miércoles, 6 de abril de 2022

Basilio Sánchez / Selección Poética

 


 

SE presiente la lluvia. En las ventanas

el paso de los años ha dejado fisuras,

recodos inquietantes, humedades azules.

 

Unas piedras labradas delimitan el paisaje exterior:

escaleras ocultas por las hojas,

pabellones de invierno decorados

con dibujos geométricos, especies diferentes

de frutales y arbustos de estatura magnífica.

 

La chimenea de mármol,

el color amarillo de los muros,

el café distendido: aquí, junto a la llama,

al calor que trasciende esta humedad nocturna,

la lluvia se concibe como un temblor de lámparas,

como el último gesto del suicida.

 

 

 

SIEMPRE supe que el ruido de los trenes

atenúa el dolor.

 

Hemos venido aquí

cubriéndonos el pelo, poseídos

no por la lucidez,

sino por la memoria de la lluvia.

 

Pues intuyo que la noche ha perdido

su cadencia lunar y ahora desata

sobre los adoquines,

los relojes cubiertos por las enredaderas

su jauría de lobos.

 

 

UN vehículo oscuro me conduce

por las estribaciones

de una tarde ya ambigua. No estremece,

su sonido es el roce de los párpados,

una puerta entreabierta con los goznes de agua.

 

Absorto, apenas miro;

hace rato que intuyo el ascenso de la savia,

esa argucia legítima con que se perpetúan

las hojas de los árboles

y que está ahí fuera,

esquivando el embate de la carrocería.

 

En las manos, imágenes,

escenas que suceden de nuevo con idéntico ritmo,

palabras fragmentadas,

diálogos que no soportarían el pulso de unos labios.

 

El desvarío, tal vez, de alguien aturdido

por la escasez de tiempo.

 

No necesito más: este equipaje mínimo

con que distraigo acaso

mi propia desnudez y la certeza

de saberme en los límites,

a un paso ya de la filosofía del perfume.

 

 

 

MUY pronto la tormenta nos dejará a oscuras.

Como el año de las inundaciones,

cuando el roce imprevisto de unos labios

nos causaba temor.

 

Luego vendrá el murmullo de las hojas

recogiendo la lluvia,

la inquietud de los muros, el brazo de la noche

sobre nuestras espaldas como una sombra inmóvil.

 

Porque todo sucede de la misma manera:

las aguas que amenazan de nuevo

con llegar hasta el borde de las estanterías,

unos besos furtivos en las inmediaciones de la muerte.

 

 

LAS piedras se habitúan

a la inmovilidad, así los ojos.

 

Tras la lluvia,

la tierra devastada se sumerge en sí misma.

Los bosques, los edificios nuevos, los antiguos

son tomados ahora por un vaho

muy lento que los cubre.

 

La ciudad apagada,

esta hora sin luz ni oscuridad en la que el humo

del día y de la noche se confunden,

el fondo inconsolable de nuestros pensamientos.

 

Queda sobre las cosas, solitaria,

una estrella culpable.

Para ella, también para nosotros, debería haber perdón.

 

 

EL BOSQUE

 

El bosque,

su inconsciente temor al inventario,

al recuento exhaustivo de recodos,

elementos triviales, pájaros ocultos.

 

Cada ciclo lunar pervive en una hoja:

un calendario atroz apenas verosímil,

un embalaje espléndido para la eternidad,

una visión efímera.

 

 

PRIMERO fue el otoño cubriendo la obsidiana

de los parques vacíos.

 

Después, el hombre solo,

el hombre que camina de espaldas a la luz y nada dice

porque nada confiere mayor veracidad a su silencio

que el ruido de sus pasos.

 

Es el hombre que escribe

en la última página del libro de las horas,

el que intuye palabras

como pulpa o diadema o roca o víspera,

pero no las pronuncia.

 

Es el hombre dormido sobre un banco de piedra,

junto a las flores secas de los setos

y los vasos volcados

de la celebración.

 

Porque aquí está el origen, la razón de este otoño

que ahora deja sus hojas amarillas

en las proximidades del olvido.

 

 

HE escuchado las voces

de las lentas mujeres que cuidan de sus hijos.

 

Las hojas de laurel, para la copa

del árbol de sus vientres.

 

Sobre la piedra intacta del que fue concebido,

ellas beben el agua

que surge de las fuentes de la fertilidad.

