Límite
Estoy enfermo. Mi yo
no es sino un bulto abandonado
en un lugar con flores de doble
filo.
Me arrastro como puedo
entre hombres y mujeres de
sonrisa perfecta
condicionada
al cambio de las monedas falsas.
Me sobrevuelan círculos
concéntricos
de sombras
con brillo
de navajas
que me escarban el fondo,
y nada digo.
Estoy enfermo, claro, muy
enfermo,
todos
están enfermos en la ciudad que
habito.
Anda drogado y sucio el odio por
las calles y sufre
oscuramente
de frío en la cabeza.
Lejos esté el amor. Muy lejos de
estos crueles edificios.
Esta luz que suscribo
Esto que suscribo
nace
de mis viajes a las inmovilidades
del pasado. De la seducción
que me causa la ondulación del
fuego
igual
que a los primeros hombres que lo
vieron y lo sometieron
a la mansedumbre de una lámpara.
De la fuente
en donde la muerte encontró el
secreto de su eterna juventud.
De conmoverme
por los cortísimos gritos
decapitados
que emiten los animales endebles
a medio morir.
Del amor consumado.
desde la misma lástima, me viene.
Del hielo que circula por las
oscuridades
que ciertas personas echan por la
boca sobre mi nombre. Del centro
del escarnio y de la indignación.
Desde la circunstancia
de mi gran compromiso, vive como
es posible
esta luz que suscribo.
La batalla oscura
He vuelto.
El caserío se desploma y flota su
nombre
solamente.
Beso la tarde como quien besa una
mujer dormida.
Los amigos
se acercan con rumor de infancia
en cada frase.
Los muchachos
pronuncian mi nombre y yo admiro
sus bocas con animal ternura.
Levanto una piedra como quien
alza un ramo
sin otro afán que la amistad
segura.
La realidad sonríe
tal vez
porque
algo
he inventado en esta historia. He
vuelto, es cierto,
pero nadie me mira ni me habla, y
si lo hacen,
escucho una batalla de palabras
oscuras entre dientes.
(las brasas del hogar amplían los
rincones
y doran las tijeras del día que
se cierra).
Un esfuerzo violáceo
contiene mi garganta.
Malditos bailarines sin cabeza
Aquellos de nosotros
que siendo hijos y nietos
de honestísimos hombres de campo,
cien veces
negaron sus orígenes
antes y después
del canto de los gallos.
Aquellos de nosotros
que aprendieron de los lobos
las vueltas
sombrías
del aullido y el acecho,
y que a las crueldades adquiridas
agregaron
los refinamientos de la
perversidad
extraídos
de las cavidades de los lamentos.
Y aquellos de nosotros
que compartieron (y comparten)
la mesa
y el lecho
con heladas bestias velludas
destructoras
de la imagen de la patria, y que
mintieron o callaron
a la hora de la verdad, vosotros,
-solamente vosotros, malignos
bailarines sin cabeza-
un día valdréis menos que una
botella quebrada
arrojada
al fondo de un cráter de la Luna.
Los elegidos de la violencia
No es fácil reconocer la alegría
después de contener el llanto
mucho tiempo.
El sonido de los balazos
puede encontrar de súbito
el sitio de la intimidad. El
cielo aterroriza
con sus cuencas vacías. Los
pájaros pueden alojar la delgadez
de la violencia entre patas y
picos. La guerra fría
tiene su mano azul y mata.
La niñez, aquella de los cuidados
cabellos de vidrio,
no la hemos conocido. Nosotros
nunca hemos sido niños.
El horror
asumió su papel de padre frío.
Conocemos su rostro
línea por línea,
gesto por gesto, cólera por
cólera. Y aunque desde las colinas admiramos el mar
tendido en la maleza, adolescente
el blanco oleaje,
nuestra niñez se destrozó en la
trampa
que prepararon nuestros mayores.
Hace ya muchos años
la alegría
se quebró el pie derecho y un
hombro,
y posiblemente ya no se levante,
la pobre.
Mirad.
Miradla cuidadosamente.
La hora baja
Eran los años primeros.
Cruzábamos entonces la existencia
entre
lineales zumbidos,
difuntos calumniados
y ríos poseedores de márgenes
secretos. Éramos
los vagabundos hermanos
de los canes sin dueño,
cazadores de insectos,
jurados enemigos
de torpes
implacables policías;
guerreros inmortales
de la mitología, no distinguíamos
un ala
del cuerpo de una niña.
Dando vueltas y cambios crecimos
duramente.
De nosotros
se levantaron
los jueces de dos caras; los
perseguidores
de cien ojos, veloces en la bruma
y alegres
consumidores de distancias; los
delatores fáciles;
los verdugos sedientos de
púrpura; los falsos testigos
creadores de la gráfica del humo;
los pacientes
hacedores de nocturnos cuchillos.
Algunos dijeron: es el destino
que nos fue asignado, y huyeron
dejando la noche enterrada. Otros
prefirieron encerrarse entre
cuatro paredes sin principio ni fin.
Pero todos nosotros -a cierta
hora- recorremos
la callejuela de nuestro pasado
de donde
volvemos
con los cabellos tintos de
sangre.
Los pobres
Los pobres son muchos
y por eso
es imposible olvidarlos.
Seguramente
ven
en los amaneceres
múltiples edificios
donde ellos
quisieran habitar con sus hijos.
Pueden
llevar en hombros
el féretro de una estrella.
Pueden
destruir el aire como aves
furiosas,
nublar el sol.
Pero desconociendo sus tesoros
entran y salen por espejos de
sangre;
caminan y mueren despacio.
Por eso
es imposible olvidarlos.
Si el frío fuera una casa con heno, niño y misterio
El frío
tiene
los ademanes suaves
pero sus claros pies de agua
dormida
no entran
en las habitaciones de los
poderosos.
Penetra
en las chozas
con la tranquilidad de los dueños
y abraza la belleza de los niños.
Los desheredados
dudan
de esas delicadas actitudes
y esperan la tibieza
-se diría calor humano-
temblando como ovejas en peligro.
Su poderío aniquila los castillos
de arena
habitados por sirenas, y a los
inválidos
que en los días de ventisca
no poseen abrigo alguno.
Los caballos salvajes
galopan hacia el mar
cuando sus instintos
perciben
los movimientos
de su profundo corazón de nieve.
Piano vacío
Si acaso
deciden buscarme,
me encontrarán
afinando mi caja de música.
Podrán
oír entonces
la canción que he repetido
a boca de los anocheceres:
ustedes
destruyeron
cuidadosamente
mi patria y escribieron su nombre
en libros secretos.
A nosotros
nos transformaron en
espantapájaros.
Si acaso
deciden
buscarme,
estaré esperándoles
junto a mi silencio de piano
vacío.
Roberto
Sosa
(Yoro, 18 de abril de 1930 -
Tegucigalpa, 23 de mayo de 2011) fue un poeta hondureño, uno de los más
prestigiosos en su país.
Es autor de Muros, Mar interior, Los
pobres, Un mundo para todos dividido, Obra completa, Diálogo de sombras, Prosa
armada, Máscara suelta, Hasta el sol de hoy, Antología personal, Digo Mujer,
entre otros libros. Ha obtenido los premios Juan Ramón Molina 1967, Adonais
1968, Casa de las Américas, 1971, Ramón Rosa 1972, Ramón Amaya Amador, 1975 e
Itsamná. Su libro The return of the river (El regreso del río) edición bilingüe
publicada por Curbstone Press, traducido por Jo Anne Engelbert, obtuvo el
premio National Traslation Award 2003 otorgado por The American Literary
Asosiation (Alta).
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