viernes, 9 de diciembre de 2022

Annie Ernaux, el discurso de una Nobel

 


DISCURSO DE ANNIE ERNAUX ANTE LA ACADEMIA SUECA

 

            ¿Por dónde empezar? Esta pregunta, me la he hecho decenas de veces ante la página en blanco. Como si necesitara encontrar la frase, la única, que me permita penetrar en la escritura del libro y despeje de golpe todas las dudas. Una especie de clave. Hoy, para afrontar una situación que, ya pasado el estupor del acontecimiento –”¿De verdad me está sucediendo esto a mí?”–, mi imaginación me presenta con un pavor creciente, se apodera de mí la misma necesidad. Encontrar la frase que me dará la libertad y la firmeza de hablar sin temblar, en este lugar al que me invitan ustedes esta tarde.

            No necesito ir muy lejos a buscar esta frase. Surge. Con toda nitidez, con toda su violencia. Lapidaria. Irrefragable. La escribí hace sesenta años en mi diario íntimo. Escribiré para vengar a mi raza. Era un eco del grito de Rimbaud: “Soy de raza inferior por toda la eternidad”. Tenía yo veintidós años. Era estudiante de Literatura Francesa en una facultad de provincias, rodeada de muchachas y muchachos procedentes de la burguesía local.

            Pensaba orgullosa e ingenuamente que escribir libros, hacerse escritor, al final de una estirpe de campesinos sin tierras, de obreros y pequeños comerciantes, de gentes despreciadas por sus modales, su acento, su incultura, bastaría para reparar la injusticia del nacimiento. Que una victoria individual borraba siglos de dominación y de pobreza, con una ilusión que ya la escuela me había incentivado por mi alto rendimiento escolar. ¿Cómo podría compensar mi éxito académico las humillaciones y las ofensas sufridas? No me planteaba la pregunta. Tenía algunas excusas.

            Desde que aprendí a leer, los libros eran mis compañeros; la lectura, mi ocupación natural fuera de la escuela. Aquel gusto lo cultivaba una madre que, a su vez, devoraba novelas en su tienda entre cliente y cliente, y que me prefería leyendo más que cosiendo o tejiendo. La carestía de los libros, la suspición de que eran objeto en mi colegio religioso, me los hacían aún más deseables. Don Quijote, Los viajes de Gulliver, Jane Eyre, los cuentos de los hermanos Grimm y de Andersen, David Copperfield, Lo que el viento se llevó, más tarde Los miserables, Las uvas de la ira, La náusea, El extranjero: era el azar, más que las prescripciones escolares, lo que determinaba mis lecturas.

            La elección de cursar estudios literarios se debió a que quería seguir con la literatura, convertida en un valor superior a todo lo demás, en un modo de vida, incluso, que me hacía proyectarme en una novela de Flaubert o de Virginia Woolf y vivirlas literalmente. Una especie de continente que yo oponía, inconscientemente, a mi medio social. Y no concebía la escritura sino como posibilidad de transfigurar la realidad.

            Que dos o tres editores rechazaran mi primera novela –novela cuyo único mérito residía en la búsqueda de una forma nueva– no fue lo que derrumbó mi deseo y mi orgullo. Fueron situaciones de la vida en las que ser una mujer suponía un pesado lastre con respecto a ser un hombre en una sociedad donde los roles estaban definidos según el sexo, la contracepción estaba prohibida y la interrupción del embarazo se consideraba un crimen. En pareja y con dos hijos, docente de profesión y con la intendencia familiar a mi cargo, me alejaba día a día, cada vez más, de la escritura y de mi promesa de vengar a mi “raza”. No podía leer la parábola ‘Ante la ley’ en El proceso de Kafka sin ver en ello la figuración de mi destino: morir sin franquear la puerta que estaba hecha solo para mí, el libro que solo yo podría escribir.

