
Herminio Martínez. Poeta y narrador. Nació en La Cañada de Caracheo, Cortazar, Guanajuato, el 13 de marzo de 1949. Entre sus novelas más conocidas en la literatura de México destacan: Hombres de temporal (1987), Diario maldito de Nuño de Guzmán (1990), Las puertas del mundo (1992), Invasores del paraíso (1998) y Lluvia para la tumba de un loco (2003). Ha publicado también el libro de cuentos: La jaula del tordo. Entre sus premios de poesía, son de notarse el "Punto de Partida" de la Universidad Nacional Autónoma de México; el "Manuel Torre Iglesias", de la Paz, Baja California; el "Ramón López Velarde", de Zacatecas; el "Pablo Neruda", de Buenos Aires, Argentina y el "Clemencia Isaura de la poesía", del carnaval de Mazatlán, el cual obtuvo en 1985. Y el de las "Justas Poéticas Castellanas", de Palencia, España, en 1995. En ese mismo año fue ganador del Premio "Lotería de Cuentos", de Editorial Planeta y la Lotería Nacional. En 1996 obtuvo el Premio Nacional de Novela "José Rubén Romero", otorgado por el Instituto Michoacano de Cultura y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes de la república mexicana. Y en 1998 el Premio Internacional de Novela Corta "Ciudad de Barbastro", en Aragón, España. Otros premios que ha ganado, son: El Premio Nacional de Poesía Gilberto Owen, en Culiacán, Sinaloa, 1999. Y el Premio Nacional de Cuento "Benemérito de América" 2000, en la Universidad de Oaxaca. También en el año 2000 ha sido Internacional de Poesía "Hermanos Argensola", en España, por su poemario: Música para desventura y orquesta. Y en Argentina ganó el Premio Internacional de Poesía La Poesía y el Mar de la Biblioteca Popular de Monte Hermoso, Buenos, Aires. Y en 2001 recibió el Premio Internacional de Poesía Cáceres Patrimonio de la Humanidad, por su poemario Animales de amor. Es profesor en la Universidad de Guanajuato y, desde 1994, académico de la lengua.
MONÓLOGO DEL HABITANTE
El día empieza a desenvolver su cola de botellas.
Abro la ventana que indiscretamente mira sobre el hombro de la ciudad
y veo las fábricas de papel, las panaderías, las bicicletas
y una anciana comiendo frutas podridas;
el hambre es una brasa en cada estómago.
El fragor de las máquinas escala las paredes.
Estoy casi desnudo, bebiéndome de codos un rayito de sol,
no soy nada romántico, sino un complicadísimo hombre
con los zapatos grandes y la frente estrellada.
Las calles, con sus lenguas de ladrillo,
sienten el despertar del peso de la tierra,
atropellada por los niños que marchan al colegio.
Un perro olfatea células de aceite negro,
son las manchas que dejó la noche adentro de un bote de basura.
Pienso en los dioses que hoy amanecieron
con todos los cántaros de su mal genio rotos.
No me he rasurado todavía, tengo en la cara la yerba dura
que crece con la llovizna de los sueños,
y hay en mi boca un desagradable sabor de metal oxidado.
Anoche, mientras la televisión me hacía gestos de colores,
me maldije.
Yo tengo algunos libros
en donde leo y aprendo lo que está prohibido;
los libros tienen sexo,
uno los viste con atención para que luzcan guapos,
les compra pantalones y corbatas,
camisas, calcetines y sombreros;
son hombres y mujeres, se emborrachan, se asean,
comen, les gusta ver llover
y hasta pueden parir de una leída
un hijo de metal con ojos de águila y relincho de potro.
Desde una ventana
cualquiera puede fotografiar los talones de la luna
olorosos a nardo,
sentir en las narices el talco azul de alguien que se recuerda,
los trenes y los aviones reventando
de tanto ir y venir por esta madre bolonda que es la vida.
Uno puede pensar en un grupo de poetas
que van saliendo de un cabaret en París,
o simplemente en la gente que camina.
Desde una ventana
el mundo es la fábrica de los pordioseros ambulantes,
pero también el trono desde donde la discordia
imparte sus lecciones
de burla, desigualdad y prepotencia.
Veo esta calle y otra que no es la mía.
Veo la casa que estamos pagando en abonos
y las demás con sus luces prendidas.
Pero miro también, oyendo su boruca,
a las señoras que se dan un beso
en los cachetes cuando se saludan.
Al que escribe su ira en las paredes,
al Papa muy feliz en su elefante,
al que en los restaurantes se detiene
a pedir una orden de basura.
Al que eructa el hígado en pedazos,
los talones del hijo del obrero,
la llaga multiforme del salario
y al que encontró los huesos de la lluvia
en un baldío que ahora nadie siembra.
