Poemas de
Quebrada de la Virgen
1
Fray
Angélico pintaba
a Jesús y
a la Madona
de
rodillas.
¿Qué daría
yo,
minúsculo
monje
laico, fraile menor
de alguna
Orden extinta
por
prosternarme ahora
que
intento describir
este olor
inocente de la tierra,
la
redonda castidad
que
perfuma hoy este mundo
donde
hasta el ruido torpe del camión,
el canto
lejanísimo del gallo
e incluso
el sudor, feliz,
de mis
axilas
se confunden
en un
aroma hímnico, en la antífona solar
que
entona el aire virgen?
2
“…el cantus firmus, la
melodía central
en torno a la cual cantan las otras voces
de la
vida”
Dietrich Bonhoeffer
Adoré
antes cada dádiva de Eros
Ahora sé
que en todos mis deseos
ardes Tú
-invicto y detergente-
como la
luz, delfín pulquérrimo,
nada y
salta en los colores
sin
mancharse con ellos
3
Lezama,
hoy voy a orar contigo:
todo es
metáfora de todo.
Las
cosas, mirándose las unas en las otras,
son
espejos en el reino de la imagen.
Por
ejemplo, aquella acacia sola,
como si
en verdad me adivinara,
enseña
ahora, bajo el silencio cóncavo del cielo,
el
tiritante,
el
retorcido,
el exacto
crucifijo de dos ramas
que ya no
ampara el follaje.
Pero un
poco más allá, un eje calmo
en la
corriente clara del arroyo
me revela
de pronto la naturaleza
del
tiempo (y la resurrección):
no
arrastra a la piedra el agua ávida,
¡sólo la
pule!
4
Lugar
común desinfectado,
hoy
resplandece lo humilde
de tan obvio:
sólo en
silencio
descubro
que
Suenas
5
“Belleza....santa perra”
Juan Sánchez Peláez
Lo
aprendo aquí, sobre estos cerros,
bajo
estas nubes buenas: ahora existe
una
fiesta celebrándose en la carne
de la
intemperie triste de las cosas
(¿dónde
duele ese picotazo de la luz,
cuándo
vibra esa cadencia de las formas?)
Momentos
al garete en que la yerta,
insultada
materia se vuelve ceremonia,
liturgia
móvil de líneas y volúmenes
incendiándote
los ojos que no aguantan,
que no
soportan ya tanto ladrido
de la
perra feliz, incandescente,
llamando
enamorada a su Señor,
a la
ebria presencia de su Amo.
6
“Treinta años hace que no te invocaba”
Dámaso
Alonso
Aunque
poeta menor, no soy el inocente
Berceo
que conversaba contigo sobre el pan
cotidiano
y moreno de los pobres.
Apenas
soy un Epulón, que ya presiente
el fasto
final de su miseria: la mirada
de Lázaro
colmada.
Tú sabes
que el
camello, gordo y de buen precio,
mira con
horror la puerta estrecha
del ojo
de la aguja.
Torre de
Marfil, con la que mido
mi
risible Babel de biblioteca, puntual mesa,
neón
oficinista, limpia cama
(¿quién
podrá aherrojar el Arca de la Alianza
donde
nace el Pacto con los últimos,
humillados
y
proscritos,
Mater
Páuperum?
¿no está
ya la Rosa Mística
plantada
para siempre en “Nazareth” -así se llama
la
escuelita de un barrio de Caracas-?)
Pero
quizá no es tarde, todavía:
frente al
Dios masacrado que arrullaste,
olvidado
de sí el rostro de Narciso
contempla
en el agua de las lágrimas
el Espejo
de Justicia, tu
óvalo
perfecto
7
“… elEspíritu de
Dios aleteaba
sobre la
superficie de las aguas”
Génesis 1,2
“… a menos que uno nazca del agua
y el Espíritu, no
puede entrar en
el Reino”
Juan 3,5
En la capilla,
fuente y
estanque
(bautismo
terso
sobre mi
mente
esta
mañana)
Junto al
sonido
del
glugluteo
arrodillada
habla la
aurora:
en el
principio
sólo
había agua
(únicamente
sorbía el
Espíritu
el centro
núbil
de aquel
rubor
en la
garganta)
De esta
manera
para
volver
al ser
intacto
de ese
comienzo
cuando
Dios mismo
gustaba
en ella
su propia
higiene
originaria,
hay que
nacer
sí, del
Espíritu,
pero
también
del
elemento
que en su
sabor
guarda el
principio:
el que de
pronto
nos sabe
a Todo
¡igual
que a Nada!