            Pero eso suponía no contar con el azar privado e histórico. La muerte de mi padre a los tres días de llegar yo de vacaciones a su casa, un puesto de profesora en un instituto donde el alumnado proviene de medios populares semejantes al mío, los movimientos mundiales de protesta: elementos, todos ellos, que me conducían por vías imprevistas y sensibles al mundo de mis orígenes, a mi “raza”, y que conferían a mi deseo de escribir un carácter de urgencia secreta y absoluta. Esta vez, no se trataba de entregarme a aquel ilusorio “escribir sobre nada” de mis veinte años, sino de sumergirme en lo indecible de una memoria reprimida y de sacar a la luz la manera de existir de los míos. Escribir para entender las razones, dentro y fuera de mí, que me habían alejado de mis orígenes.

 


            La elección de una escritura determinada nunca es obvia. Pero quienes, migrantes, ya no hablan la lengua de sus padres y quienes, tránsfugas de clase social, no usan exactamente la misma, se piensan y se expresan con otras palabras, todos, se ven confrontados a obstáculos suplementarios. A un dilema. Efectivamente, sienten la dificultad, véase la imposibilidad de escribir en la lengua adquirida, dominante, que han aprendido a manejar y que admiran en sus obras literarias, todo lo relativo a su mundo de procedencia, a ese mundo originario hecho de sensaciones, de palabras que dicen la vida cotidiana, el trabajo, el lugar ocupado en la sociedad. Está, por una parte, la lengua en la que han aprendido a nombrar las cosas, con su brutalidad, con sus silencios; por ejemplo, ese del cara a cara entre una madre y un hijo, en el bellísimo texto de Albert Camus Entre sí y no. Por otra parte, los modelos de las obras admiradas, interiorizadas, las que han abierto el universo primigenio y con respecto a las que se sienten deudores por su elevación, que a menudo consideran como su verdadera patria. En la mía figuraban Flaubert, Proust, Virginia Woolf: en el momento de retomar la escritura, no me resultaron de ninguna ayuda. Necesitaba romper con el “escribir bien”, con la bella frase, esa misma que enseñaba a mis alumnos, para extirpar, exhibir y comprender el desgarro que me penetraba. Espontáneamente, emergió en mí el estruendo de una lengua que arrastraba consigo la ira y la irrisión, incluso la vulgaridad, una lengua del exceso, insurgente, a menudo utilizada por los humillados y los ofendidos, como la única forma de responder a la memoria de los desprecios, de la vergüenza y de la vergüenza de la vergüenza.

            Enseguida, también, me pareció evidente –hasta el extremo de no poder contemplar otro punto de partida– anclar el relato de mi desgarro social en la situación que viví cuando era estudiante, esa situación indigna a la que el Estado francés condenaba siempre a las mujeres: el recurso al aborto clandestino entre las manos de una “hacedora de ángeles”, de una abortera. Y quise describir todo lo que le sucedió a mi cuerpo de chica, el descubrimiento del placer, la regla. Así, en ese primer libro, publicado en 1974, sin que fuera entonces consciente, se encontraba definida el área en la que ubicaría mi trabajo de escritura, un área a la vez social y feminista. Vengar a mi raza y vengar a mi sexo serían una sola y misma cosa a partir de entonces.

            ¿Cómo no interrogarse sobre la vida sin hacerlo también sobre la escritura, sin preguntarse si esta reconforta o perturba las representaciones admitidas, interiorizadas sobre los seres y las cosas? ¿Acaso la escritura insurrecta, por su violencia y su escarnio, no reflejaba una actitud de dominada? Cuando el lector era un privilegiado cultural, conservaba la misma posición de desapego y de condescendencia con respecto al personaje del libro que en la vida real. De suerte que, en un principio, para prevenir esa mirada que, dirigida a mi padre cuya vida quería yo contar, habría sido insostenible y, así lo sentía yo, una traición, adopté, a partir de mi cuarto libro, una escritura objetiva, “plana”, en el sentido en que no utilizaba ni metáforas ni marcas emocionales La violencia ya no se exhibía, venía de los hechos en sí y no de la escritura. Encontrar las palabras que contuvieran a la vez la realidad y la sensación procurada por la realidad, iba a convertirse, y hasta hoy, en mi preocupación constante al escribir, fuera cual fuera el objeto.

