jueves, 24 de febrero de 2022

Gabriel Celeya / 10 poemas

 


Dedicatoria final

 

 

Pero tú existes ahí. A mi lado. ¡Tan cerca!

Muerdes una manzana. Y la manzana existe.

Te enfadas. Te ríes. Estás existiendo.

Y abres tanto los ojos que matas en mí el miedo,

y me das la manzana mordida que muerdo.

¡Tan real es lo que vivo, tan falso lo que pienso

que —¡basta!— te beso!

¡Y al diablo los versos,

y Don Uno, San Equis, y el Ene más Cero!

Estoy vivo todavía gracias a tu amor, mi amor,

y aunque sea un disparate todo existe porque existes,

y si irradias, no hay vacío, ni hay razón para el suicidio,

ni lógica consecuencia. Porque vivo en ti, me vivo,

y otra vez, gracias a ti, vuelvo a sentirme niño.

 

 

 

 

 

Biografía

 

No cojas la cuchara con la mano izquierda.

No pongas los codos en la mesa.

Dobla bien la servilleta.

Eso, para empezar.

 

Extraiga la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.          

¿Dónde está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?

Le pondré un cero en conducta si habla con su compañero.

Eso, para seguir.

 

¿Le parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?

La cultura es un adorno y el negocio es el negocio.

Si sigues con esa chica te cerraremos las puertas.

Eso, para vivir.

 

No seas tan loco. Sé educado. Sé correcto.        

No bebas. No fumes. No tosas. No respires.

¡Ay, sí, no respirar! Dar el no a todos los nos.

Y descansar: morir.

 

 

 

 

 

El amor y la tierra

 

amor y la tierra se abrazan sollozando,

y la arcilla y el ansia, y el hombre nuevo nace.

—¿De dónde vienes, dime; di, amigo, adónde vienes?

(Unos pájaros largos volaban sobre el llano).

 

—¿De dónde vienes, dime?

—De un ansia atormentada,

de vidas que prometen, y duelen, y no brotan,

con un paso cansado y un peso resignado         

a reposar tranquilo en tu oscuro silencio.

 

Tierra, no palpites, guárdame en tu tumba.

Traigo los labios blancos de avidez y de espanto.

Mi dolor es tan grande como aquella esperanza

que me dio tanto amor y hoy me pesa tan hondo.

 

Creía que unos brazos en cruz abren los mares,

que unos ojos dan luz al cielo estremecido,

que unos labios que tiemblan pronuncian ya palabras.

Creía que las cosas nacen sólo del ansia.

 

Ahora vengo cansado, dulcísimo y sumiso,

con un peso de gritos que no han podido huir,

y te encuentro a ti, tierra, y en tu oscuro latido

perpetúo la angustia que heredé de tus muertos.

 

El amor y la tierra se abrazaban convulsos;

se abrazaban las ansias palpitantes e informes

y la tierra que sube mojada, espesa y fría

y abandona en mi cuerpo su eternidad sin alma:

 

su yerta eternidad de extensión desolada,

de cielo en desvarío que no encuentra sus nubes,

de una luz que se sufre como muerte desnuda

que despoja de gritos y sueños confundidos.

 

—¿De dónde vienes, dime; di, amigo, adónde vienes?

—De una vida que duele porque ignora sus gritos

vengo a tu muerte, tierra, de eternidad dormida;

de un correr detenido a lo inmóvil que vibra.

 

Mis brazos se han abierto con deseo de alas

y hoy abrazan la tierra, cuna y tumba del ansia.

Un hombre nuevo nace sobre otros hombres muertos.

Hombres muertos descansan bajo el hombre que nace.

 

Voy por el mundo y canto. Voy por el mundo y lloro.

De tanto como amo no comprendo las cosas:

esta vida voraz que me espanta y me llama,

me da dolor y rabia, y me aterra, y me absorbe.

 

Tierra, guárdame contigo, con tu muerte caliente,

con tu sueño materno de gritos sofocados;

que un puñado de barro me tapone esta boca

que se abre y se abre, y no encuentra su grito.

 

 

 

 

 

Cuéntame cómo vives, cómo vas muriendo

 

Cuéntame cómo vives;

dime sencillamente cómo pasan tus días,

tus lentísimos odios, tus pólvoras alegres

y las confusas olas que te llevan perdido

en la cambiante espuma de un blancor imprevisto.

