miércoles, 10 de noviembre de 2021

Sharon Olds (11 poemas )

 






UN TIEMPO DE PASIÓN

 

Después entramos en un tiempo de pasión tan

extrema que era casi calma, el cuerpo

duplicaba lo que quería soportar. La angustia

y el placer jugaban una con otro. Nos salíamos de lo que yo había

pensado era el camino, y volvíamos fácilmente.

Y todo se hacía bajo una luz tranquila, como si nuestros

sueños infantiles se hubieran despertado, el antiguo

equilibrio de poderes desnudo en el cuarto,

el chasquido ocasional de una palmada cargada de lujuria dulce

y extrema. Cuando me oía a mí misma pidiendo cosas,

mi susurro grave era como el siseo

de alguna otra criatura. El sexo había sido

como música, alto y brillante como la luna,

azúcar como la leche que había saltado en un pequeño

arco desde el pecho. Había parecido que estábamos desatados

como el fuego puede desatarse de la tierra,

o el aire del agua, que éramos flores que las estaciones

abrían y cerraban, habíamos sido interpretados. Ahora

éramos dos personas, jugando la una con la otra,

como si no hubiera habido nada sagrado. Ahora,

entraban la voluntad, el abandono del cielo,

y extremos de emoción que yo no había sabido que existieran

fuera de las habitaciones donde las personas se lastiman unas a otras.

Nos amábamos. Nuestro nido había estado vacío

por unos años ya. Encerrados juntos, o un

dedo de uno tocando un

pezón del otro, volábamos de cabeza hacia

la tierra y salíamos de ella, como ensayando.

Nunca se me cruzó la idea de que él ya no me

amara, de que hubiéramos dejado el reino del amor.


ACEITE DE PESCADO

 

Una medianoche, llegué a casa después del trabajo

y el departamento apestaba a pescado

frito. Todas las ventanas estaban cerradas,

y todas las puertas, abiertas, de

la sartén y la espátula se desprendía una espiral

espesa de oliva y bacalao. Mi marido

dormía. Abrí las ventanas y cerré

las puertas y puse los platos en la pileta

y los sumergí en detergente. Al día

siguiente le fui con el chisme a una amiga, y ella dijo,

algunos podrían vivir con eso, y hasta

aprender a disfrutar del olor a frito. Y esa noche,

miré a mi amor, y quien él es

me tocó el fondo del corazón. Busqué

una botella de extra-extra virgen,

y una receta de filete de mar en

aceite de oliva, llené los cuartos con

volutas de perfume de aleta, el contorno

en la arena que dibujaron los primeros cristianos,

el lazo que significa seguridad, que significa yo también,

recordé el ceño fruncido de mis padres frente a cualquier

dejo de olor fuera de la cocina,

el escalofrío calvinista, en esa casa, frente a la dulce

grasa de la vida. Yo había venido a mi compañero

aturdida, anhelante, un poco de sal

en su canasto de pesca, una chica en aceite,

su plato. No había sabido que uno

pudiera aprobar a otro completamente – que uno pudiera

despertarse un día rancio, que uno pudiera despabilarse

del sueño del enjuiciamiento.

 

 

LA PROMESA

 

