martes, 26 de julio de 2022

MOSAICO EN SEPIA / Consuelo Undurraga Infante

 


MOSAICO EN SEPIA

Testimonios y reflexiones sobre la vejez

 

Mosaico en sepia ha titulado su reciente obra, la piscóloga y escritora Consuelo Undurraga Infante. Es un texto, cuya importancia y trascendencia es incuestionable en los tiempos que corren. La autora, esta vez ha decidido ponernos frente al espejo con la vejez y la muerte con todo su franco realismo, pero al mismo tiempo presenta con dulzura la visión del siglo XXI, el tiempo de los viejos, que como tales plantean a la sociedad nuevas visiones y nuevas realidades que empezamos a observar con mayor detenimiento y seriedad. ¿El mundo ha envejecido? Indudablemente no. Indudablemente sí. Solo podemos asegurar que sus habitantes hemos envejecido en una sociedad que no estaba preparada para recibirnos y comprender nuestras necesidades y con ello el trato y las consideraciones que se han de contemplar con las personas que venimos llegando como un enjambre a esta etapa de la vida llamada vejez. La autora con una envidiable lucidez nos advierte: “La vejez ya no es una sola vejez”, y nos ilumina con conceptos que ya forman parte de una realidad que, como se suele decir, “ha llegado para quedarse”. Entonces nuestra sociedad senescente debe considerarse en diversas etapas, a pesar de que decir “viejo”, considerando su inevitable dejo despectivo en el vocablo, “solo alude a una persona que tiene más de sesenta años”. (…) Un punto en extremo destacable es cómo la autora no solo nos habla desde el conocimiento de este gran tópico humano, sino también interviene narrando bella y poéticamente, sin soltar la mano de la conciencia, sin abandonarse a su natural emocionalidad, episodios de su propia experiencia vital, desde ella misma, con amigos y parientes. Eso, a mi juicio, nos acerca aún más a este libro cuya importancia y realidad es abrumadora.

 

Esta obra que comienza con la vejez y que será de gran ayuda para quienes ya somos viejos en distintos tramos y tenemos viejos junto a nosotros, con quienes a veces no sabemos cómo relacionarnos, ni cómo manejar sentimientos que nos conflictúan como la tristeza, la rabia, la culpa, el dolor y todo el abanico que se despliega ante la realidad de la vejez y la proximidad de la muerte.

Teresa Calderón

 

 

 

CAMINO DEL OLVIDO

 

Danielle era una hermosa mujer de más de sesenta años, madre de seis hijos y eterna militante de causas solidarias. La conocí en mi primer trabajo en Francia y nuestras vidas se fueron entrelazando poco a poco, a pesar de una gran diferencia de edad. Bondadosa, se convirtió en la abuela de mis hijos y con los suyos, en la familia extendida añorada. Quise hacerle un regalo para agradecer su afecto y la invité a pasar juntas un fin de semana a la playa. Accedió con entusiasmo y propuso que fuéramos a Etrétat, una localidad en el Oeste de Francia. Salimos entonces de París, un lindo día de primavera, ella manejando su Peugeot 106, yo de copiloto, y enfilamos hacia el borde del mar por esa hermosa ruta, enmarcada por flores blancas de perales y manzanos y pasto verde. Fueron horas maravillosas en las que el ritmo de las palabras bajaba solo para apreciar la belleza del entorno. El pueblo pequeño y pintoresco de casas con entramados de madera típicos de la región, descendía suavemente hacia una playa de arenas blancas, custodiada por enormes acantilados de piedra caliza. Caminamos, reímos y degustamos ricos platos típicos rebosantes de crema, por supuesto no faltó la sidra ni el Calvados, el licor de la región. Fueron momentos inolvidables de una cariñosa y jovial complicidad. Pero terminaron mal, la vuelta a casa derrotó a Danielle, hasta esa fecha, gran conductora y buena conocedora de su capital. En su mente, el mapa de París parecía haberse esfumado, y un camino tan conocido, le pareció extraño. Se perdió y dio vueltas y vueltas por los dos anillos que rodean la ciudad: la Grande y la Petite Ceinture, sin encontrar el regreso a casa. Fue una pesadilla y el primer signo de que algo andaba mal. Ella se dio cuenta, me quedó claro, cuando con vergüenza y la voz teñida de angustia, me rogó que no lo comentara con nadie. No sé si debería haber expuesto el hecho, pero quedé entrampada en la lealtad hacia mi amiga y cumplí la promesa. Al poco tiempo, Danielle comentó que a veces las palabras se fugaban de su mente, la tranquilicé, pensando que era la edad, pero asustada consultó un médico. No supo, o no pudo explicar lo que este le había dicho, pero comentó: parece que no me llega bien la sangre al cerebro y tengo que hacer unos ejercicios. Al poco tiempo la casa se alegró con decenas de papelitos de colores que nombraban los objetos: mesa, sábana de baño, sillón, revista. Mi amiga los observaba y repetía: mesa, sábana de baño, sillón, revista. Un poco más tarde, fue la utilidad de los objetos nombrados la que se escapó de su memoria. Siempre recordaré cuando yo estaba poniendo la mesa, quiso ayudarme y no pudo: tomó los viejos cubiertos de plata con puño de marfil, tantas veces lavados, pulidos y los miró con extrañeza, sus ojos se nublaron, y no supo qué hacer. Lentamente, la peste del olvido como la llamó García Márquez en Cien años de soledad, iba avanzando y ella, la dueña de casa perfecta, empezó a angustiarse y a quedar paralizada ante las más pequeñas tareas. Esto fue aún más evidente en su reino, la cocina. Nunca más degustamos su famosa pierna de cordero asada, ni las berenjenas con salsa de tomate, ni sus deliciosas tartas de fruta. La preocupación y la tristeza invadieron familia y amigos. Danielle luchaba diariamente por conservar los restos de su memoria herida, pero perdía batalla tras batalla. El daño se acentuó notoriamente después de la muerte de su marido: una parte de ella se fue con él, y la dejó aún más despojada. Lo triste era que ella era consciente de avanzar inexorablemente en el camino sin retorno. Se tomaron disposiciones para asegurar su cuidado: estar siempre acompañada, guardar los elementos peligrosos, cortar dispositivo del gas después de usarlo, pero nada fue suficiente, varias veces se perdió en el bosque colindante y se la encontró sumergida en la confusión y el miedo. El mal continuaba su obra destructora, poco a poco se le fueron borrando los rostros de los seres queridos; luego desconoció el propio al reflejarse en un espejo o en un vidrio. ¿Quién es esa mujer que me mira en la ventana? decía una y otra vez y estas visiones la atormentaban. La vida cotidiana se hizo cada vez más complicada, se tomó entonces una difícil decisión: se la llevaría a una residencia especializada para que pudieran atenderla mejor. Danielle se resistió con rabia y angustia al cambio, finalmente se rindió, y durante un tiempo pareció acomodarse a esa vida en la que el ritmo de la propia existencia lo marcan otros. La última vez que la vi ya no hablaba, pero sus ojos transmitían emociones. La llevamos a Giverny, el jardín donde pintó Renoir, ahí se vio feliz, en ese mundo de belleza que al instante se esfumaba. Pasó el tiempo y su organismo entero le resultó desconocido: no podía ir al baño y caminar. Finalmente ya no pudo respirar. Dejó su cuerpo vacío de recuerdos un triste otoño, hace ya muchos años.

