MOSAICO EN SEPIA:
Testimonios y reflexiones sobre la vejez
Mosaico
en sepia ha titulado su reciente obra, la piscóloga y escritora Consuelo
Undurraga Infante. Es un texto, cuya importancia y trascendencia es
incuestionable en los tiempos que corren. La autora, esta vez ha decidido
ponernos frente al espejo con la vejez y la muerte con todo su franco realismo,
pero al mismo tiempo presenta con dulzura la visión del siglo XXI, el tiempo de
los viejos, que como tales plantean a la sociedad nuevas visiones y nuevas
realidades que empezamos a observar con mayor detenimiento y seriedad. ¿El
mundo ha envejecido? Indudablemente no. Indudablemente sí. Solo podemos
asegurar que sus habitantes hemos envejecido en una sociedad que no estaba
preparada para recibirnos y comprender nuestras necesidades y con ello el trato
y las consideraciones que se han de contemplar con las personas que venimos
llegando como un enjambre a esta etapa de la vida llamada vejez. La autora con
una envidiable lucidez nos advierte: “La vejez ya no es una sola vejez”, y nos
ilumina con conceptos que ya forman parte de una realidad que, como se suele
decir, “ha llegado para quedarse”. Entonces nuestra sociedad senescente debe
considerarse en diversas etapas, a pesar de que decir “viejo”, considerando su
inevitable dejo despectivo en el vocablo, “solo alude a una persona que tiene
más de sesenta años”. (…) Un punto en extremo destacable es cómo la autora no
solo nos habla desde el conocimiento de este gran tópico humano, sino también
interviene narrando bella y poéticamente, sin soltar la mano de la conciencia,
sin abandonarse a su natural emocionalidad, episodios de su propia experiencia
vital, desde ella misma, con amigos y parientes. Eso, a mi juicio, nos acerca
aún más a este libro cuya importancia y realidad es abrumadora.
Esta obra que comienza con la vejez y que será de
gran ayuda para quienes ya somos viejos en distintos tramos y tenemos viejos
junto a nosotros, con quienes a veces no sabemos cómo relacionarnos, ni cómo
manejar sentimientos que nos conflictúan como la tristeza, la rabia, la culpa,
el dolor y todo el abanico que se despliega ante la realidad de la vejez y la
proximidad de la muerte.
Teresa Calderón
CAMINO DEL OLVIDO
Danielle
era una hermosa mujer de más de sesenta años, madre de seis hijos y eterna
militante de causas solidarias. La conocí en mi primer trabajo en Francia y
nuestras vidas se fueron entrelazando poco a poco, a pesar de una gran
diferencia de edad. Bondadosa, se convirtió en la abuela de mis hijos y con los
suyos, en la familia extendida añorada. Quise hacerle un regalo para agradecer
su afecto y la invité a pasar juntas un fin de semana a la playa. Accedió con
entusiasmo y propuso que fuéramos a Etrétat, una localidad en el Oeste de
Francia. Salimos entonces de París, un lindo día de primavera, ella manejando
su Peugeot 106, yo de copiloto, y enfilamos hacia el borde del mar por esa
hermosa ruta, enmarcada por flores blancas de perales y manzanos y pasto verde.
Fueron horas maravillosas en las que el ritmo de las palabras bajaba solo para
apreciar la belleza del entorno. El pueblo pequeño y pintoresco de casas con
entramados de madera típicos de la región, descendía suavemente hacia una playa
de arenas blancas, custodiada por enormes acantilados de piedra caliza.
