Dedicatoria
final
Pero tú
existes ahí. A mi lado. ¡Tan cerca!
Muerdes
una manzana. Y la manzana existe.
Te
enfadas. Te ríes. Estás existiendo.
Y abres
tanto los ojos que matas en mí el miedo,
y me das
la manzana mordida que muerdo.
¡Tan real
es lo que vivo, tan falso lo que pienso
que
—¡basta!— te beso!
¡Y al
diablo los versos,
y Don
Uno, San Equis, y el Ene más Cero!
Estoy
vivo todavía gracias a tu amor, mi amor,
y aunque
sea un disparate todo existe porque existes,
y si
irradias, no hay vacío, ni hay razón para el suicidio,
ni lógica
consecuencia. Porque vivo en ti, me vivo,
y otra
vez, gracias a ti, vuelvo a sentirme niño.
Biografía
No cojas
la cuchara con la mano izquierda.
No pongas
los codos en la mesa.
Dobla
bien la servilleta.
Eso, para
empezar.
Extraiga
la raíz cuadrada de tres mil trescientos trece.
¿Dónde
está Tanganika? ¿Qué año nació Cervantes?
Le pondré
un cero en conducta si habla con su compañero.
Eso, para
seguir.
¿Le
parece a usted correcto que un ingeniero haga versos?
La
cultura es un adorno y el negocio es el negocio.
Si sigues
con esa chica te cerraremos las puertas.
Eso, para
vivir.
No seas
tan loco. Sé educado. Sé correcto.
No bebas.
No fumes. No tosas. No respires.
¡Ay, sí,
no respirar! Dar el no a todos los nos.
Y
descansar: morir.
El amor y
la tierra
amor y la
tierra se abrazan sollozando,
y la
arcilla y el ansia, y el hombre nuevo nace.
—¿De
dónde vienes, dime; di, amigo, adónde vienes?
(Unos
pájaros largos volaban sobre el llano).
—¿De
dónde vienes, dime?
—De un
ansia atormentada,
de vidas
que prometen, y duelen, y no brotan,
con un
paso cansado y un peso resignado
a reposar
tranquilo en tu oscuro silencio.
Tierra,
no palpites, guárdame en tu tumba.
Traigo
los labios blancos de avidez y de espanto.
Mi dolor
es tan grande como aquella esperanza
que me
dio tanto amor y hoy me pesa tan hondo.
Creía que
unos brazos en cruz abren los mares,
que unos
ojos dan luz al cielo estremecido,
que unos
labios que tiemblan pronuncian ya palabras.
Creía que
las cosas nacen sólo del ansia.
Ahora
vengo cansado, dulcísimo y sumiso,
con un
peso de gritos que no han podido huir,
y te
encuentro a ti, tierra, y en tu oscuro latido
perpetúo
la angustia que heredé de tus muertos.
El amor y
la tierra se abrazaban convulsos;
se
abrazaban las ansias palpitantes e informes
y la
tierra que sube mojada, espesa y fría
y
abandona en mi cuerpo su eternidad sin alma:
su yerta
eternidad de extensión desolada,
de cielo
en desvarío que no encuentra sus nubes,
de una
luz que se sufre como muerte desnuda
que
despoja de gritos y sueños confundidos.
—¿De
dónde vienes, dime; di, amigo, adónde vienes?
—De una
vida que duele porque ignora sus gritos
vengo a
tu muerte, tierra, de eternidad dormida;
de un
correr detenido a lo inmóvil que vibra.
Mis
brazos se han abierto con deseo de alas
y hoy
abrazan la tierra, cuna y tumba del ansia.
Un hombre
nuevo nace sobre otros hombres muertos.
Hombres
muertos descansan bajo el hombre que nace.
Voy por
el mundo y canto. Voy por el mundo y lloro.
De tanto
como amo no comprendo las cosas:
esta vida
voraz que me espanta y me llama,
me da
dolor y rabia, y me aterra, y me absorbe.
Tierra,
guárdame contigo, con tu muerte caliente,
con tu
sueño materno de gritos sofocados;
que un
puñado de barro me tapone esta boca
que se
abre y se abre, y no encuentra su grito.
Cuéntame
cómo vives, cómo vas muriendo
Cuéntame
cómo vives;
dime
sencillamente cómo pasan tus días,
tus
lentísimos odios, tus pólvoras alegres
y las
confusas olas que te llevan perdido
en la
cambiante espuma de un blancor imprevisto.
Cuéntame
cómo vives.
