miércoles, 11 de junio de 2008

José Barroeta


Jose Maria Barroeta Paolini (1942-2006) Venezuela. Poeta. Abogado (UC) Doctor En Literatura Iberoamericana (Universidad de Paris,1981). Profesor de la Escuela de Letras de la Universidad de los Andes desde 1975. Pertenecio a los grupos Literarios “Tabla Redonda” (1959), “El techo de la Ballena (1961), “Tropico uno” (1964, Puerto la Cruz) y en “Haa” (1965).


Entre sus libros están Obra poética 1971-1996 (Ediciones El Otro, El Mismo, 2001) y Presencia lírica completa, que recoge los libros Todos han muerto (1971), Cartas a la extraña (1972), Arte de anochecer (1975) y Culpas de juglar (1996).

Entre sus distinciones destacan: Primer premio en el festival Nacional de la juventud (1968) con Todos han Muerto. Premio Literario Pro-Venezuela. Seccion Poesia (1974) Con su libro Arte de Anochecer. Primer premio Bienal de Literatura “Miguel Otero Silva” (Ateneo de Barcelona, 1982) con Fuerza al dia.



El capitán

Al capitán de capa roja y bucles azules
se lo llevó muy lejos el viento del puerto.
Regresó con sus navíos colmados de sedas
y pudo sentarse cerca de su mujer y sus hijos
en el palco de toros.

Su mujer, ya vieja, no lució las bellas telas
y sólo el hijo mayor, ducho en cetrería,
las aireó en los prados.

Acompañado de su hija, todavía doncella,
hundió naves y sedas y pedrerías
y el recuerdo de sus viajes.




Una rusa

A Luis Camilo Guevara y Víctor Valera Mora

Tania Voroshilov
es la rusa a quien hablo soñando.
El oso de sus pies me seduce y vuélvese nieve
todo el amor.
Todo ha sido soñar y recorrer con ella
la estepa,
todo ha sido echarme en las flautas
de su cabeza.
Todo el cuerpo de Tania Voroshilov lo he conseguido
soñando.
Al apagar la luz de mi cuarto ya la tengo,
cerca de mí en Leningrado. Y en las aceras de la ciudad
que lleva el nombre del gran jefe,
Tania Voroshilov baila desnuda. Me entrega su iluminado sexo
en forma de alcohol.
Tania Voroshilov es como el nombre de mis lecturas
de los quince años. Allá en la mesa de aldea que humedece
la lluvia,
la foto del camarada Lenin se confundió entre libros
y yo esquié sobre su helada y calva cabeza, siempre tomado
de la mano de Tania Voroshilov.


Todos han muerto

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me consolaba
y estaba segura, como yo,
de que habían muerto todos.
Me acostumbré a la idea de saberlos callados
bajo la tierra.

Al comienzo me pareció duro entender
que mi abuela no trae canastos de higo
y se aburre debajo del mármol.

En el invierno
me tocaba visitar con los demás muchachos
el bosque ruinoso,
sacar pequeños peces del río
y tomar, escuchando, un buen trago.

No recuerdo con exactitud
cuándo empezaron a morir.
Asistía a las ceremonias y me gustaba
colocar flores en la tierra recién removida.

Todos han muerto.
La última vez que visité el pueblo
Eglé me esperaba
dijo que tenía ojeras de abandonado
y le sonreí con la beatitud de quien asiste
a un pueblo donde la muerte va llevándose todo.

Hace ya mucho tiempo que no voy al poblado.
No sé si Eglé siguió la tradición de morir
o aún espera.


Amapola

Cuando me encuentre con el sucio otoño y el paño
primaveral.
Cuando estés tú desnuda sobre los cráneos que amaron
y los fervientes estemos muertos,
y las hojas sean mías sobre esa colina. Oh, amapola.
Cuando mi alma atraviese la Estigia y mi memoria teja ruidos
en el vacío.
Cuando tú y yo amapola
conozcamos a Vivaldi y a Enrique Ibsen. Y yo duerma sobre ti
y tú sobre mí. Oh, amapola,
Oh dulce y bella flor mía.


Oculto


A qué oficio debo someterme;
a qué luna de las siete que vuelan
sobre la cerviz de mi padre vivo
debo festejar.
Qué oro debo dar a la muerte
si no hay abismo debajo de mí
ni más arriba
sino en mí todo encerrado como en los
frutos.
Algo me oculta,
quizás la inclinación perversa de quedar
en el bosque amarillo donde me crié,
en el azul nervioso de los cerros.



Arte de anochecer

Hay un arte de anochecer.
De la entrada del cuerpo al alma,
de la niebla a la redondez
y del círculo al cielo;
hay un arte de luz,
un campo donde anochecer
es mirar la vida
con el cuerpo cerrado.
Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.
Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.


Diluvios

Fuimos derrotados por puestas de lluvia
impresionantes.
Escondidas las aguas era necesario salir,
hacer hogueras.
Con el agua el perfume de estar solos
desaparecía
y apenas el olor de la tierra mezclada
adquirió sentido de lo efímero.
Derrotados por la guerra fluvial creamos un poderío
inalcanzable
y ni siquiera la audacia de destruirnos albea.
Hay que comenzar por tres hombres, por tres rosas
o por tres conejos.
No podemos seguir con el hombre de barro
y con la rosa cursi.
En alguna parte una mujer debe tener
costillas
para que salga un hombre.
A lo mejor el día tiene reveses y solo no me
basto.
A lo mejor he dejado fuera del cuchillo mi cuerpo.
Soy el paraíso,
el que tuvo velas de pieles de serpiente
para montar,
dos a dos,
en el arca.


Hechos

Recuerda el jardín. Aquellos caballos tienen flores,
un espejo irrepetible en los casos, una mudez para
el deseo y otra para las aguas.
Una humedad tuya cae a otra sombra
y son de piedra soleada los ritmos,
los hábitos de ese guardián que no ha tenido
noche.
A prisa una bahía cambia
y marcha con una rosa en busca de la ciudad
perdida,
en busca de nadie bajo el vidrio del día.


Fábula

Si yo pudiera ser adolescente.
Mover piedras azules en el río.
Cantar con pájaros.
Si la piedra del cielo
me diera con la cara
sobre la piedra mía
y se abriera la noche
con espantos y todo
y lloviera.



Junio

A Luis y Betania

De qué tonalidades al mirar en el
amanecer
están hechas mis manos
y afuera, en el mundo,
qué coloridos tienen las raíces
y la piel del sapo recién salido apenas
de la charca.
Qué orígenes tiene esa sombra
que cae en mi pecho
como los duraznos,
atraída a mi soleada habitación
por la gravedad de mis nervios
o por el oblicuo temor
de que se quede allí,
por siempre,
o impida el paso a la sombra
verdadera.
De qué susto están hechos mis
latidos
en los momentos en que se escucha
un gallo misterioso
y el cielo es un azul de lactancia
que conmueve,
que impulsa sin tiempo alguno hasta
el fin.