8
Me
despierta Tu olor entre las sábanas.
Vengo
junto a Ti, que te me expandes
en la
carne agradecida, con ímpetu solar.
Digo
Junto a ti. Vuelvo a decirlo.
Y para
algunos, poquísimos amigos
es hoy
este rubor confidencial:
nadie
sabe
que, a Tu
sombra, gusto vivo,
el ápice
frutal de mi deseo sabe intacto,
anterior
al paladar de su lenguaje,
como
aquella manzana de Cezanne
exacta
sobre el fondo. Sin gusano.
9
Me
recuerdo
a
expensas de las ráfagas de música
mientras
aquel terco, helado espejo
devolvía
mi rostro iluminado
donde el
alcohol ya empezaba a dibujar
la náusea
de caer, harto de mí,
en
cualquier cuerpo, como en mi propia tumba.
Como
entonces, apronta Tú mañana y siempre
aquella
flor menuda junto al piano
-imposible
loto zen en el bazar-,
la flor
que nadie mira, erguida sólo
para
arrasar de lágrimas mis ojos
con el
estupor feliz, con la vergüenza.
10
El sabor
del agua después de gustar la picadura
holandesa
de mi pipa.
El rojo
asoleado del capó de un automóvil
donde
canta la salud del siglo XX.
La terca,
muda, compacta verticalidad de la pared
sacramento
de la paciencia de las cosas
soportando,
día tras día, el desorden de mi cuarto.
Los
tristísimos ojos de Charles Baudelaire
-fotografiados
ahí, sobre la mesa-
mendigos
aún de la hermosura.
La
silueta del gato visto anoche
jadeante
y sigilosa como la luna de Edith Piaf.
La
torpeza de aquel piano -tres apartamentos más abajo-
donde las
manos de alguna pálida vecina
ensayaban a Chopin
(bendito
seas, Señor, en esta tarde cargada de misiles,
porque
resuenan fragantes todavía la tos almidonada
y el frac
y el malabar y la lavanda musical de Federico).
Aquel
epicúreo rectángulo de sombra bajo el porche.
El color
de la trinitaria en el crepúsculo
recordándome
otra tarde en Nicaragua
en que
bebí morado líquido (un jugo casual de pitahaya)
La risa
de Miguel, para saber que existe el Paraíso
en la
franja tropical de la memoria.
Haría
falta también nombrar el cuento múltiple
de lo que
me hace más sabio a su contacto:
el 3er.
movimiento de la 9a. de Beethoven,
el
cósmico juguete que son los dedos de Thelonius
tocando
“Round Midnigth”, un solo lentísimo de Parker
-por
ejemplo, “Lover Man”- en la mañana
cuando el
abrazo se demora, insiste, recomienza
aquel
poema de Ezra Pound, el que termina:
“…la
aurora entra en el cuarto,
con
pasitos menudos,
como una
dorada Pavlova…”,
ciertas
páginas calientes de Lezama
en que
huele a malecón, las olas rompen
e incluso
el mar tiene un color de daikirí,
aquella
última secuencia de la película de Chaplin
(la
ex-ciega y el mendigo se consuelan
de su
imposible amor, con la mirada).
Enumeraría
igualmente esos instantes
inocentes,
su gloriosa mansedumbre
que no
vistió, desde luego, a Salomón:
el
momento más justo del acorde,
la
simetría sedante del paisaje,
la
esbeltez japonesa de la curva,
la
gravidez sonora del volumen,
la santa
promiscuidad de los colores:
me
refiero a Tus poemas menudos dibujando
la
infinita secuencia de la anécdota
que le
cuenta a mi muerte Scherezada
en la
penúltima, horrenda, bella noche.
(A Miguel
Martínez)
11
Aquí, en
esta casa,
donde
cada palabra, cada gesto
son sólo
los dóciles ecos de la luz
inmaculada,
vertical,
inapelablemente
última,
añoro
para ella
(la
cháchara mujeril de la poesía
con sus
técnicos chismes de ocasión
tan
fotogénicos -whisky en mano-
sobre la
página social
de algún
Suplemento Literario),
le añoro,
digo, algo de la casta
doncellez
de la madera
recibiendo
la
frugalidad silenciosa de una cena,
de la
última cena.