Caminamos, reímos y degustamos ricos platos típicos rebosantes de crema, por supuesto
no faltó la sidra ni el Calvados, el licor de la región. Fueron momentos
inolvidables de una cariñosa y jovial complicidad. Pero terminaron mal, la
vuelta a casa derrotó a Danielle, hasta esa fecha, gran conductora y buena
conocedora de su capital. En su mente, el mapa de París parecía haberse
esfumado, y un camino tan conocido, le pareció extraño. Se perdió y dio vueltas
y vueltas por los dos anillos que rodean la ciudad: la Grande y la Petite
Ceinture, sin encontrar el regreso a casa. Fue una pesadilla y el primer signo
de que algo andaba mal. Ella se dio cuenta, me quedó claro, cuando con
vergüenza y la voz teñida de angustia, me rogó que no lo comentara con nadie.
No sé si debería haber expuesto el hecho, pero quedé entrampada en la lealtad
hacia mi amiga y cumplí la promesa. Al poco tiempo, Danielle comentó que a
veces las palabras se fugaban de su mente, la tranquilicé, pensando que era la
edad, pero asustada consultó un médico. No supo, o no pudo explicar lo que este
le había dicho, pero comentó: parece que no me llega bien la sangre al cerebro
y tengo que hacer unos ejercicios. Al poco tiempo la casa se alegró con decenas
de papelitos de colores que nombraban los objetos: mesa, sábana de baño,
sillón, revista. Mi amiga los observaba y repetía: mesa, sábana de baño,
sillón, revista. Un poco más tarde, fue la utilidad de los objetos nombrados la
que se escapó de su memoria. Siempre recordaré cuando yo estaba poniendo la
mesa, quiso ayudarme y no pudo: tomó los viejos cubiertos de plata con puño de
marfil, tantas veces lavados, pulidos y los miró con extrañeza, sus ojos se
nublaron, y no supo qué hacer. Lentamente, la peste del olvido como la llamó
García Márquez en Cien años de soledad, iba avanzando y ella, la dueña de casa
perfecta, empezó a angustiarse y a quedar paralizada ante las más pequeñas
tareas. Esto fue aún más evidente en su reino, la cocina. Nunca más degustamos
su famosa pierna de cordero asada, ni las berenjenas con salsa de tomate, ni
sus deliciosas tartas de fruta. La preocupación y la tristeza invadieron
familia y amigos. Danielle luchaba diariamente por conservar los restos de su
memoria herida, pero perdía batalla tras batalla. El daño se acentuó
notoriamente después de la muerte de su marido: una parte de ella se fue con
él, y la dejó aún más despojada. Lo triste era que ella era consciente de
avanzar inexorablemente en el camino sin retorno. Se tomaron disposiciones para
asegurar su cuidado: estar siempre acompañada, guardar los elementos
peligrosos, cortar dispositivo del gas después de usarlo, pero nada fue
suficiente, varias veces se perdió en el bosque colindante y se la encontró
sumergida en la confusión y el miedo. El mal continuaba su obra destructora,
poco a poco se le fueron borrando los rostros de los seres queridos; luego
desconoció el propio al reflejarse en un espejo o en un vidrio. ¿Quién es esa
mujer que me mira en la ventana? decía una y otra vez y estas visiones la
atormentaban. La vida cotidiana se hizo cada vez más complicada, se tomó
entonces una difícil decisión: se la llevaría a una residencia especializada
para que pudieran atenderla mejor. Danielle se resistió con rabia y angustia al
cambio, finalmente se rindió, y durante un tiempo pareció acomodarse a esa vida
en la que el ritmo de la propia existencia lo marcan otros. La última vez que
la vi ya no hablaba, pero sus ojos transmitían emociones. La llevamos a
Giverny, el jardín donde pintó Renoir, ahí se vio feliz, en ese mundo de
belleza que al instante se esfumaba. Pasó el tiempo y su organismo entero le resultó
desconocido: no podía ir al baño y caminar. Finalmente ya no pudo respirar.
Dejó su cuerpo vacío de recuerdos un triste otoño, hace ya muchos años.