Ven a mí,
cara a cara;
dime tus
mentiras (las mías son peores),
tus
resentimientos (yo también los padezco),
y ese
estúpido orgullo (puedo comprenderte).
Cuéntame
cómo mueres.
Nada tuyo
es secreto:
la náusea
del vacío (o el placer, es lo mismo);
la locura
imprevista de algún instante vivo;
la
esperanza que ahonda tercamente el vacío.
Cuéntame
cómo mueres,
cómo
renuncias —sabio—,
cómo
—frívolo— brillas de puro fugitivo,
cómo
acabas en nada
y me
enseñas, es claro, a quedarme tranquilo.
Todas las
mañanas, cuando leo el periódico
Me asomo
a mi agujero pequeñito.
Fuera
suena el mundo, sus números, su prisa,
sus
furias que dan a una su zumba y su lamento.
Y
escucho. No lo entiendo.
Los
hombres amarillos, los negros o los blancos,
la Bolsa,
las escuadras, los partidos, la guerra:
largas
filas de hombres cayendo de uno en uno.
Los
cuento. No lo entiendo.
Levantan
sus banderas, sus sonrisas, sus dientes,
sus
tanques, su avaricia, sus cálculos, sus vientres
y una
belleza ofrece su sexo a la violencia.
Lo veo.
No lo creo.
Yo tengo
mi agujero oscuro y calentito.
Si miro
hacia lo alto, veo un poco de cielo.
Puedo
dormir, comer, soñar con Dios, rascarme.
El resto
no lo entiendo.
A Blas de
Otero
Amigo
Blas de Otero: Porque sé que tú existes,
y porque
el mundo existe, y yo también existo,
porque tú
y yo y el mundo nos estamos muriendo,
gastando
nuestras vueltas como quien no hace nada,
quiero
hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo
de este
dolor que insiste en todo lo que existe.
Vamos a
ver, amigo, si esto puede aguantarse:
el
semillero hirviente de un corazón podrido,
los
mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas,
los días
cualesquiera que nos comen por dentro,
la carga
de miseria, la experiencia —un residuo—,
las penas
amasadas con lento polvo y llanto.
Nos
estamos muriendo por los cuatro costados,
y también
por el quinto de un Dios que no entendemos.
Los
metales furiosos, los mohos del cansancio,
los
ácidos borrachos de amarguras antiguas,
las
corrupciones vivas, las penas materiales...,
todo esto
—tú sabes—, todo esto y lo otro.
Tú sabes.
No perdonas. Estás ardiendo vivo.
La llama
que nos duele quería ser un ala.
Tú sabes
y tu verso pone el grito en el cielo.
Tú, tan
serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas,
sabes
también por dentro de una angustia rampante,
de poemas
prosaicos, de un amor sublevado.
Nuestra
pena es tan vieja que quizá no sea humana:
ese
mugido triste del mar abandonado,
ese
temblor insomne de un follaje indistinto,
las
montañas convulsas, el éter luminoso,
un ave
que se ha vuelto invisible en el viento,
viven,
dicen y sufren en nuestra propia carne.
Con los
cuatro elementos de la sangre, los huesos,
el alma
transparente y el yo opaco en su centro,
soy el
agua sin forma que cambiando se irisa,
la
inercia de la tierra sin memoria que pesa,
el aire
estupefacto que en sí mismo se pierde,
el
corazón que insiste tartamudo afirmando.
Soy
creciente. Me muero. Soy materia. Palpito.
Soy un
dolor antiguo como el mundo que aún dura.
He
asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio,
la
esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio.
Soy la
instancia que elevan hacia un Dios excelente
la
materia y el fuego, los latidos arcaicos.
Debo
salvarlo todo si he de salvarme entero.
Soy
coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo,
soy el
tordo en la zarza, soy la luz en el trino,
soy fuego
sin sustancia, soy espacio en el canto,
soy
estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante
que
proclaman y exigen que me haga Dios con ellos.
¡Si fuera
yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero!
¡Si sólo
fuera un hombre pequeñito que muere
sabiendo
lo que sabe, pesando lo que pesa!
Mas es el
mundo entero quien se exalta en nosotros
y es una
vieja historia lo que aquí desemboca.
Ser
hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa.
Invoco a
los amantes, los mártires, los locos
que salen
de sí mismos buscándose más altos.
Invoco a
los valientes, los héroes, los obreros,
los
hombres trabajados que duramente aguantan
y día a
día ganan su pan, mas piden vino.
Invoco a
los dolidos. Invoco a los ardientes.
