jueves, 3 de junio de 2021

Rosario Castellanos / 6 poemas

 



EL OTRO


¿Por qué decir nombres de dioses, astros

espumas de un océano invisible,

polen de los jardines más remotos?

Si nos duele la vida, si cada día llega

desgarrando la entraña, si cada noche cae

convulsa, asesinada.

Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre

al que no conocemos, pero está

presente a todas horas y es la víctima

y el enemigo y el amor y todo

lo que nos falta para ser enteros.

Nunca digas que es tuya la tiniebla,

no te bebas de un sorbo la alegría.

Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.

Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,

lo que come es tu hambre.

Muere con la mitad más pura de tu muerte.


AGONÍA FUERA DEL MURO


Miro las herramientas,

El mundo que los hombres hacen, donde se afanan,

Sudan, paren, cohabitan.

 

El cuerpo de los hombres prensado por los días,

Su noche de ronquido y de zarpazo

Y las encrucijadas en que se reconocen.

 

Hay ceguera y el hambre los alumbra

Y la necesidad, más dura que metales.

 

Sin orgullo (¿Qué es el orgullo? ¿Una vértebra

Que todavía la especie no produce?)

Los hombres roban, mienten,

Como animal de presa olfatean, devoran

Y disputan a otro la carroña.

 

Y cuando bailan, cuando se deslizan

O cuando burlan una ley o cuando

Se envilecen, sonríen,

Entornan levemente los párpados, contemplan

El vacío que se abre en sus entrañas

Y se entregan a un éxtasis vegetal, inhumano.

 

Yo soy de alguna orilla, de otra parte,

Soy de los que no saben ni arrebatar ni dar,

Gente a quien compartir es imposible.

 

No te acerques a mi, hombre que haces el mundo,

Déjame, no es preciso que me mates.

Yo soy de los que mueren solos, de los que mueren

De algo peor que vergüenza.

Yo muero de mirarte y no entender.


POESÍA NO ERES TÚ


Porque si tú existieras

tendría que existir yo también. Y eso es mentira.

 

Nada hay más que nosotros: la pareja,

los sexos conciliados en un hijo,

las dos cabezas juntas, pero no contemplándose

(para no convertir a nadie en un espejo)

sino mirando frente a sí, hacia el otro.

 

El otro: mediador, juez, equilibrio

entre opuestos, testigo,

nudo en el que se anuda lo que se había roto.

 

El otro, la mudez que pide voz

al que tiene la voz

y reclama el oído del que escucha.

 

El otro. Con el otro

la humanidad, el diálogo, la poesía, comienzan.


SER DE RÍO SIN PECES


Ser de río sin peces, esto he sido.

Y revestida voy de espuma y hielo.

Ahogado y roto llevo todo el cielo

y el árbol se me entrega malherido.

 

A dos orillas del dolor uncido

va mi caudal a un mar de desconsuelo.

La garza de su estero es alto vuelo

y adiós y breve sol desvanecido.

 

Para morir sin canto, ciego, avanza

mordido de vacío y de añoranza.

Ay, pero a veces hondo y sosegado

 

se detiene bajo una sombra pura.

Se detiene y recibe la hermosura

con un leve temblor maravillado.


PARÁBOLA DE LA INCONSTANTE


Antes cuando me hablaba de mí misma, decía:

Si yo soy lo que soy

Y dejo que en mi cuerpo, que en mis años

Suceda ese proceso

Que la semilla le permite al árbol

Y la piedra a la estatua, seré la plenitud.

 

Y acaso era verdad. Una verdad.

 

Pero, ay, amanecía dócil como la hiedra

A asirme a una pared como el enamorado

Se ase del otro con sus juramentos.

 

Y luego yo esparcía a mi alrededor, erguida

En solidez de roble,

La rumorosa soledad, la sombra

Hospitalaria y daba al caminante

- a su cuchillo agudo de memoria -

el testimonio fiel de mi corteza.

 

Mi actitud era a veces el reposo

Y otras el arrebato,

La gracia o el furor, siempre los dos contrarios

Prontos a aniquilarse

Y a emerger de las ruinas del vencido.

 

Cada hora suplantaba a alguno; cada hora

Me iba de algún mesón desmantelado

En el que no encontré ni una mala bujía

Y en el que no me fue posible dejar nada.

 

Usurpaba los nombres, me coronaba de ellos

Para arrojar después, lejos de mi, el despojo.

 

Heme aquí, ya al final, y todavía

No sé qué cara le daré a la muerte.


 APUNTES PARA UNA DECLARACIÓN DE FE


El mundo gime estéril como un hongo.

Es la hoja caduca y sin viento en otoño,

la uva pisoteada en el lagar del tiempo

pródiga en zumos agrios y letales.

Es esta rueda isócrona fija entre cuatro cirios,

esta nube exprimida y paralítica

y esta sangre blancuzca en un tubo de ensayo.

 

La soledad trazó su paisaje de escombros.

La desnudez hostil es su cifra ante el hombre.

 

Sin embargo, recuerdo...