EL CUERPO
Ayer
me detuve frente al espejo y me acordé de una escena de esa hermosa película
alemana: Nunca es tarde para amar, del director Andreas Dresen. En ella la
protagonista -de más de setenta años- se observa frente al espejo antes de una
cita amorosa. Yo no tenía ningún encuentro, pero hice el riesgoso ejercicio de
detenerme a observar la que soy en esta etapa de la vida. ¿Qué queda de esa
niña tranquila y de esa adolescente con los ojos bien abiertos al mundo? Desde
el punto de vista físico, no mucho: quizás la forma de la cara, el color de los
ojos, las mejillas de manzana, ciertos atisbos de cintura, y unas manos
grandes. El tiempo me ha cambiado y moldeado guardando parte de mi historia.
Ahí está, cobijada en un pliegue, la cicatriz en el entrecejo, fruto de una
broma escolar en una pila de agua; las arruguitas de los ojos, herencia de momentos
de alegría y risa; las anchas caderas que acogieron a mis hijos y también
kilitos de más, fruto de la buena comida. Claro que hay marcas que no se ven:
las de las caricias, las del dolor y el sufrimiento, las del amor y el placer.
Esas son más tímidas y pudorosas, se esconden en mi mente y solo aparecen en
momentos especiales.
La
que está en ese espejo soy yo, es mi cuerpo de mujer madura; mi carta de
presentación, lo que los otros ven y yo a veces olvido. Tiene una cierta
armonía, aunque está cansado, pero es el mío. Me invade una suerte de respeto,
una ola de ternura, por el tiempo en él inscrito, y me aparto en silencio,
agradecida.
LAS MANOS DE MI PADRE
Mi
papá tenía lindas manos, por lo menos eso pensaba yo. Eran grandes, con sus
uñas cuadradas bien recortadas, de un color mate bronceado fruto de sus días
campesinos. Lo que era más asombroso es que eran suaves, muy suaves, como las
de una niña y, extrañamente, las conservó así hasta su muerte a los noventa y
dos años. Eran manos fuertes, poderosas, inspiraban respeto, pero también muy
tiernas, moldeadas por infinitas caricias. Cuando era pequeña, me
tranquilizaban, el solo rozarlas me producía paz y serenidad. Ya más grande,
observándolas cuando el papá conducía el Citroën negro de tres corridas de
asientos, irradiaban poder. Una sola vez las usó para pegarme una palmada, y
yo, sorprendida y con temor, me hice pipí. En la adolescencia, sus cariños me
producían una infinita vergüenza, sobre todo en presencia de mis amigos. Años
más tarde, ya de novia, me sentía tensionada entre dos amores, cuando en la
mesa almorzando, me las tomaba para acariciarlas. Con los años sus manos se
fueron manchando, pero no perdieron lozanía. En su vejez, después de la
terrible enfermedad que le robó la vista, fueron ellas su lazarillo. Al caminar
las extendía, para percibir los peligros que acechaban su paso. Y en su último
tiempo, se pintaron de rojo, pequeños derrames de un color violáceo las
ensuciaron, pero él afortunadamente no las vio. De manera inesperada, en sus
últimos momentos, mostraron de nuevo su belleza: estaban tersas, impecables,
suaves, muy suaves, con sus uñas cuadradas bien cortadas, como despidiéndose
con esplendor. Entonces fui yo la que no las quería soltar, solo pude dejarlas
ir cuando el calor las abandonó y su alma bondadosa desapareció entre las
nubes.
Consuelo Undurraga Infante (Santiago de Chile 1949)
Doctora en Psicología de la Sorbonne, París, Francia, ciudad donde estudió y vivió muchos años.
Hoy Profesora Titular de la
Pontificia Universidad Católica de Chile, Psicoterapeuta de adultos en consulta
particular.
Entre sus publicaciones
destacan:
Como aprenden los adultos
(2004) Ediciones Universidad Católica
De la conquista del mundo a
la conquista de sí mismo (2011) Ediciones Universidad Católica
Hojas sueltas (2019)
Editorial Puerto de Escape
Kaleidoscopio Antología con
otros autores (2020) Editorial Puerto de Escape
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