Invoco a
los que asaltan, hiriéndose, gloriosos,
la
justicia exclusiva y el orden calculado,
las
rutinas mortales, el bienestar virtuoso,
la
condición finita del hombre que en sí acaba,
la
consecuencia estricta, los daños absolutos.
Invoco a
los que sufren rompiéndose y amando.
Tú
también, Blas de Otero, chocas con las fronteras,
con la
crueldad del tiempo, con límites absurdos,
con tu
ciudad, tus días y un caer gota a gota,
con ese
mal tremendo que no te explica nadie.
Irónicos
zumbidos de aviones que pasan
y muertos
boca arriba que no, no perdonamos.
A veces
me parece que no comprendo nada,
ni este
asfalto que piso, ni ese anuncio que miro.
Lo real
me resulta increíble y remoto.
Hablo
aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro.
Sonámbulo
transcurro sin memoria ni afecto,
desprendido
y sin peso, por lúcido ya loco.
Detrás de
cada cosa hay otra cosa que es la misma,
idéntica
y distinta, real y a un tiempo extraña.
Detrás de
cada hombre un espejo repite
los
gestos consabidos, más lejos ya, muy lejos.
Detrás de
Blas de Otero, Blas de Otero me mira,
quizá me
da la vuelta y viene por mi espalda.
Hace aún
pocos días caminábamos juntos
en el
frío, en el miedo, en la noche de enero
rasa con
sus estrellas declaradas lucientes,
y era
raro sentirnos diferentes, andando.
Si tu
codo rozaba por azar mi costado,
un
temblor me decía: «Ése es otro, un misterio».
Hablábamos
distantes, inútiles, correctos,
distantes
y vacíos porque Dios se ocultaba,
distintos
en un tiempo y un lugar personales,
en las
pisadas huecas, en un mirar furtivo,
en esto
con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana»,
en esto
que separa y es dolor sin remedio.
Tuvimos
aún que andar, cruzar calles vacías,
desfilar
ante casas quizá nunca habitadas,
saber que
una escalera por sí misma no acaba,
traspasar
una puerta —lo que es siempre asombroso—,
saludar a
otro amigo también raro y humano,
esperar
que dijeras: «Voy a leer unos versos».
Daba
miedo mirarte solo allá, en lo redondo
de una
lámpara baja y un antiguo silencio.
Mas
hablaste: el poema creció desde tu centro
con un
ritmo de salmo, como una voz remota
anterior
a ti mismo, más allá de nosotros.
Y supe
—era un milagro—: Dios al fin escuchaba.
Todo el
dolor del mundo le atraía a nosotros.
Las iras
eran santas; el amor, atrevido;
los
árboles, los rayos, la materia, las olas,
salían en
el hombre de un penar sin conciencia,
de un
seguir por milenios, sin historia, perdidos.
Como
quien dice «sí», dije «Dios» sin pensarlo.
Y vi que
era posible vivir, seguir cantando.
Y vi que
el mismo abismo de miseria medía
como una
boca hambrienta, qué grande es la esperanza.
Con los
cuatro elementos, más y menos que hombre,
sentí que
era posible salvar el mundo entero,
salvarme
en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo.
Por eso,
amigo mío, te recuerdo, llorando;
te
recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho;
pensando
que soy bueno, mordiéndome las uñas,
con este
yo enconado que no quiero que exista,
con eso
que en ti canta, con eso en que me extingo
y digo
derramado: amigo Blas de Otero.
Pasa y
sigue
Uno va,
viene y vuelve, cansado de su nombre;
va por
los bulevares y vuelve por sus versos,
escucha
el corazón que, insumiso, golpea
como un
puño apretado fieramente llamando,
y se
sienta en los bancos de los parques urbanos,
y ve
pasar la gente que aún trata de ser alguien.
Entonces
uno siente qué triste es ser un hombre.
Entonces
uno siente qué duro es estar solo.
Se hojean
febrilmente los anuarios buscando
la
profesión «poeta» —¡ay, nunca registrada!—.
Y
entonces uno siente cansancio, y más cansancio,
solamente
cansancio, tiempo lento y cargado.
Quisiera
que escucharais las hojas cuando crecen,
quisiera
que supierais lo que es abrirse el aire
creyendo
que uno colma de evidencia el instante
con su
golpe de savia y ascendencia situada,
quisiera
que pensarais después de tanto esfuerzo
que esa
gloria y sorpresa fueron luz, fueron nada.
Lloraríais
conmigo la lágrima o la estrella,
lloraríais verdades de temblor transparente,
caeríais
como gotas de lo espeso afligido
y en lo
pálido y liso diminutos tambores
sonarían
al paso de los números neutros
como
largos sumandos de implacable cansancio.