            Seguir diciendo “yo” me resultaba absolutamente necesario. La primera persona –esa por la cual, en la mayoría de las lenguas, existimos nosotros, en cuanto aprendemos a hablar, hasta la muerte– es considerada a menudo, en su uso literario, como narcisista porque remite al autor, porque no se trata de un “yo” representado como ficticio. Es bueno recordar que el «yo», hasta entonces privilegio de los nobles que contaban elevados hechos de armas en sus Memorias, es en Francia una conquista democrática del siglo xviii, la afirmación de la igualdad de los individuos y del derecho a ser sujeto de su propia historia, como reivindica Jean-Jacques Rousseau en su primer preámbulo a las Confesiones: “Y que no se objete que por ser un hombre del pueblo no tengo nada que decir que merezca la atención de los lectores. […] Sea cual sea la oscuridad en que yo haya podido vivir, si he pensado más y mejor que los reyes, la historia de mi alma es más interesante que la de las suyas”.

            No es ese orgullo plebeyo lo que me motivaba (aunque, bien mirado…), sino el deseo de servirme del “yo” –forma a la vez masculina y femenina– como herramienta exploratoria que capta las sensaciones, las que ha enterrado la memoria, las que el mundo que nos rodea no deja de procurarnos, por todas partes y todo el tiempo. Esa cosa previa a la sensación se convirtió para mí a la vez en guía y en garantía de la autenticidad de mi búsqueda. Pero ¿con qué fines? No pretendo contar la historia de mi vida ni desvelar sus secretos, sino descifrar una situación vivida, un acontecimiento, una relación amorosa, y revelar así algo que solo la escritura puede hacer existir y transmitir, quizá, a otras conciencias y otras memorias. ¿Quién podría decir que el amor, el dolor y el duelo, la vergüenza, no son universales? Victor Hugo escribió: “Ninguno de nosotros tiene el honor de tener una vida propia”. Pero como todas las cosas se viven, inexorablemente, de forma individual –”me sucede a mí”–, no pueden leerse de la misma manera salvo si el “yo” del libro se vuelve, en cierta forma, transparente, de suerte que el del lector o el de la lectora ocupen su lugar. Si ese Yo es, en suma, transpersonal.

            Así concebí mi compromiso a través de la escritura, compromiso que no consiste en escribir «para» una categoría de lectores, sino “desde” mi experiencia de mujer y de migrante interior, desde mi memoria ya cada vez más vasta de los años recorridos, desde el presente, incesante proveedor de imágenes y palabras de los otros. Dicho compromiso como pignoración de mí misma en la escritura se apoya en la creencia, convertida en certeza, de que un libro puede contribuir a cambiar la vida personal, a romper la soledad de las cosas soportadas y soterradas, a pensarse de manera distinta. Hacer que lo indecible salga a la luz es un asunto político.

            Lo vemos hoy con la revuelta de esas mujeres que han encontrado las palabras para acabar con el poder masculino y se han alzado, como en Irán, contra su forma más arcaica. Escribiendo en un país democrático, sigo preguntándome, sin embargo, por el lugar que ocupan las mujeres en el ámbito literario. Su legitimidad para producir obras aún no está ganada. Hay hombres en el mundo, incluso en los círculos intelectuales occidentales, para quienes los libros escritos por mujeres simplemente no existen, nunca los citan. El reconocimiento de mi obra por la Academia Sueca es una señal de esperanza para todas las escritoras. En el acto de sacar a la luz lo «indecible social», esa interiorización de las relaciones de dominación de clase y/o raza, de sexo también, que solo sienten quienes son objeto de ella, reside la posibilidad de la emancipación individual pero también colectiva. Descifrar el mundo real despojándolo de las visiones y valores que el lenguaje, cualquier lenguaje, porta es perturbar el orden instituido, socavar sus jerarquías.