 

En un día de amor yo bajé hasta la tierra:

vibraba como un pájaro crucificado en vuelo

y olía a hierba húmeda, a cabellera suelta,

a cuerpo traspasado de sol al mediodía.

Era como un durazno o como una mejilla

y encerraba la dicha

como los labios encierran cada beso.

 

Ese día de amor yo fui como la tierra:

sus jugos me sitiaban tumultuosos y dulces

y la raíz bebía con mis poros el aire

y un rumor galopaba desde siempre

para encontrar los cauces de mi oreja.

Al través de mi piel corrían las edades:

se hacía la luz, se desgarraba el cielo

y se extasiaba -eterno- frente al mar.

El mundo era la forma perpetua del asombro

renovada en el ir y venir de la ola,

consubstancial al giro de la espuma

y el silencio, una simple condición de las cosas.

 

Pero alguien (ya no acierto

con la estructura inmensa de su nombre)

dijo entonces:  «No es bueno

que la belleza esté desamparada»

y electrizó una célula.

 

En el principio -dice

esta capa geológica que toco-

era sólo la danza:

cintura de la gracia que congrega

juventudes y música en su torno.

 

En el principio era el movimiento.

Cada especie quería constatarse, saberse

y ensayaba las notas de su esencia:

la jirafa alargaba la garganta

para abrevar en nubes de limón.

Punzaba el aire en las avispas múltiples

y vertía chorritos de miel en cada herida

para que el equilibrio permaneciera invicto.

 

El ciervo competía con la brisa

y el hombre daba vueltas alrededor de un árbol

trenzado de manzanas y serpientes.

Nadie lo confesaba, pero todos

estaban orgullosos de ser como juguetes

en las manos de un niño.

Redondeaban su sombra los planetas

y rebotaban locos de alegría

en las altas paredes del espacio

teñidas de antemano en un risueño azul.

 

No me explico por qué

fue indispensable que alguien inventara el reloj

y desde entonces todo se atrasa o se adelanta,

la vida se fracciona en horas y en minutos

o se quiebra o se para.

La manzana cayó; pero no sobre un Newton

de fácil digestión,

sino sobre el atónito apetito de Adán.

(Se atragantó con ella como era natural.)

 

¡Qué implacable fue Dios -ojo que atisba

a través de una hoja de parra ineficaz!

¡Cómo bajó el arcángel relumbrando

con una decidida espada de latón!

 

Tal vez no debería yo hablar de la serpiente

pero desde esa vez es un escalofrío

en la columna vertebral del universo.

Tal vez yo no debiera descubrirlo

pero fue el primer círculo vicioso

mordiéndose la cola.

Porque esto, en realidad, sólo tendría importancia

si ella lo supiera.

Pero lo ignora todo reptando por el suelo,

dormitando en la siesta.

 

Ah, si se levantara

sin el auxilio de fakires indios

a contemplar su obra.

Aquí estaríamos todos:

la horda devastando la pradera,

dejando siempre a un lado el horizonte,

tratando de tachar la mañana remota,

de arrasar con la sal de nuestras lágrimas

el campo en que se alzaba el Paraíso.

Gritamos ¡adelante! por no mirar atrás.

El camino se queda señalado

-estatua tras estatua- por la mujer de Lot.

Queremos olvidar la leche que sorbimos

en las ubres de Dios.

Dios nos amamantaba en figura de loba

como a Rómulo y Remo, abandonados.

 

Abandonados siempre.

¿De qué? ¿De quién? ¿De dónde?

No importa. Nada más abandonados.

Cantamos porque sí, porque tenemos miedo,

un miedo atroz, bestial, insobornable

y nos emborrachamos de palabras

o de risa o de angustia.

 

¡Qué cuidadosamente nos mentimos!

¡Qué cotidianamente planchamos nuestras máscaras

para hormiguear un rato bajo el sol!

 

No, yo no quiero hablar de nuestras noches

cuando nos retorcemos como papel al fuego.

Los espejos se inundan y rebasan de espanto

mirando estupefactos nuestros rostros.

Entonces queda limpio el esqueleto.

Nuestro cráneo reluce igual que una moneda

y nuestros ojos se hunden interminablemente.

Una caricia galvaniza los cadáveres:

sube y baja los dedos de sonido metálico

contando y recontando las costillas.

Encuentra siempre con que falta una

y vuelve a comenzar y a comenzar.

 

Engaño en este ciego desnudarse,

terror del ataúd escondido en el lecho,

del sudario extendido

y la marmórea lápida cayendo sobre el pecho.

¡No poder escapar del sueño que hace muecas

obscenas columpiándose en las lámparas!

Es así como nacen nuestros hijos.

Parimos con dolor y con vergüenza,

cortamos el cordón umbilical aprisa

como quien se desprende de un fardo o de un castigo.

 

Es así como amamos y gozamos

y aún de este festín de gusanos hacemos

novelas pornográficas

o películas sólo para adultos.

Y nos regocijamos de estar en el secreto,

de guiñarnos los ojos a espaldas de la muerte.

La serpiente debía tener manos

para frotarlas, una contra otra,

como un burgués rechoncho y satisfecho.

