POETA
Más de
un día me duele ser poeta. Me duele
tener
labios, garganta, que se ordenan al canto.
Es tan
fácil vivir cuando sólo se vive
mudo y
simple, esquivando la pesquisa y el vértigo.
Pero
aquel que es poeta ni en mitad del tumulto
ni
emboscado en la orilla logrará su descanso.
Porque
el ojo sin párpado no consigue la noche
y en
acecho infinito se le enciende y afila.
Porque
todo el misterio, despeñada gaviota,
le
golpea el cantil de las sienes desnudas
y, en la
boca, transidas de belleza imposible,
las
enormes palabras se le agolpan y enredan.
Porque
vive y lo sabe. Porque muere y lo sabe.
Pero el
grito convulso de su vida y su muerte
es
halcón insumiso que las nubes devoran.
Océanos,
ciclones, bosques, astros habitan
en el
ámbito estrecho que su cráneo circunda.
Olas,
aves, raíces, pulsaciones, acordes,
por la
red de los nervios se le enroscan vibrando.
¡Qué
avidez de contornos le agudiza los dedos!
¡Qué
avidez de caminos le estremece las plantas!
En el
pecho le crece su imperioso destino.
Y, ni
dentro ni fuera, en la fina tangente
que tan
sólo en un punto a lo cierto se ajusta,
solitario
y alerta, desvelado o sonámbulo,
el poeta
mantiene su equilibrio difícil.
ABEL
Él no
sabía nada. Era sencillo, dulce.
Vivía
simplemente como vive la carne.
Viril de
sabia nueva, erguía bajo el cielo
su
vertical gozosa de rubio adolescente.
Oraba a
un dios terrible y aplacaba su cólera
con
tiernos recentales y rizadas ovejas.
Nada
sabía. Un día, en brusca llamarada
ardió
pálida envidia frente a sus ojos mansos
y se
abatió iracunda sobre su pecho núbil.
Y él se
encontró, de pronto, sin saber cómo, muerto.
Y se
encontró, sin saber cómo, solo.
Con un
áspero gusto de limo entre los labios
y un
frío desamparo por los huesos y venas.
Porque
nadie le dijo que estrenaba la muerte.
Que en
la tierra profunda no encontraría al hombre.
Que
habría de quedarse dócilmente en su sitio,
entregarse
sin límites al oscuro silencio.
Porque
nadie le dijo que las pardas raíces
se
trenzarían ávidas a sus miembros helados
bebiendo
de él sin prisa, agotándole el zumo.
Porque
nadie le dijo que el romero crecía
agarrado
a la piedra que pesaba en su vientre
y que el
vivo carmín que adornaba la rosa
era más
encendido a través de su sangre.
El nada
comprendía. Tan sólo estaba muerto.
BOMBARDEO
Yo no
iba sola entonces. Iba llena
de ti y
de mí. Colmada, verdecida,
me
erguía como grávida montaña
de
tierra fértil donde la simiente
se
esponja y apresura para el brote.
Era mi
carne, tensa y ahuecada,
nido
cerrado que abrigaba el vuelo
de un
ala sin plumón y con grillete:
casi
cristal y casi sueño. Tierna.
Iba
llena de gracia por los días
desde la
anunciación hasta la rosa.
Pero
ellos no podían, ciego, brutos,
respetar
el portento.
Rugieron.
Embistieron encrespados.
Lanzaron
sobre mí y mi contenido
un
huracán de rayos y metralla.
Del más
bello horizonte, del más puro
cielo de
otoño vomitaron lluvia
de
ciegos mecanismos destructores
que
desataban sobre el cauce seco
del
callejero asfalto sorprendido
los ríos
de la sangre.
(...)
Noches de sueño incierto, triturado
por la
tremenda sinfonía
del
frente en erupción y los caballos
del
miedo galopando en explosivos.
Y la
sangre con hambre que se exprime
hasta la
última esencia
para
nutrir al hijo sazonándose.
Y la
desnuda soledad del cuerpo,
desorientado,
desgajado en vivo
del
cuerpo del amante.
Aquellas
noches del pavor sin luces,
apelmazadas
de odios y de ruinas,
yo te
esperaba. Me llegaste a veces.
Del
último bisel de la tragedia,
del
borde mismo de la hirviente sima
venías
hasta mí. Me contemplabas
con unos
ojos llenos de agua sucia
donde
asomaban rostros de cadáveres.
Ojos que
procuraban ser risueños
y mansos
al pasar por mi figura
y
acariciar con luces de esperanza
la curva
de mi vientre.
¡Con qué
exaltada fuerza, con qué prisa,
con qué
vibrar de nervios y raíces
nos
quisimos entonces!
Yacíamos
unidos, sin lujuria,
absortos
en el hondo tableteo
de
nuestros corazones. Escuchando
de vez
en vez el tímido latido
del otro
corazón encarcelado
que ya,
para nosotros, gorjeaba.
Yo
sonreía señalando el sitio
en que
un talón menudo percutía
mis
íntimas paredes en un ansia
gozosa
de correr por los senderos
apenas
presentidos.
Y, en
medio del olvido refrescante,
en lo
mejor del conseguido sueño,
surgía
denso, alucinante, bronco,
el
bélico zumbar de la escuadrilla.