Con el segundo trago, en el restaurant,

tomados de la mano sobre la mesa vacía,

hablamos de eso otra vez, renovamos nuestra promesa

de matarnos el uno al otro. Estás tomando gin,

el enhebro azul noche

se disuelve en tu cuerpo, yo tomo Fumé,

mastico su tierra fragante y ahumada, estamos

recibiendo tierra, ya somos en parte polvo,

y donde sea que estemos, estamos también en nuestra

cama, encajados, desnudos, a lo largo uno del otro,

cercanos, embriagados

después del amor, entrando y

saliendo del borde de la conciencia,

nuestros cuerpos felices, entrelazados. Tu mano

se tensa sobre la mesa. Te da miedo

que me acobarde. Lo que no quieres

es agonizar en una cama de hospital por un año

después de un infarto, incapaz

de pensar o de morir, no quieres

que te aten a una silla como a tu impecable abuela,

profiriendo insultos. El cuarto en penumbras

a nuestro alrededor,

globos de marfil, cortinas rosadas

ceñidas por la cintura —y afuera

un anochecer de verano tan leve,

alto, luminoso. Te digo que no me

conoces si creer que no te

mataré. Piensa en cómo hemos flotado juntos,

mirándonos a los ojos, pezón contra pezón,

sexo sobre sexo, las mitades de una criatura

resurgiendo hasta el borde de la materia

y sobrepasándola —me conoces de la brillante

sala de partos salpicada de sangre, si un león

te tuviera entre sus dientes yo lo atacaría, si las sogas

que ataran tu alma fueran tus propias muñecas, yo las cortaría.

 

 

ÚLTIMA HORA

 

En medio de la noche, me hice una cama

en el piso, alineándola fielmente a mi madre,

la cabecera hacia las colinas, los pies hacia la Bahía donde

los pájaros vadean para buscar moluscos —me acosté,

y el primer cascabel de la muerte sonó

con su autoridad del desierto. Ella tenía ese aspecto de

niño cantor en un ventarrón,

pero su cara se había vuelto más material,

como si los tejidos, almacenados con su vida,

estuvieran siendo reemplazados desde algún abastecimiento general

de jaleas y resinas. Su cuerpo la respiraba,

crujidos y chasquidos de mucosidad, y después

ella no respiraba. A veces parecía

que no era mi madre, como si hubiera sido sustituida

por un ser más adecuado a esa tarea,

una criatura más simple y más calma, y sin embargo

saturada del anhelo de mi madre.

La palma de mi mano le rodeaba la coronilla

donde latía su corazón feroz, la otra mano sobre su

hombro pequeño, me mantuve a la par de ella,

y entonces empezó a apurarse,

a adelantarse, después se quedó quieta y su

lengua, manchada como motas de maná,

se levantó, y un jadeo se formó en su boca,

como si lo hubieran forzado a entrar, después la calma. Después otro

suspiro, como de alivio, y después

la paz. Esto siguió por un rato, como si ella estuviera

expresando, sin apuro,

sus sentimientos sobre este lugar, su tierra

y apesadumbrada conclusión, y después, contra

la palma de mi mano en su cabeza, el regalo de no

sufrir, ningún latido;

por momentos, sus latidos parecían curvarse—

y después sentí que ella no estaba allí,

sentí como si ella siempre hubiera querido

escaparse y ahora se hubiera escapado.

Entonces se transformó,

despacio, en una cosa de hueso,

que marcaba el lugar donde ella había estado.

 

MADRE PRIMERIZA

 

Una semana después de que naciera nuestra hija,

me arrinconaste en la habitación de huéspedes

y nos hundimos en la cama.

Me besaste y me besaste, mi leche desató su

nudo corredizo y caliente a través de mis pezones,

empapó mi blusa. Toda la semana había olido a leche,

leche fresca, agria. Empecé a latir:

mi sexo había sido desgarrado como un trapo

por la corona de su cabeza, me habían cortado con un cuchillo

y cosido, los puntos tiraban de la piel—

y la primera vez que te rompen, no sabes

que vas a cicatrizar, mejor que antes.

Me acosté con miedo y sangre y leche

mientras me besabas y me besabas, tus labios calientes,

hinchados como los de un adolescente, tu sexo grande y seco,

todo tú tan tierno, te inclinaste sobre mí,

sobre el nido de puntadas, sobre

lo rajado y desgarrado, con la paciencia de alguien que

encuentra un animal herido en el bosque

y se queda con él, a su lado

hasta que vuelva a estar entero, hasta que pueda correr de nuevo.

 

LOS NO NACIDOS

 

A veces puedo ver, alrededor de nuestras cabezas,

Como mosquitos alrededor de un farol en verano,

Los hijos que podríamos tener,

El brillo tenue de todos ellos.

 

A veces los siento esperando, adormecidos

En algún vestíbulo –sirvientes, casi–

Escuchando el timbre.