Tal vez para lavárselas lo mismo que Pilatos

o bien para aplaudir o simplemente

para tener bastón y puro

y sombrero de paja como un dandy.

La serpiente debía tener manos

para decirle: estamos en tus manos.

 

Porque si un día cansados de este morir a plazos

queremos suicidarnos abriéndonos las venas

como cualquier romano,

nos sorprende saber que no tenemos sangre

ni tinta enrojecida:

que nos circula un aire tan gratis como el agua.

Nos sorprende palpar un corazón en huelga

y unos sesos sin tapa saltarina

y un estómago inmune a los venenos.

El suicidio también pasó de moda

y no conviene dar un paso en falso

cuando mejor podemos deslizarnos.

¡Qué gracia de patines sobre el hielo!

¡Qué tobogán más fino! ¡Qué pista lubricada!

¡Qué maquinaria exacta y aceitada!

 

Así nos deslizamos pulcramente

en los tés de las cinco -no en punto- de la tarde,

en el cocktail o el pic-nic o en cualquiera

costumbre traducida del inglés.

Padecemos alergia por las rosas,

por los claros de luna, por los valses

y las declaraciones amorosas por carta.

A nadie se le ocurre morir tuberculoso

ni escalar los balcones ni suspirar en vano.

Ya no somos románticos.

Es la generación moderna y problemática

que toma coca-cola y que habla por teléfono

y que escribe poemas en el dorso de un cheque.

 

Somos la raza estrangulada por la inteligencia,

«La insuperable,

mundialmente famosa trapecista

que ejecuta sin mácula

triple salto mortal en el vacío.»

(La inteligencia es una prostituta

que se vende por un poco de brillo

y que no sabe ya ruborizarse.)

 

Puede ser que algún día

invitemos a un habitante de Marte

para un fin de semana en nuestra casa.

Visitaría en Europa lo típico:

alguna ruina humeante

o algún pueblo afilando las garras y los dientes.

Alguna catedral mal ventilada,

invadida de moho y oro inútil

y en el fondo un cartel: «Negocio en quiebra» .

Fotografiaría como experto turista

los vientres abultados de los niños enfermos,

las mujeres violadas en la guerra,

los viejos arrastrando en una carretilla

un ropero sin lunas y una cuna maltrecha.

Al Papa bendiciendo un cañón y un soldado,

y las familias reales sordomudas e idiotas,

al hombre que trabaja rebosante de odio

y al que vende el horno de sus abuelos

o a la heredera del millón de dólares.

 

Y luego le diríamos:

Esto es solo la Europa de pandereta.

Detrás está la verdadera Europa:

la rica en frigoríficos -almacenes de estatuas

donde la luz de un cuadro se congela,

donde el verbo no puede hacerse carne.

Allí la vida yace entre algodones

y mira tristemente tras el cristal opaco

que la protege de corrientes de aire.

En estas vastas galerías de muertos,

de fantasmas reumáticos y polvo,

nos hinchamos de orgullo y de soberbia.

 

Los rascacielos ya los ha visto de lejos:

los colmenares rubios donde los hombres nacen,

trabajan, se enriquecen y se pudren

sin preguntarse nunca para qué todo esto,

sin indagar jamás cómo se viste el lirio

y sin arrepentirse de su contento estúpido.

 

Abandonemos ya tanto cansancio.

Dejemos que los muertos entierren a sus muertos

y busquemos la aurora

apasionadamente atentos a su signo.

Porque hay aún un continente verde

que imanta nuestras brújulas.

Un ancho acabamiento de pirámides

en cuyas cumbres bailan doncellas vegetales

con ritmos milenarios y recientes

de quien lleva en los pies la sabia y el misterio.

Un cielo que las flechas desconocen

custodiado de mitos y piedras fulgurantes.

Hay enmarañamientos de raíces

y contorsión de troncos y confusión de ramas.

Hay elásticos pasos de jaguares

proyectados - silencio y terciopelo -

hacia el vuelo inasible de la garra.

 

Aquí parece que empezara el tiempo

en solo un remolino de animales y nubes,

de gigantescas hojas y relámpagos,

de bilingües entrañas desangradas.

Corren ríos de sangres sobre la tierra ávida

corren vivificando las más altas orquídeas,

las más esclarecidas amapolas.

Se evaporan rugientes en los templos

ante la impenetrable pupila de obsidiana,

brotan como una fuente repentina

al chasquido de un látigo,

crecen en el abrazo enorme y doloroso

del cántaro de barro con el licor latino.

 

Río de sangre eterno y derramado

que deposita limos fecundos en la tierra.

Su caudal se nos pierde a veces en el mapa

y luego lo encontramos

-ocre y azul-  rigiendo nuestro pulso.

Río de sangre, cinturón de fuego.

En las tierras que tiñe, en la selva multípara,

en el litoral bravo de mestiza

mellado de ciclones y tormentas,

en este continente que agoniza

bien podemos plantar una esperanza.

 

Rosario Castellanos (Ciudad de México- Tel Aviv, Israel)
Escritora, periodista y diplomática, está considerada como una de las figuras más importantes de la literatura mexicana en el siglo XX.