12
“Todavía -dijo el niño- luchas con El”
Nikos
Kazantzakis
“…máteme tu
vista y hermosura”
San Juan de la
Cruz
Rasante,
en el sol pleno de las doce.
Reconozco
la cólera del vuelo.
Había
olvidado ya
que para
merecer la epifanía
mortal
del gavilán
en picada
fugaz sobre la presa
(la
sangre feliz entre sus garras)
era
necesaria esta canícula
precaria
de la espera,
el sudor
convalesciente
aguardando
el ojo clínico del ave,
las dos
alas batientes gobernándote,
el pico
alegre y fúlgido
desgarrando
la carne bienherida
víctima
al fin de la salud,
curada
por la muerte.
13
“Vino un huracán violento, que
descuajaba los montes (...) pero
el Señor no estaba en él
(...) Después se oyó una brisa
tenue, y al sentirla, Elías se
tapó el rostro (ante Su presencia)…”
1 Reyes
19,13
¿Dónde
podría encontrarte ahora
sino en
la respiración de su sueño
junto a
mí:
adánica,
uniforme, bajo el alba?
14
“Oyeron al Señor Dios, que se paseaba por
el jardín a la caída de la tarde. El hombre
y la mujer se escondieron (...) Pero el
Señor Dios llamó al hombre: -¿Dónde estás?
Él contestó: -Te oí en el jardín , me entró
miedo porque estaba desnudo”
Génesis 3,8-10
Hay otro
tiempo.
Sé que
hay otro, sugiriéndose
allí, en
pleno centro
de esta
anárquica orquesta de relojes
dando la
hora para nadie,
porque es
siempre el minuto en que no estoy,
en que me
fui.
Sé que
hay otro,
ingrávida
cadencia que no registra el télex
ni el
fonógrafo: ella sola
es el
pentagrama oculto de los hechos
componiendo
aquel acorde,
el
pianísimo blanco del instante
(el del
anhelo, el único central, el extraviado)
en que se
oyen, tan leves, Tus pisadas
bajo el
miedo, la música invisible
de Tu
danza en el jardín, que me pregunta
por
aquella memoria de quietud,
desnuda siempre,
que
cubrió la velocidad de mi vergüenza,
esta
prisa amnésica olvidando
la
puntualidad del Paraíso.
(A Esdras
Parra)
15
Los ojos
de la monja me sonríen
al
servir, discretísima, mi cena
como si
ejercitara con los dedos
-con el
alma entre los dedos, mejor dicho-
algún
arte sagrado. En este instante,
para ella
soy un extraño solamente
y por eso
su lenta cortesía:
a sus
ojos soy alguien, alguien sólo,
una santa
demanda colocada, como un don,
en las
afueras de su Yo. Para acogerla,
para
recibir ese regalo inmerecido,
hay que
salir al extramuro, autoexilándose
en la
intemperie ética, que inclina
a recoger
las migas de mi plato,
las
sobras del simple transeúnte
un
comensal anónimo, el Otro vivo
con quien
se comparte el pan inexorable;
el hecho
de habitar sobre la tierra.
16
“…llegó con un frasco de perfume; se
colocó detrás de él, junto a sus pies,
llorando, y empezó a regarle los pies
con sus lágrimas (...) Y El, volviéndose
a la mujer, dijo a Simón: “…se le
perdonan sus pecados, porque amó mucho”
Lucas 7, 38, 47
Sobre la
cubierta de aquel ferry,
frente al
ardor matutino del mar calmo,
yo sé que
una mirada, cualquier gesto,
habrían
delatado mi ansiedad,
ese
anhelo de demorar un tacto leve,
simplemente
amistoso, sobre el hombro,
y la
necesidad de prolongar lo suficiente
la
caricia discreta de los ojos
para que
al fin él lo supiera,
lo
comprendiera todo de repente.
Hoy he
vuelto al sentir, frente a la noche,
la misma
delicia de aquel miedo,
esta
añoranza, súbitamente impostergable,
de
confesar sin estridencia
mi amor silencioso,
tan
íntimo que sangra
con la
más invisible de las sangres:
la que no
puede fluir, porque está hecha
del
heroísmo último del alma, del martirio
que se ha
tragado la muerte solitaria
para que
el otro sea dichoso.