 

A veces los veo mintiendo como cartas de amor

En la Oficina de Cartas Muertas

 

Y a veces, como esta noche, de oscuro

Reojo puedo sentir sólo a uno de ellos

Parado al borde de un acantilado frente al mar

En plena oscuridad, estirando sus brazos

Desesperadamente hacia mí.

 

PRIMERA HORA

 

Esa hora, fui más yo misma que nunca. Me había sacado

a mi madre lentamente de encima, estaba acostada ahí

respirando por primera vez, como si

el aire del cuarto me estuviera soplando

como a una burbuja. Todo lo que tenía que hacer

era salir por la línea de mi mirada y volver,

salir y volver, en la seda de la gravedad, la

presión del aire una caricia, oliendo en mí

la sangre cremosa de ella. El aire

me tocaba suavemente la piel y la lengua,

entraba en mí y sacaba los pequeños

suspiros que yo no sabía que eran míos.

No tenía miedo. Estaba acostada en la quietud

y miraba, y me dedicaba al pensamiento sin palabras,

mi mente recibía su oxígeno

directamente, la rica mezcla por boca.

No odiaba a nadie. Miraba y miraba,

y todo era interesante, yo era

libre, todavía no enamorada, no

pertenecía a nadie, no había bebido

leche, todavía – nadie tenía

mi corazón. No era muy humana. No

sabía que existía alguien más. Estaba acostada

como un dios, por una hora, después vinieron a buscarme,

y me llevaron con mi madre.

 

EL SALTO DEL CIERVO

 

En ese instante

la ilustración en la etiqueta de nuestro tinto preferido

se asemeja a mi esposo, lanzándose hacia el precipicio

en su fervor por liberarse de mí.

Su piel es áspera y cómoda; su rostro

plácido, en trance, rumiante;

cada miembro de la fúrcula llega hasta sus ancas,

cada púa se extiende derecha, hacia arriba;

las ramas, modelos de su cerebro, arcaico,

indomable. Alinea su osamenta al alzar vuelo

desde la orilla del precipicio,

fabuloso.  Cuando alguien se fuga,

mi corazón salta. Incluso cuando huyo de mí misma,

la mitad de mí está con quien se marcha.

Todo es callado, vacío cuando él se va.

Me siento un paisaje, una tierra sin forma.

Sauve qui peut  —deja que se salven los que puedan.

Una vez vi un grabado en las astas de un gamo

donde alguien pequeño era crucificado.

Me siento su víctima, él parece la mía.

Me preocupa que las alargadas piernas del ciervo

se tuerzan al lanzarse. Oh mi pareja.

Fui ilusa de su fidelidad, como si fuera un halago

más que un estado parcial de sueño.

Y cuando escribí sobre él ¿Sintió que debía caminar

con mis libros apilados sobre su cabeza

para mejorar su postura, o con un marco de cuernos

como esos colgado frente al cazador

que se baja un trozo de carne de venado con sauvignon?

¡Oh salta, salta! ¡Cuidado con las rocas!

¿Acaso el antiguo voto debe desearle felicidad

en su nueva vida, incluso gozo sexual?

Temo que sí, al inicio,

cuando aun no pueda diferenciarnos.

Bajo su velludo vientre, a lo lejos,

se observan las motas alineadas del viñedo,

sus vides sin reventar, sus raíces limpias,

sus botellas crecen en los extremos de sus cerbatanas

tal oscuros, frescos, vacilantes gemidos.

 

LA ÚLTIMA HERIDA

 