 

Minerales azules, cerezas del augurio

para adornar sus cuellos.

 

Las que una vez lloraron

sobre la escarcha oscura de los días prometidos

mientras acariciaban

el rostro de las dulces imágenes que viven en la noche.

 

Para ellas,

el cerco imaginario de la felicidad.

 

 

SOY el que espera ahora

la ascensión de los días desde las ramas altas.

 

He escuchado las voces

de las lentas mujeres que cuidan de sus hijos.

 

Para vosotras,

la huella que en el agua deja el paso del aire,

los pájaros que cruzan sobre la profecía

de vuestros corazones.

 

Vosotras, que vivisteis compartiendo la noche

en el centro de la inmovilidad,

que en el dolor

buscasteis otras manos más allá de las mías.

 

La luz para vosotras,

los hijos que ahora hablan vuestro mismo dialecto.

Los labios que adormecen el corazón del odio.

 

 

 

LA mujer que camina delante de su sombra.

Aquella a quien precede la luz como las aves

a las celebraciones del solsticio.

 

La que nada ha guardado para sí

salvo su juventud

y la piedra engarzada de las lágrimas.

 

Aquella que ha extendido su pelo sobre el árbol

que florece en otoño, la que es dócil

a las insinuaciones de sus hojas.

 

La mujer cuyas manos son las manos de un niño.

 

La que es visible ahora en el silencio,

la que ofrece sus ojos

al animal oscuro que mira mansamente.

 

La que ha estado conmigo en el principio,

la mujer que ha trazado

la forma de las cosas con el agua que oculta.

 

 

EN el descendimiento de la luz,

en el remoto

sonido de las aguas de las fuentes eternas,

en las hojas silvestres, en las frutas

dejadas al azar sobre las rocas vírgenes,

en las habitaciones

perdidas de los pájaros.

 

En la declinación de la memoria, en la inocencia

de los gestos ocultos en los ojos

de los que permanecen,

entre la lentitud y la certeza

de su sombra extendida.

 

¿Dónde vivir ahora, sino en algún lugar

consagrado a los vivos?

 

 

 

EL LUGAR DE LOS HECHOS

 

Todo lo que ahora abarca la mirada,

la memoria, los momentos perdidos,

todo aquello

que ignoré de la vida,

que apenas reconozco, bajo su lentitud, en este hueco

que conforman mis manos.

 

Ese rumor que intuyo cuando escribo esta página,

este presentimiento, esta insistencia

que después me conduce, más allá de mí mismo,

hasta un lugar cercano

al de mi nacimiento, al de mi muerte.

 

Nada a mi alrededor, sólo la leve

respiración pausada

de un animal que mira con la cabeza vuelta.

Bastará con mis ojos,

con esta mano antigua que aproximo a su boca,

para que se levante y huya.

 

 

AL FINAL DE LA TARDE

 

No he escogido el lugar: alguien se acerca

desde fuera del mundo y me conduce

con los ojos cerrados hasta el centro

de un paisaje en el sur donde descubro,

bajo el sol de la tarde,

colinas diminutas del color de la pérdida y cultivos

que crecen lentamente hasta el mar y se sumergen,

después, bajo sus aguas,

bajo el débil reflejo provocado por sus oscilaciones

y el flujo de las rocas.

 

Una mujer al fondo recoge con sus manos

la piedad de la tierra

mientras crece en silencio, sobre el lento

corazón de las cosas, la sombra de los árboles.

 

Donde alcanzan los ojos, en el límite,

los muros de las casas que no ocultan las hojas

tienen brillos dorados:

aún es de día

en las habitaciones de los hombres.

 

 

EL ESPÍRITU DE LA POESÍA

 

Ésta es sólo una lluvia destinada a los árboles,

un paisaje que crece

sobre el espíritu de los iconos.

 

Hablo de la memoria, de una mirada íntima,

o de la confluencia de dos formas distintas de materia.

 

Hablo de esta palabra

que ha de ser concebida tan sólo como el ruido

que divide a la noche en sus dos gatos siameses.

 

 

 

UN LUGAR TRANSITABLE

 

He escrito algunas páginas y he bajado a la calle.

 

Ya ha caído, quizás, la última hoja

y el invierno se extiende lentamente

entre las dos orillas: este año

rodará sobre el césped

y hará crujir los labios de los hombres

que ahora son vulnerables. Hace frío.