            Pero no confundo esta acción política de la escritura literaria, sujeta a la recepción del lector o la lectora, con las posiciones que me siento obligada a adoptar en relación con los acontecimientos, los conflictos y las ideas. Crecí con la generación de la posguerra, en la que se daba por sentado que los escritores e intelectuales debían tomar partido en la política francesa e implicarse en las luchas sociales. Nadie puede decir hoy si las cosas habrían sido diferentes sin sus palabras y su compromiso. En el mundo actual, donde la multiplicidad de fuentes de información y la rápida sustitución de unas imágenes por otras acostumbran a una especie de indiferencia, concentrarse en el propio arte es una tentación. Pero, al mismo tiempo, está ascendiendo en Europa –enmascarada por la violencia de una guerra imperialista emprendida por el dictador a la cabeza de Rusia– una ideología de repliegue y de cerrazón, que se extiende y gana continuamente terreno en países hasta ahora democráticos. Basada en la exclusión de extranjeros y migrantes, el abandono de los económicamente débiles, la vigilancia del cuerpo de las mujeres, me impone, como a todos aquellos para quienes el valor de un ser humano es el mismo, siempre y en todas partes, un deber de vigilancia extrema.

            Al concederme la más alta distinción literaria existente, una gran luz ilumina mi trabajo de escritura y de investigación personal, realizado en la soledad y la duda. No me deslumbra. No considero la concesión del Premio Nobel como una victoria individual. No es orgullo ni modestia pensar que se trata, en cierto modo, de una victoria colectiva. Comparto el orgullo con quienes, de un modo u otro, desean más libertad, igualdad y dignidad para todos los seres humanos, independientemente de su sexo y su género, de su piel y su cultura. Con quienes piensan en las generaciones venideras, en la salvaguarda de una Tierra que la codicia de unos pocos sigue haciendo cada vez menos habitable para el conjunto de los pueblos.

            En cuanto a la promesa que hice a los veinte años de vengar a mi raza, no sabría decir si la he cumplido. De ella, de mis antepasados, hombres y mujeres esforzados en tareas que les hicieron morir pronto, recibí la fuerza y la rabia suficientes para tener el deseo y la ambición de hacerle un sitio en la literatura, en ese conjunto de voces múltiples que, muy pronto, me acompañaron permitiéndome el acceso a otros mundos y a otros pensamientos, incluido el de rebelarme contra ella y querer modificarla. Para inscribir mi voz de mujer y de tránsfuga social en lo que se presenta siempre como un lugar de emancipación, la literatura.

 


Traducción de Lydia Vázquez Jiménez, traductora de Annie Ernaux en Cabaret Voltaire.

viernes, 25 de noviembre de 2022

Ángela Figuera Aymerich / 6 poemas

 


POETA

 

Más de un día me duele ser poeta. Me duele

tener labios, garganta, que se ordenan al canto.

 

Es tan fácil vivir cuando sólo se vive

mudo y simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.

 

Pero aquel que es poeta ni en mitad del tumulto

ni emboscado en la orilla logrará su descanso.

 

Porque el ojo sin párpado no consigue la noche

y en acecho infinito se le enciende y afila.

Porque todo el misterio, despeñada gaviota,

le golpea el cantil de las sienes desnudas

y, en la boca, transidas de belleza imposible,

las enormes palabras se le agolpan y enredan.

 

Porque vive y lo sabe. Porque muere y lo sabe.

Pero el grito convulso de su vida y su muerte

es halcón insumiso que las nubes devoran.

 

Océanos, ciclones, bosques, astros habitan

en el ámbito estrecho que su cráneo circunda.

Olas, aves, raíces, pulsaciones, acordes,

por la red de los nervios se le enroscan vibrando.

 

¡Qué avidez de contornos le agudiza los dedos!

¡Qué avidez de caminos le estremece las plantas!

En el pecho le crece su imperioso destino.

 

Y, ni dentro ni fuera, en la fina tangente

que tan sólo en un punto a lo cierto se ajusta,

solitario y alerta, desvelado o sonámbulo,

el poeta mantiene su equilibrio difícil.

 

 

ABEL

 

Él no sabía nada. Era sencillo, dulce.

Vivía simplemente como vive la carne.

 

Viril de sabia nueva, erguía bajo el cielo

su vertical gozosa de rubio adolescente.

 

Oraba a un dios terrible y aplacaba su cólera

con tiernos recentales y rizadas ovejas.

 

Nada sabía. Un día, en brusca llamarada

ardió pálida envidia frente a sus ojos mansos

y se abatió iracunda sobre su pecho núbil.

