miércoles, 22 de septiembre de 2021

Carlos Martínez Rivas / (5 poemas)

 




Mundo


Dios hizo el agua

El Diablo la echó en el vino

 

Dios hizo la ventana

abierta para el hombre

interior

El Diablo la puerta

cerrada para el de afuera

 

Dios  hizo el pan

El Diablo su precio

 

Dios hizo las mejores

palabras ocultas

El Diablo las que sobran

 

Dios nos hizo juntos

El Diablo nos falsificó

separados

 

Dios te hizo una

El Diablo otra

 

Yo te esperaba

Pasaste sin mirarme.

Te escribí entonces un epigrama

como una ortiga.

Pero ¡Ay, tú no lo leerás.

Tú nunca lees versos, mi niña!          

 

Las  vírgenes prudentes


¿Quién es esa mujer que canta

en la noche? ¿Quién llama a su hermana?

De país en país, esa rapsoda que vuelva en el viento

por encima del mar tenebroso donde culebrea el cielo?

 

¡Salidle al encuentro!

Ella, la enamorada.

Ella nada más, y su hermana.

¿Ese viento que canta?

 

Es la voz del amor. La voz del deseo del amor que se alza

en la noche alta.

Sobre la potencia de la ciudad, esa voz que gira.

Esa aria exquisita!

 

Sólo esa nota vibra en la noche helada.

Esa arpa sola tañendo en la noche vasta.

Ese único silbo penetrante de la pureza.

Sólo esa serenata encantada.

 

Y el amor de las hermanas!

De las estrellas protegiendo sus llamas

para el Deseado que tarda.

Nada sino eso: el cañaveral de las desposadas

y la sombra alargada del Ladrón que escala.

 

Canta la noche y las llanuras solitarias

sometidas al hechizo de la luna. Claras,

vacías súbitamente al paso de las hermanas.

Al paso de la bandada blanca de las vírgenes hermanas.

 

Las que se entregaron al amor.

A quienes no se les concedió sino el amor.

 

Las Vírgenes Prudentes cuchicheando en la alcoba [estrellada.

Bajando la voz y subiendo la llama.

Cerrándose en medio de su sombra. Desapareciendo detrás

 

[de su lámpara.

 

Aquí sólo tienes abismo. Aquí sólo hay un punto fijo:

el pábilo quieto ardiendo y el halo frío.

 

Aquí vas a rasgar el velo.

Aquí vas a inventar el centro.

Aquí vas a tocar el cuerpo

Como toca un ciego el sueño.

 

Aquí podrás soplar y apagar tu secreto.

Aquí ya podrás quedarte muerto.

 

Pequeña moral


Van dirigidas estas líneas a quien poseyó:

 

la Belleza, sin la arrogancia

la Virtud, sin la gazmoñería

la Coquetería, sin la liviandad

el Desinterés, si la desesperación

el Ingenio, sin la mofa

la Ingenuidad, sin la ignorancia

 

 

todas las trampas de la feminidad, sin usarlas.

 

No

 

Me presentan mujeres de buen gusto

Y hombres de buen gusto

Y últimos matrimonios de buen gusto

Decoradores bien avenidos viviendo en medio

de un miserable e irreprochable buen gusto

Yo sólo disgusto tengo.

 

Un excelente disgusto, creo.

 

Los perdedores caen en la lona

 

Ser el ganador es una vulgaridad.

 

Yo, personalmente, me sentiría abochornado

si me levantaran el brazo ante la multitud

en el cuadrilátero bajo una luz de oprobio.

 

¿Por qué?

¿Porque derribé a un luchador solitario

que ni siquiera combate conmigo

sino consigo

y a lo mejor era mejor que yo?

¿Por qué no le levantan el brazo también

al que está en la lona caído

si peleó lo mismo?

 

Gene Tunney era mejor que Dempsey.

No un bruto. Un científico. Un poeta

que escribe en su Autobiografía, ARMS FOR LIVING:

“Allí estás solo.

No hay amigos allí. Te la juegas sin nadie.

No hay partidarios excepto tus brazos”.

 

El perdedor estudió su técnica en anteriores

combates. La suya y la del adversario.

Las comparó en rollos de películas proyectadas

en el comedor, después de la cena, con sus hijos.

Niños de ardientes pómulos confiados en su fuerza.

 

Seguros de la victoria del padre.

 

Pero tal vez el perdedor estaba

perdidamente enamorado de su esposa

y roto por el insomnio.    Como Jack Brennan.

—Sí.    Como Jack Brennan.

 

Y durmió mal la víspera del encuentro.

No le respondieron los reflejos.

Se le agarrotaron los tendones del muslo.

Demasiado clinch.

Deficiente trabajo de piernas y juego de cintura

frente al otro: sereno, manteniendo

la guardia ortodoxa sobre la pierna izquierda

hasta el gancho mortífero,

como el gesto del embozado en el cartón de Goya.

 

El sudor del esfuerzo espaldar.

El tallado torso refulgente como diamante.

Un prisma proyectando un espectro de brazos

como luz en haces.

 

Pero nadie sabe que uno piensa cuando boxea.

Piensa en una caja de música de niños

y una esposa en trámites de divorcio.

Sentada Dios sabe dónde.

Dos ojos neutros en trámite de divorcio.

 

Ganar: vergüenza profesional.

Perder: destino sin concesiones.

Si todos somos, nadie es más grande.

Si la victoria de uno es la derrota de otro,

toda victoria es, en algún lugar,

un fraude.

 

Carlos Martínez Rivas (Guatemala- Nicaragua)

En 1953 publica en México su obra más importante, La insurrección solitaria, que es además su último libro publicado. En 1984 obtuvo el Premio nacional Rubén Darío, con el libro Infierno de cielo, que no permitió en vida que fuese publicado. Tuvo a su cargo una cátedra con su nombre en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua (1991 y 1993), donde expuso sus trabajos críticos sobre literatura y artes plásticas. Falleció el 16 de junio de 1998 en el Hospital Bautista de Managua. Obras: El paraíso recobrado (1943), La Insurrección Solitaria (1953), Poesía Reunida (2007), Como toca un ciego el sueño, antología (2012).

                                        

 


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