Dame
siquiera el saber que he amado mucho,
el
perfume caliente de mis lágrimas
enjugando
las Tuyas, que también
ardieron
calladas, sin reproche,
por él,
sonriente y esbelto sobre el ferry,
desde
luego por mí,
por la
indiferencia sólida del mundo.
17
Manando
sangre negra, Tu costado
vierte
hoy la tinta del poema:
para
llegar al centro
de la
indecible comunión,
no te
apresures
multiplicando
abrazos a destiempo.
Quédate
ahí, en la intemperie
exacta de
tu cuarto (ni siquiera monacal:
fijado
por sus paredes habituales)
abriéndote
al minuto de silencio
-llegará,
te lo aseguro,
entre las
grietas del ser, inconfesadas -
en que
empieza a resonar
aquel
llanto penúltimo, el gemido
suplicante
de la madre al estallar
la cólera
paterna, ese sollozo
rogando
por el miedo que has de oír
en el
ruido insomne de los otros
construyendo
el amor, el desamparo.
18
“Iam lucis orto sidere
Deum precemur supplices,
Ut in diurnis actibus
Nos servet a nocentibus”
Breviario romano, Hora prima
Señor,
¿será la
madurez esta mirada
que
saluda sin engaño al día naciente?
Sé que
está aquí la aurora whitmaniana
tanteando
mis músculos con gozo:
aspiro en
lo hondo su salud
regalándome
la fruta para el labio,
el
estribillo aquel para el oído,
la
cósmica quietud tras el orgasmo;
pero con
qué dulce ironía ahora compruebo
cómo asciende,
disfrazada por la luz,
la sombra
quevediana que también
amanece
con el alba:
mis
treinta y cinco
años
gustando lo que prueban
varios
puestos vacíos en la mesa,
teléfonos
repicando en el olvido,
insaciables
bocanadas de cigarro
(el deseo
que, inútil, recomienza).
Señor,
que
envejezca conmigo la esperanza
hasta la
videncia virgen de la muerte
donde
Whitman y Quevedo me parezcan
cara y
sello de la única moneda:
el
relámpago total de la mañana.
19
“… el momento más duro para un ateo
es aquel en que se siente agradecido
y no sabe a quién dar las gracias”.
G.K.
Chesterton
No
buscados, hoy amanecen
el pan
sin el soporte de la mesa,
el agua
regia sin el vaso,
el árbol
sin las letras que lo escriben o pronuncian,
el pájaro
puntual en la ciudad dormida.
La lluvia
pisa la grama y resucita
vírgenes
perfumes. La cal nueva
fulge en
la pared del campanario
donde el
domingo me convoca.
Ese trozo
de musgo en el asfalto
me
recuerda que el Mundo, subversivo,
derrota a
la Historia finalmente. Y con él,
vence
este día, cabal e impronunciado,
redimiendo
en su fasto la basura
acumulada
ayer sobre la acera.
Hay
asueto en la entraña del silencio
y hasta
las motocicletas braman hoy
en el
vacío festivo, como un circo
de
animales prehistóricos jugando
en la
infancia silvestre del oído.
La calle
de siempre es otra calle:
una
estampa escrita por detrás
en la
caligrafía primera de la luz.
No hay
mariposas, pero en cambio
los ojos
de aquel perro, bajo el porche,
agradecen,
acuosos, el sol tibio.
Me miran
ignorando su dulzura
en la
extática plegaria del instinto.
¿Cómo
cristalizó el mito de esta hora
en el
ateísmo líquido del tiempo?
Alguien
dibuja el día por nosotros.
Alguien
me ama hoy, secretamente.
(A
Alberto Barrera)
20
“Estábame allí… con El”
Santa Teresa
El abismo
en el fondo tiene rostro.
Allí,
siempre detrás, aguarda el Tú.
No el
Mundo (él, crudo en el labio,
inteligible
en fracciones de segundo
bajo la
luz genésica, se expande
como un
hogar vacío,
resplandeciente,
sí, pero al fin Nadie,
porque no
puede hablarme enterneciéndose).