Y él se encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.

 

Y se encontró, sin saber cómo, solo.

Con un áspero gusto de limo entre los labios

y un frío desamparo por los huesos y venas.

 

Porque nadie le dijo que estrenaba la muerte.

Que en la tierra profunda no encontraría al hombre.

Que habría de quedarse dócilmente en su sitio,

entregarse sin límites al oscuro silencio.

Porque nadie le dijo que las pardas raíces

se trenzarían ávidas a sus miembros helados

bebiendo de él sin prisa, agotándole el zumo.

Porque nadie le dijo que el romero crecía

agarrado a la piedra que pesaba en su vientre

y que el vivo carmín que adornaba la rosa

era más encendido a través de su sangre.

 

El nada comprendía. Tan sólo estaba muerto.

 

 

BOMBARDEO

 

Yo no iba sola entonces. Iba llena

de ti y de mí. Colmada, verdecida,

me erguía como grávida montaña

de tierra fértil donde la simiente

se esponja y apresura para el brote.

Era mi carne, tensa y ahuecada,

nido cerrado que abrigaba el vuelo

de un ala sin plumón y con grillete:

casi cristal y casi sueño. Tierna.

Iba llena de gracia por los días

desde la anunciación hasta la rosa.

Pero ellos no podían, ciego, brutos,

respetar el portento.

Rugieron. Embistieron encrespados.

Lanzaron sobre mí y mi contenido

un huracán de rayos y metralla.

Del más bello horizonte, del más puro

cielo de otoño vomitaron lluvia

de ciegos mecanismos destructores

que desataban sobre el cauce seco

del callejero asfalto sorprendido

los ríos de la sangre.

(...) Noches de sueño incierto, triturado

por la tremenda sinfonía

del frente en erupción y los caballos

del miedo galopando en explosivos.

Y la sangre con hambre que se exprime

hasta la última esencia

para nutrir al hijo sazonándose.

Y la desnuda soledad del cuerpo,

desorientado, desgajado en vivo

del cuerpo del amante.

Aquellas noches del pavor sin luces,

apelmazadas de odios y de ruinas,

yo te esperaba. Me llegaste a veces.

Del último bisel de la tragedia,

del borde mismo de la hirviente sima

venías hasta mí. Me contemplabas

con unos ojos llenos de agua sucia

donde asomaban rostros de cadáveres.

Ojos que procuraban ser risueños

y mansos al pasar por mi figura

y acariciar con luces de esperanza

la curva de mi vientre.

¡Con qué exaltada fuerza, con qué prisa,

con qué vibrar de nervios y raíces

nos quisimos entonces!

Yacíamos unidos, sin lujuria,

absortos en el hondo tableteo

de nuestros corazones. Escuchando

de vez en vez el tímido latido

del otro corazón encarcelado

que ya, para nosotros, gorjeaba.

Yo sonreía señalando el sitio

en que un talón menudo percutía

mis íntimas paredes en un ansia

gozosa de correr por los senderos

apenas presentidos.

Y, en medio del olvido refrescante,

en lo mejor del conseguido sueño,

surgía denso, alucinante, bronco,

el bélico zumbar de la escuadrilla.

Bramando, sacudiendo, despeñándose,

atropellándose los ecos

iban las explosiones avanzando,

cada vez más cercanas,

hasta que, al fin, la muerte en torrentera,

en avalancha loca, trascurría

sobre nuestras cabezas sin refugio.

Entonces tú, imperioso, dominante,

con un impulso elemental de macho

que guarda la nidada, con un gesto

ardiente y violento como el acto

de la amorosa posesión, cubrías

mi cuerpo con tu cuerpo enteramente,

haciendo de tus largos huesos duros,

de tu apretada carne exacerbada,

un ilusorio escudo indestructible

para el hijo y la madre.

Así, unidas las bocas, trasvasándonos

el tembloroso aliento, diluidos

en éxtasis de espanto y de delicia,

las almas contraídas, esperábamos...

No. Nunca nos quisimos como entonces.