 

Cuéntame cómo vives.

Ven a mí, cara a cara;

dime tus mentiras (las mías son peores),          

tus resentimientos (yo también los padezco),

y ese estúpido orgullo (puedo comprenderte).

 

Cuéntame cómo mueres.

Nada tuyo es secreto:

la náusea del vacío (o el placer, es lo mismo);

la locura imprevista de algún instante vivo;

la esperanza que ahonda tercamente el vacío.

 

Cuéntame cómo mueres,

cómo renuncias —sabio—,

cómo —frívolo— brillas de puro fugitivo,           

cómo acabas en nada         

y me enseñas, es claro, a quedarme tranquilo.

 

 

 

 

 

Todas las mañanas, cuando leo el periódico

 

Me asomo a mi agujero pequeñito.

Fuera suena el mundo, sus números, su prisa,

sus furias que dan a una su zumba y su lamento.

Y escucho. No lo entiendo.

 

Los hombres amarillos, los negros o los blancos,

la Bolsa, las escuadras, los partidos, la guerra:

largas filas de hombres cayendo de uno en uno.

Los cuento. No lo entiendo.

 

Levantan sus banderas, sus sonrisas, sus dientes,

sus tanques, su avaricia, sus cálculos, sus vientres

y una belleza ofrece su sexo a la violencia.

Lo veo. No lo creo.

 

Yo tengo mi agujero oscuro y calentito.

Si miro hacia lo alto, veo un poco de cielo.

Puedo dormir, comer, soñar con Dios, rascarme.

El resto no lo entiendo.

 

 

 

 

 

A Blas de Otero

 

Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes,

y porque el mundo existe, y yo también existo,

porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo,

gastando nuestras vueltas como quien no hace nada,

quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo

de este dolor que insiste en todo lo que existe.

 

Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse:

el semillero hirviente de un corazón podrido,

los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas,

los días cualesquiera que nos comen por dentro,

la carga de miseria, la experiencia —un residuo—,

las penas amasadas con lento polvo y llanto.

 

Nos estamos muriendo por los cuatro costados,

y también por el quinto de un Dios que no entendemos.

Los metales furiosos, los mohos del cansancio,

los ácidos borrachos de amarguras antiguas,

las corrupciones vivas, las penas materiales...,

todo esto —tú sabes—, todo esto y lo otro.

 

Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo.

La llama que nos duele quería ser un ala.

Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo.

Tú, tan serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas,   

sabes también por dentro de una angustia rampante,

de poemas prosaicos, de un amor sublevado.

 

Nuestra pena es tan vieja que quizá no sea humana:

ese mugido triste del mar abandonado,

ese temblor insomne de un follaje indistinto,

las montañas convulsas, el éter luminoso,

un ave que se ha vuelto invisible en el viento,

viven, dicen y sufren en nuestra propia carne.

 

Con los cuatro elementos de la sangre, los huesos,

el alma transparente y el yo opaco en su centro,

soy el agua sin forma que cambiando se irisa,

la inercia de la tierra sin memoria que pesa,

el aire estupefacto que en sí mismo se pierde,

el corazón que insiste tartamudo afirmando.

 

Soy creciente. Me muero. Soy materia. Palpito.

Soy un dolor antiguo como el mundo que aún dura.

He asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio,

la esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio.

Soy la instancia que elevan hacia un Dios excelente

la materia y el fuego, los latidos arcaicos.

 

Debo salvarlo todo si he de salvarme entero.

Soy coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo,

soy el tordo en la zarza, soy la luz en el trino,

soy fuego sin sustancia, soy espacio en el canto,

soy estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante

que proclaman y exigen que me haga Dios con ellos.

 

¡Si fuera yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero!

¡Si sólo fuera un hombre pequeñito que muere

sabiendo lo que sabe, pesando lo que pesa!

Mas es el mundo entero quien se exalta en nosotros

y es una vieja historia lo que aquí desemboca.

Ser hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa.        

 

Invoco a los amantes, los mártires, los locos

que salen de sí mismos buscándose más altos.

Invoco a los valientes, los héroes, los obreros,

los hombres trabajados que duramente aguantan       

y día a día ganan su pan, mas piden vino.

Invoco a los dolidos. Invoco a los ardientes.

 

Invoco a los que asaltan, hiriéndose, gloriosos,

la justicia exclusiva y el orden calculado,

las rutinas mortales, el bienestar virtuoso,

la condición finita del hombre que en sí acaba,

la consecuencia estricta, los daños absolutos.