Cuando mi hijo llega a casa del viaje de fin de semana

en el

que se clavó un trozo de acero del

techo de un coche y se abrió la cabeza

y le afeitaron la herida y la desinfectaron

y le dieron puntos, se acerca a mí

sonriendo con orgullo y miedo, y poco a poco

inclina la cabeza, como para el dios del trauma,

y ahí está, el cuero cabelludo azul grisáceo como la

piel de un cadáver, la superficie fría y

gelatinosa, el corte largo y rectilíneo

como si fuera deliberado, las

suturas a ambos lados como terribles

marcas de la voluntad humana. Le digo

Increíble, arrimo su cabeza en dirección a mi estómago

con suavidad, la piel desnuda de la parte superior

que tiembla como piel de leche hervida

y azulada como la epidermis de un mono

extraído muerto de su madre, el

crecimiento leve del cabello fino como una

promesa. Acuno su cerebro en mis brazos como

una vez mecí todo su cuerpo,

entregado, y el área de la herida resplandece

gris y translúcido como la cabeza de un pardillo

cuando se

tambalea al borde del nido, el corte una

línea media en descenso por el cráneo, la carne

gelatinosa, los puntos negros, la hendidura que dice

me lo llevo, el hilo que dice lo devuelvo.

 

 

VEO A MI NIÑA

 

Cuando te vas de campamento y me despido, te veo

doblar el cuello por el peso del chelo, veo

ni pequeño torso bajo la

carga de la mochila pesada del mismo modo en que

una piedra reposaría sobre el cuerpo de un niño, y

de repente veo tu bondad, el peso de tu

bondad paciente y tenaz a medida que arrastras tus

cosas al avión, te pareces a una viejecita

de huesos pequeños de la Europa más oscura

que avanza hacia la tercera clase, que carga con todos los

bienes de la familia.

De repente todo el aeropuerto está lleno de tu bondad, tu

cabello fino parece tallado por la bondad, tu

pálido rostro parece desangrado, con

esa mirada atenta hacia arriba tienes el aspecto de

alguien que permaneciera bajo una losa.

Durante mucho tiempo recé para que fueses buena,

recé para que no fueses algo así como un Hitler del

mismo modo en que yo de niña temía ser Hitler; pero

no quería expresarlo así, la opresión de la bondad, la

ausencia de vida. Me pides algo para comer

y mi corazón salta, te quito la mochila de la espalda y

 dejamos

tu chelo contra una silla y

luego ya me puedo sentar y verte comer pastel de

chocolate,

con cuidado una cucharadita tras otra, tu

lengua que se mueve lentamente sobre esa mezcla

en el profundo placer, Qué bueno está, mamá,

qué bueno está, sonríes, y el aire que te rodea la cara

brilla con el oscuro brillo escindido de la bondad.

 

CUANDO MI HIJO ESTÁ ENFERMO

 

Cuando mi hijo está tan enfermo que se duerme

a mitad del día, la cabeza pequeña, ovalada

y dura con tanto dolor que

prefiere olvidar la conciencia como

alguien que cuelga de una cuerda en llama

dejando ir su vida, me siento y

apenas respiro. Pienso en la

piel medio líquida de sus labios,

inflamada y mellada con ranuras rojas como

fisuras en la corteza de un volcán, desde

donde se puede ver el fuego. Aunque estoy

al otro lado del pasillo, veo los

bultos frenéticos de sus globos oculares tirando

de los párpados verdosos, sus sienes

rojas y agrias de dolor, su piel

como oro pálido, como mantequilla fría que luego

cambia un poco a mantequilla rancia hasta que

le salen pecas que se pueden extender, islas negras

y pequeñas de moho, duerme el sueño

terrible del enfermo, su corazón esforzado

que late como un conducto en su cuerpo, como un

zapato golpea las barras de acero cuando

alguien quiere que lo dejen salir, me

siento, me siento muy quieta, estoy en las

afueras del mundo, en el límite descubierto

cuando se supo que era plano; el borde desgarrado,

grueso y de barro negro, los vasos y las

venas y los tendones que cuelgan

en suspenso,

cuando mi hijo está enfermo me siento en el borde de

la nada y me cuelgan las piernas

y a veces dejo caer un zapato

para entregarle algo.

 


Sharon Olds (San Francisco, 1942). Poeta norteamericana, ha recibido reconocimientos como el National Book Critics Circle Award 1984, el San Francisco Poetry Center Award 1980, el Premio T.S. Eliot 2012 y el Premio Pulitzer de poesía 2013 con su poemario titulado Stag’s Leap (El Salto del Ciervo).

 

 

 

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