 

 

EGOÍSMO

 

Contra el sucio oleaje de las cosas

yo apretaba la puerta. Mis dos manos,

resueltas, obstinadas, indomables,

la mantenían firme desde dentro.

 

Fuera, el naufragio; fuera, el caos; fuera

ese pavor, abierto como un pozo,

de las bocas que gritan

al hambre, al ruido, al odio, a la mentira,

al dolor, al misterio.

 

Fuera, el rastro acosado de los hombres

sin alas y sin piernas, que se arrastran,

que giran a los vientos,

que caen, que se disuelven

en muerte sorda, oscura,

derrumbándose

sin asunción posible.

 

Fuera, las madres dóciles que alumbran

con terrible alarido;

las que acarrean hijos como fardos

y las que ven secarse ante sus ojos

la carne que parieron y renuevan

su grito primitivo.

 

Fuera, los niños pálidos, creados

al latigazo rojo del instinto,

y que la vida, bruta, dejó solos

como una mala perra su camada,

y abren los anchos ojos asombrados

sobre las rutas áridas,

mordiendo con sus bocas sin dulzura

los largos días duros.

 

Fuera, la ruina de los viejos tristes

que un cuervo desmenuza fibra a fibra

en dolorida hilacha, preparando

la dispersión desnuda de los hueso.

 

Fuera, el escalofrío que sacude

el espinazo enfermo de la tierra

con ráfagas de hastío y de fracaso.

 

Fuera, el rostro de Dios , oscurecido

por infinitas alas desprendidas

de arcángeles sin hiel, asesinados.

 

Yo, dentro. Yo: insensible, acorazada

en risa, en sangre, en goce, en poderío.

Maciza, erguida; manteniendo firme,

contra el alud del llanto y de la angustia,

mi puerta bien cerrada.

 

 

ÉXODO

 

Jadeaba y corría.

Tropezaba y corría.

Con un miedo macizo debajo de las cejas

y un niño entre los brazos.

 

Corría por la tierra que olía a recién muerto.

Corría por el aire con sabor a trilita.

Corría por los hombres erizados de encono.

 

Miraba a todos lados.

Quería detenerse.

Sentarse en un ribazo y con su hijo menudo.

Sentarse en un ribazo y amamantar en paz.

 

Pero no hallaba sitio.

No encontraba reposo.

No lograba la pausa sosegada y segura

que las madres precisan.

Ese viento apacible que jamás se interpone

entre el pecho y el labio.

 

Buscaba cerca y lejos.

Buscaba por las calles,

por los jardines y bajo los tejados,

en los atrios de las iglesias,

por los caminos desnudos y carreteras arboladas.

Buscaba un rincón sin espantos,

un lugar aseado para colocar una cuna.

 

Y corría y corría.

Dio la vuelta a la tierra.

Buscando.

Huyendo.

Y no encontraba sitio.

Y seguía corriendo.

 

Y el niño sollozaba débilmente.

Crecía débilmente

colgado de su carne fatigada.

 

 

UNIDAD

 

Si todos nos sintiéramos hermanos.

(Pues la sangre de un hombre, ¿no es igual a otra sangre?)

Si nuestra alma se abriera (¿No es igual a otras almas?)

Si fuéramos humildes. (El peso de las cosas,

¿no iguala la estatura?)

Si el amor nos hiciera poner hombro con hombro,

fatiga con fatiga

y lágrima con lágrima.

Si nos hiciéramos unos.

Unos con otros.

Unos junto a otros.

Por encima del fuego y de la nieve;

aún más allá del oro y de la espada.

Si hiciéramos un bloque sin fisura

con los dos mil millones

de rojos corazones que nos laten.

Si hincáramos los pies en nuestra tierra

y abriéramos los ojos serenando la frente,

y empujáramos recio con el puño y la espada,

y empujáramos recio, solamente hacia arriba,

qué hermosa arquitectura se alzaría del lodo.

 

 

Ángela Figuera Aymerich

 

 


 

 

Ángela Figuera (Bilbao, 30 de octubre de 1902 - Madrid, 2 de abril de 1984) fue una escritora española, representante de la denominada poesía desarraigada de la Primera Generación de Postguerra española.

viernes, 28 de octubre de 2022

Claudio Ernesto / 5 poemas

 


Vine

 

Vine en una gota de tiempo

para vivir a gotas las emociones,

pero estabas tú, con tu mirada

y lo has hecho todo perenne.