Invoco a los que sufren rompiéndose y amando.         

 

Tú también, Blas de Otero, chocas con las fronteras,

con la crueldad del tiempo, con límites absurdos,

con tu ciudad, tus días y un caer gota a gota,

con ese mal tremendo que no te explica nadie.

Irónicos zumbidos de aviones que pasan

y muertos boca arriba que no, no perdonamos.

 

A veces me parece que no comprendo nada,

ni este asfalto que piso, ni ese anuncio que miro.

Lo real me resulta increíble y remoto.

Hablo aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro.

Sonámbulo transcurro sin memoria ni afecto,

desprendido y sin peso, por lúcido ya loco.

 

Detrás de cada cosa hay otra cosa que es la misma,

idéntica y distinta, real y a un tiempo extraña.

Detrás de cada hombre un espejo repite

los gestos consabidos, más lejos ya, muy lejos.

Detrás de Blas de Otero, Blas de Otero me mira,

quizá me da la vuelta y viene por mi espalda.

 

Hace aún pocos días caminábamos juntos

en el frío, en el miedo, en la noche de enero

rasa con sus estrellas declaradas lucientes,

y era raro sentirnos diferentes, andando.

Si tu codo rozaba por azar mi costado,

un temblor me decía: «Ése es otro, un misterio».        

 

Hablábamos distantes, inútiles, correctos,

distantes y vacíos porque Dios se ocultaba,

distintos en un tiempo y un lugar personales,

en las pisadas huecas, en un mirar furtivo,

en esto con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana»,

en esto que separa y es dolor sin remedio.

 

Tuvimos aún que andar, cruzar calles vacías,

desfilar ante casas quizá nunca habitadas,

saber que una escalera por sí misma no acaba,

traspasar una puerta —lo que es siempre asombroso—,         

saludar a otro amigo también raro y humano,

esperar que dijeras: «Voy a leer unos versos».

 

Daba miedo mirarte solo allá, en lo redondo

de una lámpara baja y un antiguo silencio.

Mas hablaste: el poema creció desde tu centro

con un ritmo de salmo, como una voz remota

anterior a ti mismo, más allá de nosotros.

Y supe —era un milagro—: Dios al fin escuchaba.        

 

Todo el dolor del mundo le atraía a nosotros.

Las iras eran santas; el amor, atrevido;

los árboles, los rayos, la materia, las olas,

salían en el hombre de un penar sin conciencia,          

de un seguir por milenios, sin historia, perdidos.        

Como quien dice «sí», dije «Dios» sin pensarlo.         

 

Y vi que era posible vivir, seguir cantando.

Y vi que el mismo abismo de miseria medía

como una boca hambrienta, qué grande es la esperanza.       

Con los cuatro elementos, más y menos que hombre,

sentí que era posible salvar el mundo entero,

salvarme en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo.

 

Por eso, amigo mío, te recuerdo, llorando;

te recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho;

pensando que soy bueno, mordiéndome las uñas,

con este yo enconado que no quiero que exista,

con eso que en ti canta, con eso en que me extingo

y digo derramado: amigo Blas de Otero.

 

 

 

 

 

Pasa y sigue

 

Uno va, viene y vuelve, cansado de su nombre;

va por los bulevares y vuelve por sus versos,

escucha el corazón que, insumiso, golpea

como un puño apretado fieramente llamando,

y se sienta en los bancos de los parques urbanos,        

y ve pasar la gente que aún trata de ser alguien.          

 

Entonces uno siente qué triste es ser un hombre.

Entonces uno siente qué duro es estar solo.

Se hojean febrilmente los anuarios buscando

la profesión «poeta» —¡ay, nunca registrada!—.

Y entonces uno siente cansancio, y más cansancio,     

solamente cansancio, tiempo lento y cargado.

 

Quisiera que escucharais las hojas cuando crecen,      

quisiera que supierais lo que es abrirse el aire

creyendo que uno colma de evidencia el instante

con su golpe de savia y ascendencia situada,

quisiera que pensarais después de tanto esfuerzo

que esa gloria y sorpresa fueron luz, fueron nada.

 

Lloraríais conmigo la lágrima o la estrella,

lloraríais verdades de temblor transparente,

caeríais como gotas de lo espeso afligido

y en lo pálido y liso diminutos tambores

sonarían al paso de los números neutros           

como largos sumandos de implacable cansancio.        