No soy Yo
mismo quien me espera (yo,
ahíto de
mí, ¿cómo es que haría
para
lograr ese abrazo total, totalizante,
que no
alimenta vanidad, sino fulmina
consolando
sin jamás compadecerse,
al que no
puedo huir, pero que salva
acompañando
mi soledad reconciliada?)
No, no
son los Otros los atentos
(¡los
Otros!: ¿podrían ellos,
mis
espejos o disfraces al quererme,
enajenándome
repletos de su amor
que me
sosiega defraudando o de mi afecto
que no
logra cubrirlos al sedarlos,
podrían
ellos ser el Otro, la absoluta
Alteridad
donde naufragan
afectos,
amores y deseos
en la
horrenda comunión, en la gloriosa
Presencia
que no devuelve mis imágenes
o
siluetas de cuerpos añorados
sino que
es única y voraz, Ternura íngrima
reclamándome
sin embargo en pleno centro
de los
ojos del padre, la madre, los hermanos,
el
amante, los amigos?)
Sí,
detrás, en lo preciso
donde el
espesor compacto desfallece
y se
esfuman ingrávidas las líneas,
espera el
Tú,
Allí con
El,
tan sólo.
21
… sal corriendo a las plazas y calles
de la ciudad y traéte a los pobres, a
los lisiados, a los ciegos y a los cojos”
Lucas 14,21
¿Y si
fuera verdad que la poesía
debe
partir su pan especialmente
con el
último invitado inoportuno,
bostezador
profesional, mártir del sueño,
el que
arrastra los pies, el eructante,
el que
tira la lata en la avenida,
el que
acaba tal vez de masturbarse,
el gordo,
el ruin, el feo, el tartamudo,
aquel
Pérez escueto sin un nombre
o ese
simple Juan sin apellido
que llora
estornudando en el zaguán
su carta
en la hoja de cuaderno,
su
solicitud de empleo, su estampilla,
su foto
de domingo junto al árbol
donde un
adolescente con acné
dibujó un
corazón a navajazos?
¿y si ese
corazón fuera la síntesis
de lo que
quiero decir con estos versos
escritos
por cualquiera, un poeta sólo
silbando
su poema, como todos?
(A Rafael
Castillo Zapata)
22
El mismo
cristofué
de la
niñez
surca mi
ventana
mientras
pienso:
¿cómo
decir
ahora
que Tú y
yo nos amamos?
¿qué
palabra
aterida
aún por el misterio,
livianísima,
extraviada
quizás en
el olvido,
haría
falta pronunciar
para
aludir, sin cháchara,
a la
herida
-tatuada
en la carne de los dos-
cuya
sangre tiene el nombre de mi vida?
Acaso
exista esa palabra
aleteando
sobre el tráfago
sordo del
lenguaje: este trinar
de un
simple cristofué
en la
mañana indigna de los ruidos,
intacto
como el último,
primer
pájaro.
23
Para
saber de Ti, para escucharte,
haría
falta hundirse en ese tiempo
que
duerme en la memoria, como el álbum
familiar
espera al fondo
de la
última gaveta. Basta entonces
unas
manos otra vez ávidas de infancia
para que
rostros, miradas y sonrisas,
hablándonos
para siempre en esas fotos,
reconstruyan,
como balsa de naufragio,
una
presencia acompañante: la raíz
oculta de
la propia vida:
nuestra
historia, dibujada en las páginas
del
álbum, regresa al húmedo desván
donde nos
aguarda aquella fábula, ese cuento
de hadas
narrado acaso por la madre
en una
noche íngrima, solemne,
donde
éramos únicos, hermosos, sempiternos
porque
nos sabíamos amados (así,
sencillamente
buenos por queridos)
y la
razón solar de nuestra vida
era aquel
árbol sagrado en cuya copa
la
aventura se llamaba mundo todavía,
se
llamaba sexo, se llamaba enamorarse,
trabajo
se llamaba la tarea
consistía
apenas en ser héroes, porque todos
lo eran
ya, hasta los animales y la luna)
y bullía,
sacramental, la mesa del almuerzo
y el
viaje imaginaba cualquier isla
y el
juego celebraba cada piedra.
Haría
falta, Señor, ser anacrónicos
hasta no
sé qué paz de la memoria
-marchita
como una flor ya fósil
que aún
perfuma las manos al rozarla-
para
devolvernos hacia el fondo,
hacia esa
viva, secreta arqueología
que
oculta nuestra saga, la verdad
épica que
entrevió la adolescencia
en el
relato total del universo:
somos el
mito que nos cuentas
y los
recuerdos del niño saben ya
que Tú
eres el pasado del futuro.