 

Vine a madurar en la tierra

a derretir apretujados en un siglo

millones de eternidades

deslizadas por las siluetas del carbono

del hidrógeno, de la chispa

que en ocho minutos

me reconstruyen cada día.

 

Vine porque soy bien mandado

y me iré

porque el Alzheimer no alcanza

para que la muerte olvide

que me tiene que llevar.

 

Vine sin nada

partiré con el espacio y el tiempo

arremolinados en los bolsillos de la tumba

como una caracola que alguien encuentra

en la playa de algún mundo

de nuevos carbonos agrupados.

 

 

Trabajo

 

Tener trabajo es tener una noria

un pozo lleno de ventanas abiertas

una máquina de hacer caminos;

mejor, una fábrica de caminos

con un bolsillo lleno de bodegas

y motores apilados

para calibrar las fuerzas de la rotación

que exige azotar todas las hambres.

 

Llegan a la luz

las energías sobre la mesa

que cubren el pan

y acallan la sed.

 

Tener trabajo

es reconstruirse,

a pesar de la esclavitud.

 

 

Los años

 

Los años pasan

diseminando verbos al viajar.

 

Pasan

y se llevan las ventanas

los relojes, los trastos

que la convivencia abraza.

 

Se llevan los colores de la piel

la fuerza al caminar

el sonido del fragor.

 

Pasan

a pesar de las espinas

amarradas a las cosas

erosionando las emociones

con sus espadas.

 

De pronto llega el silencio

el fuego ya no crepita

ni la voz resuella.

Los años siguen su camino

mientras acá adentro

las piezas, las partes

y todo el engranaje

vuelve,

incognito

misterioso.

 

 

Mi padre

 

Mi padre es una línea delgada

en las fronteras primeras de la niñez

es una lluvia intermitente

surcando paredes en la nada.

 

Es el sendero que lleva a la tumba

donde sus ojos volvieron al brillo de la tierra

y su boca soltó la voz

en un trino de final de cuentas.

 

Es un aletear de alas truncas

que se pierden en la bruma del misterio

entre el llamado a la fe

y las dudas de una lápida

frente a la materia residual.

 

Es el despertar

que trae una respiración incompleta

cada día.

Quizá una negativa del destino.

 

Es mi otoño permanente.

 

Y ahora que lo pienso

es ladrillo de mi risa

y arena de mis playas

en los esfuerzos de la felicidad diaria.

 

Es mi rostro en el espejo

que me mira

cuando me miro.

 

 

Infancia

 

Quisiera escribir este poema de infancia,

pero cómo escribir acerca de mi patio

de los juegos bajo el parrón

de los llantos que en secreto sepulté tras la puerta

para evitar que mis lágrimas chocaran con los espejos.

 

Cómo escribir de las tardes mirando las palomas

cuando bajaban a comer el trigo

que con sacrificio les comprábamos invierno y verano,

del pan tostado en la estufa que reemplazó al brasero.

 

Cómo escribir de los sueños gigantes que crecían

mientras miraba la luna que cruzaba mi ventana

cuando el día se escondía conmigo entre las sábanas.

 

Quisiera escribir este poema ahora adulto

pero sigo siendo un niño que sueña con los juegos

que espera a la luna, que besa la tarde y duerme,

duerme con los sueños entre las sábanas

esperando que amanezca

para soltar entre alegrías y huellas

lo más infantil de la vida

porque gracias a ese niño

sobrevive el adulto entre campos minados.

 

 


 

Claudio Ernesto nació en Santiago de Chile en 1963. En el ámbito de la poesía ha publicado el poemario: “El Título queda Pendiente” (PdE 2020) y participado en las antologías “Voces a la noche” (Lom 2017) “Debut” (Santiago Inédito 2018) y “Tiempos Fragmentados (OFFSET Color Ltda.2021) En el ámbito narrativo ha participado en tres antologías de cuentos en los años 2015, 2016 y 2020.