa e implicarse en las luchas sociales. Nadie puede decir hoy si las cosas habrían sido diferentes sin sus palabras y su compromiso. En el mundo actual, donde la multiplicidad de fuentes de información y la rápida sustitución de unas imágenes por otras acostumbran a una especie de indiferencia, concentrarse en el propio arte es una tentación. Pero, al mismo tiempo, está ascendiendo en Europa –enmascarada por la violencia de una guerra imperialista emprendida por el dictador a la cabeza de Rusia– una ideología de repliegue y de cerrazón, que se extiende y gana continuamente terreno en países hasta ahora democráticos. Basada en la exclusión de extranjeros y migrantes, el abandono de los económicamente débiles, la vigilancia del cuerpo de las mujeres, me impone, como a todos aquellos para quienes el valor de un ser humano es el mismo, siempre y en todas partes, un deber de vigilancia extrema.

            Al concederme la más alta distinción literaria existente, una gran luz ilumina mi trabajo de escritura y de investigación personal, realizado en la soledad y la duda. No me deslumbra. No considero la concesión del Premio Nobel como una victoria individual. No es orgullo ni modestia pensar que se trata, en cierto modo, de una victoria colectiva. Comparto el orgullo con quienes, de un modo u otro, desean más libertad, igualdad y dignidad para todos los seres humanos, independientemente de su sexo y su género, de su piel y su cultura. Con quienes piensan en las generaciones venideras, en la salvaguarda de una Tierra que la codicia de unos pocos sigue haciendo cada vez menos habitable para el conjunto de los pueblos.

            En cuanto a la promesa que hice a los veinte años de vengar a mi raza, no sabría decir si la he cumplido. De ella, de mis antepasados, hombres y mujeres esforzados en tareas que les hicieron morir pronto, recibí la fuerza y la rabia suficientes para tener el deseo y la ambición de hacerle un sitio en la literatura, en ese conjunto de voces múltiples que, muy pronto, me acompañaron permitiéndome el acceso a otros mundos y a otros pensamientos, incluido el de rebelarme contra ella y querer modificarla. Para inscribir mi voz de mujer y de tránsfuga social en lo que se presenta siempre como un lugar de emancipación, la literatura.

 


Traducción de Lydia Vázquez Jiménez, traductora de Annie Ernaux en Cabaret Voltaire.

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