Recuerdo, sin embargo, que mis últimos versos

fueron rocas azules sobre un paisaje íntimo,

miradas encendidas por la luz del verano.

 

En los alrededores,

unos muros de piedra ponen límite

a un jardín inconcluso.

 

Ha quedado la sombra, detrás de la ventana,

del hombre que aún no soy, entre las hojas

que hasta ahora no escrito, en las palabras

que encontraré algún día.

 

El que he sido hasta hoy cruza de nuevo

sus bosques interiores,

los lugares contiguos en los que la mirada

se vuelve y se apacigua, donde un rumor apenas

pone nombre a las cosas

que sólo he presentido.

 

Los pájaros nocturnos están cerca.

Van llegando de lejos,

con las alas plegadas,

para apagar la llama de todo lo que duerme.

 

Ya no hay nadie en las calles,

ya no hay nadie que arroje tampoco su moneda.

 

La belleza del mundo, la oscuridad del mundo.

 

¿Qué extraño privilegio, qué escritura indeleble

dará forma a este espacio que una puerta

divide y no divide,

quién hallará el camino, su lugar transitable?

 

 

EL ENEBRO

 

En medio del paisaje, un hombre ordena las cosas de su vida: pone un árbol, excava una ladera, hace brotar el agua.

 

Más tarde, sobre el suelo, distribuye las zarzas, los enebros, empuja algunas rocas hasta el fondo y las convierte en montañas.

 

Luego enciende una luz, quizás la apaga. Con su única mano escribe unas palabras que sólo él interpreta.

 

 

LOS ENSERES

 

Un niño lee en un templo, una niña recoge en una caja la ceniza de un mirlo, la luna escribe fuera en el Libro de los Salmos.

 

Mientras vamos dejando que el aceite de los ojos de Dios gotee en la oscuridad, sube las escaleras, va cruzando las salas.

 

A veces se detiene a la entrada de las habitaciones, en su humildad doméstica, una humildad que quiere preservar y que le impide acercarse. Con los ojos descifra las huellas de la noche en los enseres del sueño, en las habitaciones cerradas a la luz.

 

El edificio en ruinas, la maleza, las antiguas paredes levantadas contra las incursiones del dolor, la argamasa del miedo; unas habitaciones clausuradas, una puerta entreabierta. Al final de los ojos, la mirada es un molino de agua.

 

 

 

LAS BAYAS

 

Presiento tus palabras a través de los muros

de una habitación que será eterna.

Hay un país que crece

con la sustancia de los sueños

y una casa cerrada

en la que se acumulan los escombros

de una luz suficiente.

 

Quizá no fuera ésta la vida que esperábamos,

pero sí es el lugar.

 

Aquí donde se alzan

contra un cielo de piedra

una pared caída y luego otra,

serán nuestras palabras las que nos den cobijo.

 

Lo poco que tenemos,

lo mucho que tenemos está aquí, delante de nosotros.

 

Yo pongo la ventana,

tú los tallos, los zarcillos azules,

las silenciosas bayas transparentes.

 

 

LOS AÑOS

 

Cuando nos quedan sólo

el débil jaspeado de unas nubes gregarias

y el asilo del cielo,

sólo la luz naranja de las cancelaciones.

 

Cuando nos confiamos al orden de los sueños

y cuando compartimos la memoria

de todos los lugares que nos fueron propicios.

 

Cuando pasas ahora sin mojarte

bajo los arcos de la lluvia

mientras yo, envejecido, dejo caer mis manos

sobre la larga noche de las sílabas.

 

Cuando de nuevo a solas,

palabra con palabra y piedra a piedra

levantamos un muro contra el pájaro

que nos cuenta los días,

¿quién se desliza a oscuras por las habitaciones?

¿Quién abre los armarios? ¿Quién oculto

detrás de nuestras cosas

va minado tus ojos, consumiendo

el tacto de tus manos?

 

¿Qué le importa a la muerte nuestra pequeña paz?

 

 

LA CONDICIÓN HUMANA

 

Un árbol, una nube

del tamaño de un árbol,

un camino de hojas.

 

La luz que ahora declina,

que ha perdido de nuevo a otro de sus hijos.

 

La silueta de un hombre recortándose

contra su inmensidad y que la lluvia

suavemente reduce.