Nos
bastará morir para vivirte.
24
Uno
quisiera decirle a los amigos
que Te
buscan sin saberlo:
“El está
aquí, éste es Su rostro”.
Pero Tú
surges oblicuo, tangencial,
entre dos
horas que parecen
más vivas
que Tu vida,
entre dos
espacios tan espesos
que le
roban densidad a Tu lugar,
como si
esas dos mitades de existencia
no
supieran de la paz que las divide
irrigándolas
discreta en pleno centro,
porque Tu
puntualidad inubicable
es un
aire de atrás, viento de espaldas
golpeándonos
el rostro: no aprehendemos
su
oxígeno invisible, aun respirándolo,
que
silente llamea en los pulmones
y
amamanta nuestros glóbulos vitales
con un
hálito que no podemos atrapar
o medir,
pero que está -patrimonio común-
en
cualquier parte, oreándonos la vida,
disponiéndola
a un ingrávido silencio
-como
aquel en que danza el astronauta
bajo la
piedad muda de los astros-
al que
accedemos, de pronto, sin notarlo,
en
cualquier calle, en cualquier autobús,
como a
una fiesta.
25
Así como
a veces desearíamos
que Karl
Marx y Arthur Rimbaud
se
hubiesen conocido en una mesa
de algún
Café de Londres,
mientras
en el agua sórdida del Támesis
-ahíta de
grumos aceitosos
que
flotan entre botellas y colillas
y ropa
gris de gente ahogada-
espera el
Barco Ebrio, ya sin anclas,
a que el
fantasma que recorre Europa
suba
también, para zarpar
(Karl,
vestido con blue jeans marineros
se
despide de Engels en el muelle
y Arthur
hace lo propio con Verlaine
-los
sueños insolentes ahora enfundados
en la
gorra que usó él mismo en la Comuna);
así como,
a estas alturas, quisiéramos
que
Hegel, apeado del estrado de su cátedra,
hubiese
visitado a Hölderlin un día
en su
manicomio oculto de la torre
para
escuchar cómo el demente
-sin
reconocerlo tal vez en su delirio-
le habla
de un viejo amigo de Tubinga
con
quien, en mitad de una fiesta adolescente,
bailó una
mañana, junto a un árbol
por ellos
mismos levantado
(“Libertad”,
lo llamarían),
tan
fieros y felices como niños orinándose,
con el
impudor de los puros, frente al rey
(en la
siesta monocorde del verano,
recordando
novias suavísimas de Heildeberg,
los dos
compañeros se confiesan:
la razón
debe pedirle a la locura
su danza
irreductible, la inocencia
con que
el loco Hiperión, desde su torre,
enseña al
profesor que la luz blanca,
la rosa
de los vientos del Espíritu,
no
termina en el Estado de los Césares,
se burla
de las Prusias de los káiseres);
así
querría yo hoy que a William Blake
lo
hubiesen dejado predicar un solo día
sobre el
púlpito labrado de una iglesia
-la
catedral de Westminster, por ejemplo-
en
presencia de arzobispos y presbíteros
y de una
multitud de feligreses
harta,
como todas, de sermones.
Imagino
el viento sagrado resonando,
por
primera vez, junto a los mármoles,
mientras
los cuerpos, desnudados por fin
como a la
hora del agua o del amor,
se erizan
con el paso del Dios vivo
y
tiemblan ante el olor de Cristo el Tigre
devorando
las ingles de las almas,
ahora tan
intactas, tan ebrias y tan vírgenes
como la
de aquel niño canoso viendo ángeles
a la hora
en que arde Venus sobre Lambeth
y hasta
las prostitutas de Soho profetizan.
26
Te
agradezco ahora el tierno, iridiscente mundo.
Si tuviera
hoy que resumirlo
en una
sola y brusca imagen,
Tú sabes
que escogería, entre todas, el crepúsculo
en que
llegué hasta ella, fatigado
de un
trayecto feliz desde Friburgo.
Sí, este
ocre, este oro viejo
bajo el
sol tumefacto de las cinco,
me la
recuerdan hoy, ebria de aguas.