 

Lloraríais, y, ¡ay!, lloro, yo, plural, yo, horadado,

desalmándome lento, sintiendo ya los huesos

que, sueltos, se golpean, y al fin, desencajados,

baten, baten, aventan —polvo y paja— mi vida.

Lloraríais si vierais cómo pienso en vosotros.

Lloraríais, y, ¡ay!, lloro, lluevo amén mi fatiga.

 

Da miedo ser poeta; da miedo ser un hombre

consciente del lamento que exhala cuanto existe.        

Da miedo decir alto lo que el mundo silencia.

Mas ¡ay! es necesario, mas ¡ay! soy responsable

de todo lo que siento y en mí se hace palabra,

gemido articulado, temblor que se pronuncia.

 

Pensadlo: ser poeta no es decirse a sí mismo.   

Es asumir la pena de todo lo existente,

es hablar por los otros, es cargar con el peso

mortal de lo no dicho, contar años por siglos,

ser cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante          

que recorre los limbos procurando poblarlos.

 

A través de mí pasa: yo irradio transparente,

yo transmito muriendo, yo sin yo doy estado

al hombre que si mira parece que algo exige,

y simplemente mira, me está siempre mirando,          

y esperando, esperando desde hace mil milenios

que alguien pronuncie un verso donde poder tenderse.

 

Sonámbulos acuden a mí los que no saben

si sufren o si sólo por no muertos del todo

aún siguen suspirando sin encontrar su forma,

su expresión absoluta, su descanso y mi olvido.

Y como quien conjura fantasmas yo pronuncio

palabras en que dejo de ser quien soy por ellos.           

 

Cuando grito, no grita mi yo para decirse.         

Cuando lloro, quien llora dentro de mí es cualquiera,

y es tan sólo en los otros donde vivo de veras.

Mis cantos son los cantos rodados que una mansa

corriente milenaria suaviza y uniforma,

y el murmullo del agua los va deletreando.

 

¡Oh jóvenes poetas!, mirad, estoy llamando,

hundido en ese fondo que aún no ha sido expresado

de los muertos y el muerto que yo sumo al fracaso.

Decid lo que no supe, lo que nadie aún ha dicho.

Yo cumplí lo que pude, pero todo fue en vano,

y hoy me siento cansado —perdonadme—, cansado.

 

No me hagáis preguntas. Cantad cara al mañana

lo común de la sangre, lo perpetuo y corriente.

No, al solo yo atenidos, penséis que vuestra muerte

es la muerte sin vuelta y el fin de vuestro anhelo.

Mientras haya en la tierra un solo hombre que cante,

quedará una esperanza para todos nosotros.

 

 

 

 

 

Despedida

 

Quizás, cuando me muera,

dirán: «Era un poeta».

Y el mundo, siempre bello, brillará sin conciencia.     

 

Quizás tú no recuerdes

quién fui, mas en ti suenen

los anónimos versos que un día puse en ciernes.         

 

Quizás no quede nada

de mí, ni una palabra,

ni una de estas palabras que hoy sueño en el mañana.

 

Pero visto o no visto,

pero dicho o no dicho,

yo estaré en vuestra sombra, ¡oh hermosamente vivos!          

 

Yo seguiré siguiendo,

yo seguiré muriendo,

seré, no sé bien cómo, parte del gran concierto.

 

 

 

 

 

España extraña

 

Esta fuerza extraña,

viva, enmarañada,

esta entraña a gritos que llamamos España

está en mí, no la pienso,

no puedo pensarla según la teoría con que quieren castrarla

los que en nombre de un pasado dicen: gloria, punto y raya.

 

Esta fuerza real que llamamos España,

rabiosa, suficiente,

no es gótico-galaico-leonesa-romana,

ni es árabe, ni griega, ni austriaco-castellana.   

Es ibera, terrible, sagradamente arcaica,           

mi materia y mi magia.

 

Yo no puedo pensarla.

Yo no puedo decir mi España es buena o mala,

si es triste o violenta, si es hermosa o si mata.

Yo no puedo juzgarla

porque yo soy en ella y ella en mí, transcendiendo,     

y así a fondo me sumo fieramente existiendo.

