viernes, 30 de enero de 2009

FRANCESCA BORJAS


I

En ocasiones

Dios levemente

se recuesta en nosotros.

Entonces

sentimos el esplendor de su peso.

En el estremecimiento

de vernos dibujados

en la mirada del otro.

En el desconcertante

vértigo del vacío.



Y así, bajo la extensión de su arco

nos hace saber de su existencia.


II

Cúbreme de cal

y arrójame al patio

junto al café.

Déjame secar al sol

hasta que la memoria

ya no me acompañe.

Haz de mis huesos

fuego para tu hoguera

y de mi palabra

flores para tus prados.


III

La mujer justa alza el oxidado báculo y

sopesa con mordaz precisión

la ligereza de sus cabellos cobrizos.

Impone su ley y ciñe la precaria ilusión

danzar con pies desnudos

no está permitido.

La fétida palabra golpea el aliento

los sueños de las hadas caen

ante el peso del metálico tamo

la vergüenza arrastra

un sabor a herrumbre en la boca.

Desde la espalda asoma

por sobre el hombro izquierdo

la gárgola, su rostro torcido por la mueca

de una burla perpetua rompe a carcajadas.

Ríe de su aspecto contrahecho.

Ráfagas se reflejan frente al espejo de la memoria.

Todo duele, el beso cálido en la nuca,

el gemido de la bestia en el abismo,

la espada erguida para aniquilar la palabra ambigua

al yacer en el muro silente.

Por un tiempo vaga desorientada

busca en el espesor de los bosques

en el torrente profundo de los ríos

los retazos de aquella con el vigor inagotable.

En la búsqueda, las virutas de metal

cubriendo el pálido rostro se desprenden

dejando sobre su rastro una efímera estela de orgullo.