Pesada de
esplendor, sobre las márgenes
ondulantes
y suavísimas de junio,
ofreciéndose
con una obscenidad primaveral
(bullicio
de las flores en las plazas
donde
albean los mármoles desnudos)
ella
flotaba apenas como un cuerpo que se esparce
en un
tibio olor de pan y en una música
de
fuentes y en un clamor geométrico
de
palomas vespertinas:
Roma allí, por fin,
como la
meta natural de un viaje en tren
que
empezó nomás con nuestra infancia,
abriéndose
hasta esa pulpa joven
que es
caminar descalzo sobre el suelo
embaldosado
de la calle y preguntar
si es
verdad que aquella página dorada
reescrita
por la luz, la piedra insomne, el agua terca,
anuncia
la emoción meridana de mi vida,
mi pasmo
adulto ante el inmóvil
huracán
de gestos y muslos y caídas
y
espasmos y torsos y miradas genuflexas
-los
cuerpos desnudados por el viento atroz de la justicia-
que un
hombre tuerto y medio ciego
lanzó
sobro nosotros
desde
todos los escombros
del mundo
parturiento .
(A Rafael
Arráiz I.ucca)
27
Anochece.
Hacia
Costa Rica, los volcanes
evaporados
en la niebla.
¡Y el
Lago, impalpable, hecho de aire!
Extensión
de aceite helado
a ratos
gris (¿pero qué gris, qué ámbar?),
a ratos
¿rojo? (horizontal y líquido crepúsculo),
colores
no nombrados todavía,
casi
fucsia -malva ígneo - metal u ópalo.
Y
bosques, unánimes bosques aplaudiendo
-rumor
denso del viento entre las hojas
donde
aletea el cormorán y chilla el mono
y los
grillos empiezan a arrullar
el
chapoteo isócrono del remo,
nuestro
bote flotando entre las islas.
La
memoria
arde aún
en el taller, hacia las once,
cuando el
Lago es sólo lámina de zinc:
mis
manos, a esa hora
con torpeza
descubren el cemento
la piedra
la madera
Le
aprendo el color a la vinílica, el rastro acre
al
kerosene, su luz propia a cada tarro de pintura
Matemática
del trazo (“que quede parejito”,
ordena
Oscar)
tan seria
como la Filosofía
Y no hay
libros: sólo manos (las de Oscar)
sucias,
minuciosas, inquietantes
La
ciencia exacta de la carne,
del
impulso inteligente hecho de dedos
para
estas nupcias íntimas: mis manos
desposándose
aquí con la materia
en bodas
sudorosas y ampolladas
cuando el
cuerpo huele a ron y sabe a fruta
de puro
entresacar forma del barro,
mientras
el sol, ¡ay sol del hambre!,
calibra,
inapelable, cada hueso
El arte
verdadero empieza aquí -y no después-
y la poesía:
épica
digital o tacto lírico,
mi
estética bregante a ras de tierra,
gobernante
del volumen y la línea (¿qué poema
pudo
tener jamás el útero nocturno de este vaso,
la curva
dócil de este cenicero,
el
fru-fru gentil de este collar al ser tocado,
el ojo
invicto de este pez que pinté ayer?)
También
comienza aquí la conversión
-
“¿..pues no es éste el hijo del
carpintero?”
(Mc 3, 4)
y “trabajen con sus manos
como les
hemos enseñado” (1Ts 4,11)
El
trabajo manual como protesta
y
comunión y desagravio
“Se
dedicaba luego a la rueca, hasta haber
hilado
cierto número de madeja. A veces se le
encontraba
absorto examinando
los
detalles de los últimos modelos
de
‘charkhas’ y dando instrucciones al
diseñador”
(Uno de
los biógrafos de Gandhi)
Yo, en mi
agenda de neo-paria
(cotona,
blue jeans, botas de hule),
anoto el
día que me espera:
cada
resistencia del metal,
las
hazañas del pincel y de la acrilica,
la
aventura de una raya:
el
sentido de mis manos
(las
reinvento)
hasta el
resposo dulce, hasta el silencio
Sol y
Lago, Nuestro bote. Parsimonia
de una
danza remante bajo el drama
cromático
del cielo. Vibra el aire.
Resplandecen
las aguas. Fosforecen.