Lloraríais,
y, ¡ay!, lloro, yo, plural, yo, horadado,
desalmándome
lento, sintiendo ya los huesos
que,
sueltos, se golpean, y al fin, desencajados,
baten,
baten, aventan —polvo y paja— mi vida.
Lloraríais
si vierais cómo pienso en vosotros.
Lloraríais,
y, ¡ay!, lloro, lluevo amén mi fatiga.
Da miedo
ser poeta; da miedo ser un hombre
consciente
del lamento que exhala cuanto existe.
Da miedo
decir alto lo que el mundo silencia.
Mas ¡ay!
es necesario, mas ¡ay! soy responsable
de todo
lo que siento y en mí se hace palabra,
gemido articulado, temblor que se pronuncia.
Pensadlo:
ser poeta no es decirse a sí mismo.
Es asumir
la pena de todo lo existente,
es hablar
por los otros, es cargar con el peso
mortal de
lo no dicho, contar años por siglos,
ser
cualquiera o ser nadie, ser la voz ambulante
que
recorre los limbos procurando poblarlos.
A través
de mí pasa: yo irradio transparente,
yo
transmito muriendo, yo sin yo doy estado
al hombre
que si mira parece que algo exige,
y
simplemente mira, me está siempre mirando,
y
esperando, esperando desde hace mil milenios
que
alguien pronuncie un verso donde poder tenderse.
Sonámbulos
acuden a mí los que no saben
si sufren
o si sólo por no muertos del todo
aún
siguen suspirando sin encontrar su forma,
su
expresión absoluta, su descanso y mi olvido.
Y como
quien conjura fantasmas yo pronuncio
palabras
en que dejo de ser quien soy por ellos.
Cuando
grito, no grita mi yo para decirse.
Cuando
lloro, quien llora dentro de mí es cualquiera,
y es tan
sólo en los otros donde vivo de veras.
Mis
cantos son los cantos rodados que una mansa
corriente
milenaria suaviza y uniforma,
y el
murmullo del agua los va deletreando.
¡Oh
jóvenes poetas!, mirad, estoy llamando,
hundido
en ese fondo que aún no ha sido expresado
de los
muertos y el muerto que yo sumo al fracaso.
Decid lo
que no supe, lo que nadie aún ha dicho.
Yo cumplí
lo que pude, pero todo fue en vano,
y hoy me
siento cansado —perdonadme—, cansado.
No me
hagáis preguntas. Cantad cara al mañana
lo común
de la sangre, lo perpetuo y corriente.
No, al
solo yo atenidos, penséis que vuestra muerte
es la
muerte sin vuelta y el fin de vuestro anhelo.
Mientras
haya en la tierra un solo hombre que cante,
quedará
una esperanza para todos nosotros.
Despedida
Quizás,
cuando me muera,
dirán:
«Era un poeta».
Y el
mundo, siempre bello, brillará sin conciencia.
Quizás tú
no recuerdes
quién
fui, mas en ti suenen
los
anónimos versos que un día puse en ciernes.
Quizás no
quede nada
de mí, ni
una palabra,
ni una de
estas palabras que hoy sueño en el mañana.
Pero
visto o no visto,
pero
dicho o no dicho,
yo estaré
en vuestra sombra, ¡oh hermosamente vivos!
Yo
seguiré siguiendo,
yo
seguiré muriendo,
seré, no
sé bien cómo, parte del gran concierto.
España
extraña
Esta
fuerza extraña,
viva,
enmarañada,
esta
entraña a gritos que llamamos España
está en
mí, no la pienso,
no puedo
pensarla según la teoría con que quieren castrarla
los que
en nombre de un pasado dicen: gloria, punto y raya.
Esta
fuerza real que llamamos España,
rabiosa,
suficiente,
no es
gótico-galaico-leonesa-romana,
ni es
árabe, ni griega, ni austriaco-castellana.
Es ibera,
terrible, sagradamente arcaica,
mi
materia y mi magia.
Yo no
puedo pensarla.
Yo no
puedo decir mi España es buena o mala,
si es
triste o violenta, si es hermosa o si mata.
Yo no
puedo juzgarla
porque yo
soy en ella y ella en mí, transcendiendo,
y así a
fondo me sumo fieramente existiendo.