Veo el mundo que es la casa de todos.
Desde aquí me doy cuenta de la vida:
el mismo navegar de taxi en taxi,
el largo escalofrío de las quincenas,
el rostro sin color de los que deben
y oigo el viento que no es la ira de Dios
escapada por la boca de un cura
sino la providencia que se extiende
a cada instante sobre todos los pueblos
y el que es, además, esa enorme alegría
que por las mañanas me persigue
hasta en los recipientes donde orino.
Veo al que sale a ver quién lo contrata
y lo encuentra la tarde cabizbajo.
Al que en rebanadas se come la amargura
y al que llega a los bares
pidiendo un seno en lugar de un trago.
A los que esperan la caída de un milagro
del árbol de las creencias.
A los que amasan el porvenir en la congoja
y al que silba al cruzar un sitio oscuro.
Veo al que llora por lo que le dan
por un mes de suspiros y trabajos.
El palacio al que no se llega nunca.
La baba del turista que se escurre
desde los monumentos hasta el mar.
Al que no va a hacer nada a la oficina.
Al locutor que a todos amenaza.
Al que finca su fe en los aguaceros.
A los que se dedican al descanso
y a los protervos de buena voluntad.
Pienso en los ríos donde alguna vez nos bañamos
y en las ciudades donde no fuimos nadie.
Veo la historia arreando personajes
bajo un sol que no piensa nada de ellos.
Veo la luna en las muletas de su luz,
la paloma del Diluvio Universal
y la chusma que huele a cualquier cosa.
Con ajetreo de bueyes se divisan
los funcionarios en sus trajes públicos.
Y los poetas que se desnocharon
buscando algún remedio en las cantinas.
Veo al que oye zarpazos de pelea
adentro de la jaula de su estómago
y veo brillar el vientre de la dicha
en los lugares donde se merienda.
Al que halla que sus muebles pesan mucho
cuando se muda de departamento.
Al que le salta lumbre cuando grita.
Al que se le hinca al viento cuando bebe.
Al que habla de sus deudas con los santos.
Al que se recibió de comerciante
pero hizo la carrera de abogado.
Al que pone el manojo de los hijos
delante de las tiendas.
Y al que ama según el Mandamiento
escrito en una piedra de la Biblia.
Veo al que pica y al que se deshace
en la sal granulada de su suerte.
Muchachos que en la escuela se fuman una viga.
Imbéciles que se hinchan si los toca
la alabanza que tiene muchas manos.
Varones que se venden al sistema
que es el mercado donde está la patria
colgada como res en una percha.
Y los que piden paz en los periódicos:
altos hombres sentados a dos nalgas
firmando cheques que les manda el cielo.
Al notario con mugre en las orejas,
al profesor con pelos en el alma.
al licenciado que anda de maestro,
al sacerdito que es ya sacerdote,
al psiquiatra que vuelve loco al mundo,
al albañil que atónito contempla
la punta de su esfuerzo ya sin punta;
la secretaria estúpida y pintada
de la piel y los pelos como un mono;
la religiosa cara de lechuza,
el caballero de barriga enhiesta,
la señorita que se mea de lado,
las actrices vendidas como cabras,
el escritor parido por decreto,
el presidente arreando su manada,
la república a bordo de su nube,
los industriales socios de los buitres,
la policía que roba la confianza,
la mujer con su hachazo entre las piernas
y todos cuantos corren
a consumir inútiles refrescos.
El día se amarra las agujetas,
abre el paraguas rojo que siempre trae consigo
para decirme que estúpidamente he perdido el tiempo
imaginando situaciones justas;
suda, le huelen los establos, el sol, la muchedumbre,
se va, sube de prisa;
me llaman por teléfono.
ESPERANDO A MI HERMANO
Esperando a mi hermano
veo el reloj,
me asomo hacia la calle
y tenso el músculo del alma.
El día se acoda sobre un inflado viento de tizones
y hay por toda la casa
un delicado aroma de visita.
Mi hermano es un hombre de huaraches
y camisa con manchas de trabajo.
Le voy a preguntar por nuestro pueblo
y él dirá con tristeza que todavía no llueve,
o que ya se murió don Juan el músico,
o que la viuda Elena anda penando.
La ciudad a estas horas
se refugia debajo de sus lozas de concreto,
entre ventiladores y cervezas.
Apesta a alcantarilla y combustible,
le encaja el sol su lanza a media nuca.
Mi hermano es enjuto de facciones
pero tiene la mirada de un ave solitaria.
Le ofreceré una silla junto a mí
para escuchar su plática de pobre;
me pedirá un cigarro y un refresco.
Pasaremos un largo rato juntos
como cuando de niños en el cerro
sembrábamos maíz,
hasta que el polvo de la tarde caiga,
nos irrite los ojos y nos haga llorar.