 

 

EL CUERPO

 

Ayer me detuve frente al espejo y me acordé de una escena de esa hermosa película alemana: Nunca es tarde para amar, del director Andreas Dresen. En ella la protagonista -de más de setenta años- se observa frente al espejo antes de una cita amorosa. Yo no tenía ningún encuentro, pero hice el riesgoso ejercicio de detenerme a observar la que soy en esta etapa de la vida. ¿Qué queda de esa niña tranquila y de esa adolescente con los ojos bien abiertos al mundo? Desde el punto de vista físico, no mucho: quizás la forma de la cara, el color de los ojos, las mejillas de manzana, ciertos atisbos de cintura, y unas manos grandes. El tiempo me ha cambiado y moldeado guardando parte de mi historia. Ahí está, cobijada en un pliegue, la cicatriz en el entrecejo, fruto de una broma escolar en una pila de agua; las arruguitas de los ojos, herencia de momentos de alegría y risa; las anchas caderas que acogieron a mis hijos y también kilitos de más, fruto de la buena comida. Claro que hay marcas que no se ven: las de las caricias, las del dolor y el sufrimiento, las del amor y el placer. Esas son más tímidas y pudorosas, se esconden en mi mente y solo aparecen en momentos especiales.

La que está en ese espejo soy yo, es mi cuerpo de mujer madura; mi carta de presentación, lo que los otros ven y yo a veces olvido. Tiene una cierta armonía, aunque está cansado, pero es el mío. Me invade una suerte de respeto, una ola de ternura, por el tiempo en él inscrito, y me aparto en silencio, agradecida.

 

 

LAS MANOS DE MI PADRE

 

Mi papá tenía lindas manos, por lo menos eso pensaba yo. Eran grandes, con sus uñas cuadradas bien recortadas, de un color mate bronceado fruto de sus días campesinos. Lo que era más asombroso es que eran suaves, muy suaves, como las de una niña y, extrañamente, las conservó así hasta su muerte a los noventa y dos años. Eran manos fuertes, poderosas, inspiraban respeto, pero también muy tiernas, moldeadas por infinitas caricias. Cuando era pequeña, me tranquilizaban, el solo rozarlas me producía paz y serenidad. Ya más grande, observándolas cuando el papá conducía el Citroën negro de tres corridas de asientos, irradiaban poder. Una sola vez las usó para pegarme una palmada, y yo, sorprendida y con temor, me hice pipí. En la adolescencia, sus cariños me producían una infinita vergüenza, sobre todo en presencia de mis amigos. Años más tarde, ya de novia, me sentía tensionada entre dos amores, cuando en la mesa almorzando, me las tomaba para acariciarlas. Con los años sus manos se fueron manchando, pero no perdieron lozanía. En su vejez, después de la terrible enfermedad que le robó la vista, fueron ellas su lazarillo. Al caminar las extendía, para percibir los peligros que acechaban su paso. Y en su último tiempo, se pintaron de rojo, pequeños derrames de un color violáceo las ensuciaron, pero él afortunadamente no las vio. De manera inesperada, en sus últimos momentos, mostraron de nuevo su belleza: estaban tersas, impecables, suaves, muy suaves, con sus uñas cuadradas bien cortadas, como despidiéndose con esplendor. Entonces fui yo la que no las quería soltar, solo pude dejarlas ir cuando el calor las abandonó y su alma bondadosa desapareció entre las nubes.

 


 

Consuelo Undurraga Infante (Santiago de Chile 1949)

Doctora en Psicología de la Sorbonne, París, Francia, ciudad donde estudió y vivió muchos años.

Hoy Profesora Titular de la Pontificia Universidad Católica de Chile, Psicoterapeuta de adultos en consulta particular.

Entre sus publicaciones destacan:

Como aprenden los adultos (2004) Ediciones Universidad Católica

De la conquista del mundo a la conquista de sí mismo (2011) Ediciones Universidad Católica

Hojas sueltas (2019) Editorial Puerto de Escape

Kaleidoscopio Antología con otros autores (2020) Editorial Puerto de Escape


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