Bramando,
sacudiendo, despeñándose,
atropellándose
los ecos
iban las
explosiones avanzando,
cada vez
más cercanas,
hasta
que, al fin, la muerte en torrentera,
en
avalancha loca, trascurría
sobre
nuestras cabezas sin refugio.
Entonces
tú, imperioso, dominante,
con un
impulso elemental de macho
que
guarda la nidada, con un gesto
ardiente
y violento como el acto
de la
amorosa posesión, cubrías
mi
cuerpo con tu cuerpo enteramente,
haciendo
de tus largos huesos duros,
de tu apretada carne exacerbada,
un
ilusorio escudo indestructible
para el
hijo y la madre.
Así,
unidas las bocas, trasvasándonos
el
tembloroso aliento, diluidos
en
éxtasis de espanto y de delicia,
las
almas contraídas, esperábamos...
No.
Nunca nos quisimos como entonces.
EGOÍSMO
Contra
el sucio oleaje de las cosas
yo
apretaba la puerta. Mis dos manos,
resueltas,
obstinadas, indomables,
la
mantenían firme desde dentro.
Fuera,
el naufragio; fuera, el caos; fuera
ese
pavor, abierto como un pozo,
de las
bocas que gritan
al
hambre, al ruido, al odio, a la mentira,
al
dolor, al misterio.
Fuera,
el rastro acosado de los hombres
sin alas
y sin piernas, que se arrastran,
que giran
a los vientos,
que
caen, que se disuelven
en
muerte sorda, oscura,
derrumbándose
sin
asunción posible.
Fuera,
las madres dóciles que alumbran
con
terrible alarido;
las que
acarrean hijos como fardos
y las
que ven secarse ante sus ojos
la carne
que parieron y renuevan
su grito
primitivo.
Fuera,
los niños pálidos, creados
al
latigazo rojo del instinto,
y que la
vida, bruta, dejó solos
como una
mala perra su camada,
y abren
los anchos ojos asombrados
sobre
las rutas áridas,
mordiendo
con sus bocas sin dulzura
los
largos días duros.
Fuera,
la ruina de los viejos tristes
que un
cuervo desmenuza fibra a fibra
en
dolorida hilacha, preparando
la
dispersión desnuda de los hueso.
Fuera,
el escalofrío que sacude
el
espinazo enfermo de la tierra
con
ráfagas de hastío y de fracaso.
Fuera,
el rostro de Dios , oscurecido
por
infinitas alas desprendidas
de
arcángeles sin hiel, asesinados.
Yo,
dentro. Yo: insensible, acorazada
en risa,
en sangre, en goce, en poderío.
Maciza,
erguida; manteniendo firme,
contra
el alud del llanto y de la angustia,
mi
puerta bien cerrada.
ÉXODO
Jadeaba
y corría.
Tropezaba
y corría.
Con un
miedo macizo debajo de las cejas
y un
niño entre los brazos.
Corría
por la tierra que olía a recién muerto.
Corría
por el aire con sabor a trilita.
Corría
por los hombres erizados de encono.
Miraba a
todos lados.
Quería
detenerse.
Sentarse
en un ribazo y con su hijo menudo.
Sentarse
en un ribazo y amamantar en paz.
Pero no
hallaba sitio.
No
encontraba reposo.
No
lograba la pausa sosegada y segura
que las
madres precisan.
Ese
viento apacible que jamás se interpone
entre el
pecho y el labio.
Buscaba
cerca y lejos.
Buscaba
por las calles,
por los
jardines y bajo los tejados,
en los
atrios de las iglesias,
por los
caminos desnudos y carreteras arboladas.
Buscaba
un rincón sin espantos,
un lugar
aseado para colocar una cuna.
Y corría
y corría.
Dio la
vuelta a la tierra.
Buscando.
Huyendo.
Y no
encontraba sitio.
Y seguía
corriendo.
Y el
niño sollozaba débilmente.
Crecía
débilmente
colgado
de su carne fatigada.
UNIDAD
Si todos
nos sintiéramos hermanos.
(Pues la
sangre de un hombre, ¿no es igual a otra sangre?)
Si
nuestra alma se abriera (¿No es igual a otras almas?)
Si
fuéramos humildes. (El peso de las cosas,
¿no
iguala la estatura?)
Si el
amor nos hiciera poner hombro con hombro,
fatiga
con fatiga
y
lágrima con lágrima.
Si nos
hiciéramos unos.
Unos con
otros.
Unos
junto a otros.
Por
encima del fuego y de la nieve;
aún más
allá del oro y de la espada.
Si
hiciéramos un bloque sin fisura
con los
dos mil millones
de rojos
corazones que nos laten.
Si
hincáramos los pies en nuestra tierra
y
abriéramos los ojos serenando la frente,
y
empujáramos recio con el puño y la espada,
y
empujáramos recio, solamente hacia arriba,
qué
hermosa arquitectura se alzaría del lodo.
Ángela
Figuera Aymerich
Ángela
Figuera (Bilbao, 30 de octubre de 1902 - Madrid, 2 de abril de 1984) fue una
escritora española, representante de la denominada poesía desarraigada de la
Primera Generación de Postguerra española.
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