Sólo el
grito de alarma del pocoyo
en los
manglares lóbregos del alma.
Atracar
será las risas de la cena
y la
cólleman insomne, convocándonos.
Anochece.
28
“La imagen como un absoluto (...), la
imagen como la última de las historias
posibles”
Lo
recuerdo con redonda precisión:
Laura, esbelta
ante la tumba,
como otro
ciprés del cementerio;
yo no
aparto los ojos de la cruz
escueta y
limpia, bajo el sol.
Se me
quiebra la voz (Laura me mira)
pero el
cielo está ahí, luz estridente,
gravitando
puntual para esta cita.
Balbuceo
el Padrenuestro, mientras pienso:
haría
falta encontrar una metáfora
que
discierna la verdad de este minuto
en que el
grifo solar del mediodía
abre
voces y risas de la calle
cuando
arde luminoso incluso el polvo
que
blanquea el silencio de su lápida
donde las
letras fulgen, invencibles.
Haría
falta aquí y ahora que el poema
(uno de
los suyos, por supuesto)
viniera a
declarar este prodigio
que Laura
y yo, temblando, contemplamos:
el
resplandor voraz incendia afuera
el hervor
insurrecto de la historia
con la
misma luz intacta que en el mármol
quema el
verso de su nombre, tres palabras
JOSÉ
LEZAMA LIMA
anunciando
una sola incandescencia
calle y
tumba abrasadas en la imagen.
(A Laura
Antillano)
29
A veces
Te me niegas.
Sólo rozo
tu aspereza, la costra
de esta
nostalgia que Te busca.
Secuestrado
por una atmósfera compacta
no hay
una sola, brusca grieta
por la
que pueda tocarte mi deseo.
Mi
impotencia y mi fatiga.
zumban
ante Ti, calientes, transpiradas,
como dos
insectos que no pueden
posarse
al fin en esa lumbre
que sin
embargo los atrae.
De
pronto, mi insistencia
alargándose
total hasta aquel ápice
donde el
contacto vibra, centelleando,
encuentra
un flujo de abandono.
Con qué
pasmo ígneo de ternura
-si la
ternura puede colindar con el espanto-
gozo ese
minuto en que llamas,
volviendo
de repente ya porosa,
tan
dúctil y maleable que sonrío,
la
materia pesada de mi cuerpo.
Resucita,
entonces, la mirada
a la que
suben, impúdicas, las lágrimas.
Te
respiro otra vez, como los pájaros
olfatean
el alba desde lejos,
cuando me
trepa la agolpada gratitud
de que
cedas sin lucha y sin medida.
(A
Antonia Palacios)
30
“…creo que no existe nada más bello, más
profundo, más atractivo, más viril y más
perfecto que Cristo; y me digo a mi mismo,
con celoso amor, que no existe ni puede existir.
Más aún: si alguien me demuestra que
Cristo está fuera de la verdad, y que ésta
no se halla en él, prefiero quedarme con Cristo
antes que con la verdad”
Fedor Dostoiewsky
Cuando
Mahalia Jackson dice Lord,
reservándole
a esa nítida palabra
la nota
más pura de la voz,
yo
enseguida lo comprendo: sé que allí,
en la
negrura abismal de su garganta,
sangra la
única carne que me importa,
el cuerpo
amado hasta dolerme,
mi hijo
ajusticiado, hermano íngrimo,
padre a
quien engendra mi ternura,
mi Señor
que apaleo, último amigo
al filo
de la noche, en plena duda,
por
debajo del asco y la vergüenza
y más
allá del estruendo de la dicha,
porque no
hay otro amor, otra, respuesta:
apenas
sus dos ojos que me otean,
sus oídos
que me auscultan,
ese tacto
inasible despertándome
a la
pulpa redonda de mí mismo
cuando
nada me importa, excepto El
arrinconado
allá (desván o sótano)
junto al
soldado de goma y la muñeca,
payaso en
el circo de los locos,
camarada
del poeta y de la puta,
príncipe
de flores y leprosos,
majestad
harapienta, Dios proscrito
a quien
unos cuantos, negra tribu,
llamamos
con ronquísima dulzura
compañero.
Armando Rojas Guardia (Caracas, 8 de septiembre de 1949 / 9 de julio de 2020) fue un reconocido poeta, ensayista y facilitador de talleres literarios venezolano.
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