 

Porque soy, porque soy

tierra roja y cargada sustancia milenaria,

dulce aceite espesado,

seco esparto, sal pura, ríos con larga historia,  

cuerpo ibero con venas de metales hirientes,

que fulgen golpeando,

 

montañas decididas

en lo llano absoluto de un planeta pensante,

gritos por fin absueltos,

cara a un cielo que todo lo refleja sin mancha,

voluntades paradas,

gestas que, no la tinta, la geología exalta,          

 

costas rotas que muerden con amor violento,

muriendo de su muerte, los mares más lejanos,          

terrones trabajados

por muertos anteriores a la historia contada,

hazañas de una entraña que aún no agotó sus formas,

nutre mi carne de patria.

 

¡Que no vengan a decirme que es un problema mi España!

 

Yo la tengo sin pensarla

y, adorando o maldiciendo, soy desde dentro un «¿qué pasa?».           

Y este físico misterio

como un cuerpo de amor, me tiene tanto           

que yo mismo no distingo si es que lo adoro o lo ataco.          

 

Fiera amante, madre amarga,

te maldigo, me deshago, te violo, canto claro,  

y esta rabia que te grito

es la rabia con que trato de dar a luz lo más mío,         

y es mi manera de amarte,

y es mi manera de hablarme sin perdonarme a mí mismo.    

 

España ciega, mi España

seca, hermosa, exasperante,         

ancha España que en vano cabalgo, nunca abarco,     

España que en mí lates

y más y más te afirmas cuanto más te combato,           

y eres yo sin ser mía, no consciente, de carne.

 

Como me tienes, te tengo,

como te tengo, me tienes, y poco importa qué pienso,

pues en ti vivo y respiro.

Tú eres mi aire y mi tierra, tú, mi cuerpo y mi elemento,

y maldecirte, maldigo

de mí mismo porque pienso que aún no cumplí lo que debo.

 

 

 

 

 

La poesía es un arma cargada de futuro

 

Cuando ya nada se espera personalmente exaltante,

mas se palpita y se sigue más acá de la conciencia,

fieramente existiendo, ciegamente afirmando,

como un pulso que golpea las tinieblas,

 

cuando se miran de frente

los vertiginosos ojos claros de la muerte,          

se dicen las verdades:

las bárbaras, terribles, amorosas crueldades.

 

Se dicen los poemas

que ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,  

piden ser, piden ritmo,

piden ley para aquello que sienten excesivo.

 

Con la velocidad del instinto,

con el rayo del prodigio,

como mágica evidencia, lo real se nos convierte

en lo idéntico a sí mismo.

 

Poesía para el pobre, poesía necesaria   

como el pan de cada día,

como el aire que exigimos trece veces por minuto,      

para ser y en tanto somos dar un sí que glorifica.        

 

Porque vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan

decir que somos quien somos,

nuestros cantares no pueden ser sin pecado un adorno.        

Estamos tocando el fondo.

 

Maldigo la poesía concebida como un lujo        

cultural por los neutrales

que, lavándose las manos, se desentienden y evaden. 

Maldigo la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.           

 

Hago mías las faltas. Siento en mí a cuantos sufren

y canto respirando.

Canto, y canto, y cantando más allá de mis penas       

personales, me ensancho.

 

Quisiera daros vida, provocar nuevos actos,

y calculo por eso con técnica qué puedo.

Me siento un ingeniero del verso y un obrero

que trabaja con otros a España en sus aceros.

 

Tal es mi poesía: poesía-herramienta     

a la vez que latido de lo unánime y ciego.

Tal es, arma cargada de futuro expansivo                     

con que te apunto al pecho.          

 

No es una poesía gota a gota pensada.   

No es un bello producto. No es un fruto perfecto.       

Es algo como el aire que todos respiramos

y es el canto que espacia cuanto dentro llevamos.       

 

Son palabras que todos repetimos sintiendo

como nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.    

Son lo más necesario: lo que no tiene nombre.

Son gritos en el cielo; y en la tierra, son actos.

 

 


 

 

 

Rafael Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta, conocido como Gabriel Celaya (Hernani, Guipúzcoa, 18 de marzo de 1911-Madrid, 18 de abril de 1991), fue un poeta español de la generación literaria de posguerra.

 

Celaya fue uno de los más destacados representantes de la que se denominó «poesía comprometida» o poesía social. Su obra y su figura estuvieron influenciados y fueron fruto de la estrecha colaboración con su esposa, Amparo Gastón.