Padre
No estoy ahí.
Y ese no estar atropella la noche,
sacude sueños en mi cama,
arroja los ojos contra el cabecero,
hace estallar de culpas la mirada.
Temo no estar cuando tu luz se apague,
cuando arranquen de cuajo los impulsos.
Quisiera cubrir de párpados hasta el último brillo,
dejar dormir aquello que se agota.
Pero no estoy ahí.
No puedo estarlo.
He cortado el tallo del lado de la flor,
he obviado las raíces.
Migrar
Se ensancha el mar
y ya no puedo llorarle a la tierra que fui
la sal que me he llevado.
Habitación 404
Se encogen las cortinas, se contraen.
—¡Me molesta la luz! —se queja—.
Pero no hay manera de evitarle la promesa del mundo
que se cuela a la fuerza, juguetona e hiriente.
Los pulmones del padre calcifican el ansia.
—¡No es esa la manera! —gime—.
Pero nadie sabe otra forma
de acomodarle las almohadas.
—¡Quiero estar solo! —miente—.
Pero nadie quiere dejarlo a la deriva.
El número de habitación es un error informático.
Lo que el padre busca ya no existe.
Navega solo por la enfermedad, no puede verte.
La habitación aparece una y otra vez ante sus ojos,
y algo de ti naufraga en su mirada.
Sed
La sed de lo triste no es cosa de una boca.
La conjugo en el vaso que dejaste en la mesa.
Es decir,
bebo
y mis labios desnudan tu ausencia
Bocanada
Las palabras no saben lo que siento.
Un océano separa los labios
que podrían pronunciarlas.
La bocanada es inconmensurable.
Respiro de una orilla a la otra,
para no ahogarme de silencios.
No decir es inmenso,
como un grito
siempre a punto de nacer.
María Gabriela Lovera (Caracas, Venezuela, 1972)
Licenciada en Comunicación Social por la Universidad Católica Andrés Bello, con Máster en Edición de Libros de la Universidad de Alcalá de Henares. Participó en los talleres anuales de escritura creativa del Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos: de poesía con Arturo Gutiérrez como coordinador y, de narrativa, con Israel Centeno como facilitador (1998 y 2001, respectivamente).