Porque
soy, porque soy
tierra
roja y cargada sustancia milenaria,
dulce
aceite espesado,
seco
esparto, sal pura, ríos con larga historia,
cuerpo
ibero con venas de metales hirientes,
que
fulgen golpeando,
montañas
decididas
en lo
llano absoluto de un planeta pensante,
gritos
por fin absueltos,
cara a un
cielo que todo lo refleja sin mancha,
voluntades
paradas,
gestas
que, no la tinta, la geología exalta,
costas
rotas que muerden con amor violento,
muriendo
de su muerte, los mares más lejanos,
terrones
trabajados
por
muertos anteriores a la historia contada,
hazañas
de una entraña que aún no agotó sus formas,
nutre mi
carne de patria.
¡Que no
vengan a decirme que es un problema mi España!
Yo la
tengo sin pensarla
y,
adorando o maldiciendo, soy desde dentro un «¿qué pasa?».
Y este
físico misterio
como un
cuerpo de amor, me tiene tanto
que yo
mismo no distingo si es que lo adoro o lo ataco.
Fiera
amante, madre amarga,
te
maldigo, me deshago, te violo, canto claro,
y esta
rabia que te grito
es la
rabia con que trato de dar a luz lo más mío,
y es mi
manera de amarte,
y es mi
manera de hablarme sin perdonarme a mí mismo.
España
ciega, mi España
seca,
hermosa, exasperante,
ancha
España que en vano cabalgo, nunca abarco,
España
que en mí lates
y más y
más te afirmas cuanto más te combato,
y eres yo
sin ser mía, no consciente, de carne.
Como me
tienes, te tengo,
como te
tengo, me tienes, y poco importa qué pienso,
pues en
ti vivo y respiro.
Tú eres
mi aire y mi tierra, tú, mi cuerpo y mi elemento,
y
maldecirte, maldigo
de mí
mismo porque pienso que aún no cumplí lo que debo.
La poesía
es un arma cargada de futuro
Cuando ya
nada se espera personalmente exaltante,
mas se
palpita y se sigue más acá de la conciencia,
fieramente
existiendo, ciegamente afirmando,
como un
pulso que golpea las tinieblas,
cuando se
miran de frente
los
vertiginosos ojos claros de la muerte,
se dicen
las verdades:
las
bárbaras, terribles, amorosas crueldades.
Se dicen
los poemas
que
ensanchan los pulmones de cuantos, asfixiados,
piden
ser, piden ritmo,
piden ley
para aquello que sienten excesivo.
Con la
velocidad del instinto,
con el
rayo del prodigio,
como
mágica evidencia, lo real se nos convierte
en lo
idéntico a sí mismo.
Poesía
para el pobre, poesía necesaria
como el
pan de cada día,
como el
aire que exigimos trece veces por minuto,
para ser
y en tanto somos dar un sí que glorifica.
Porque
vivimos a golpes, porque apenas si nos dejan
decir que
somos quien somos,
nuestros
cantares no pueden ser sin pecado un adorno.
Estamos
tocando el fondo.
Maldigo
la poesía concebida como un lujo
cultural
por los neutrales
que,
lavándose las manos, se desentienden y evaden.
Maldigo
la poesía de quien no toma partido hasta mancharse.
Hago mías
las faltas. Siento en mí a cuantos sufren
y canto
respirando.
Canto, y
canto, y cantando más allá de mis penas
personales,
me ensancho.
Quisiera
daros vida, provocar nuevos actos,
y calculo
por eso con técnica qué puedo.
Me siento
un ingeniero del verso y un obrero
que
trabaja con otros a España en sus aceros.
Tal es mi
poesía: poesía-herramienta
a la vez
que latido de lo unánime y ciego.
Tal es,
arma cargada de futuro expansivo
con que
te apunto al pecho.
No es una
poesía gota a gota pensada.
No es un
bello producto. No es un fruto perfecto.
Es algo
como el aire que todos respiramos
y es el
canto que espacia cuanto dentro llevamos.
Son
palabras que todos repetimos sintiendo
como
nuestras, y vuelan. Son más que lo mentado.
Son lo
más necesario: lo que no tiene nombre.
Son
gritos en el cielo; y en la tierra, son actos.
Rafael
Gabriel Juan Múgica Celaya Leceta, conocido como Gabriel Celaya (Hernani,
Guipúzcoa, 18 de marzo de 1911-Madrid, 18 de abril de 1991), fue un poeta
español de la generación literaria de posguerra.
Celaya
fue uno de los más destacados representantes de la que se denominó «poesía
comprometida» o poesía social. Su obra y su figura estuvieron influenciados y
fueron fruto de la estrecha colaboración con su esposa, Amparo Gastón.
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