 

 

PAISAJE CON FIGURA

 

El sol rompe sus aves

contra la porcelana de unas aguas tranquilas.

 

Caminamos al lado de la abeja,

de la flor impasible; entre las sombras

vegetales del día y la conciencia

mineral de la noche.

 

El aire de la tarde entra en las casas

que quedan aún en pie.

 

Mientras el horizonte

se hunde lentamente, a un lado del camino

una mujer sentada distribuye el silencio.

A la altura del agua,

su mano se repliega, se adormece en las conchas.

 

Quizá ya has descubierto que el dolor, al principio,

tiene la forma misma de la felicidad.

Que al cabo de los años

sólo tienes la noche:

la estrella laboriosa y el incesante torno,

la alfarería tibia de tus sueños.

 

 

ENTRE NOSOTROS

 

Añoro la ceguera que es un punto de luz.

 

Bebo de la memoria como otros

del agua de las fuentes, de los vasos

de la antigua liturgia.

 

Después de mucho tiempo,

ahora vivo despacio, sin intimidaciones,

sin que pueda la noche ganarme en sutileza

ni la muerte en sigilo.

 

Soy el hombre que no ha salido nunca

de los alrededores de su mano, el que se ha hecho

perdonar por la nieve

y el que anda por las habitaciones

preservando en silencio la sustancia

de su felicidad.

 

Quien para guarecerse

necesita los nombres de todos los que ha sido,

recordar las palabras con las que cada día

ha vivido o ha muerto.

 

 

EL SUEÑO

 

Porque ya sé que duermes,

que te rodeas ahora de todas esas cosas

que a veces te cobijan,

nada puedo decirte de esta noche.

 

Una noche que ha apagado sus luces

para que nadie entre ni salga del poema.

 

Que rompiendo el silencio

se ha dejado caer sobre los charcos

para que yo recoja las astillas del agua.

  

 

PASEO NOCTURNO

 

Al final de la calle,

la última farola traza en medio de un círculo

su representación de la piedad.

 

La noche, sin mirarnos,

ha ido deshojando las ramas de los árboles,

ha hecho caer las flores sobre un musgo invisible.

Más allá de los árboles, al fondo,

toda la oscuridad es una puerta

que se cierra hacia dentro, una verdad sin ruido.

 

En medio de la calle nos movemos

al compás de las sombras.

 

Va quedando a lo lejos la ciudad, también sus luces,

un paisaje cubierto de estrellas accesibles,

un firmamento acaso a la medida del hombre.

 

Nos duele sólo aquello

que dejamos atrás, toda la vida

que ha seguido viviendo a espaldas nuestras.

Es un dolor tranquilo, nos decimos,

una melancolía silenciosa,

una de esas tristezas que se pueden llevar en una mano.

 

Y el corazón lo sabe: la tristeza

pesa más que la muerte, no se oculta,

forma parte del agua de los ojos,

del agua de los labios,

de las mismas palabras, está en su lentitud, en este roce

suave de la hierba con la última sílaba.

 

Hemos andado mucho,

hemos ido pasando poco a poco por todas las edades

y a oscuras casi siempre, con nuestra media luz.

 

Cuando amanezca, dentro de unas horas,

sabremos si la vida decidió perdonarnos.

 

 

PAISAJE DE INVIERNO

 

Donde el agua se espesa, una palabra

que se queda en los labios es un hilo de nieve.

 

Donde la voz se pierde está el secreto

de las manos del frío,

de todas las pequeñas hojas cristalizadas.

 

Una estrella oscilante se detiene

para la intimidad de la vigilia.

La calle está mojada, el paseante

va pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,

bajo la indiferencia de una noche

que ahora mismo se ordena

sobre las previsiones de sus lámparas.

 

Como un faro en lo alto,

la luz en la ventana de una mujer que duerme

ilumina los ojos

de otra mujer que, al borde de la cama,

permanece despierta mientras crece

la sombra de sus manos,

su invisible soledad de otro mundo.

 

La herida del invierno te ha llevado a creer.

 

Para entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.

 

 

EN UN MISMO LUGAR

 

El rumor de los pasos

en la casa vacía, ese murmullo

de pared a pared que sobrevive al tiempo,

que es casi metafísico,

una oración constante.

 

Esta ciudad que mide lo que mide una calle,

este espacio infinito entre dos puertas,

el círculo de luz bajo la llama

que encendí hace un momento.

 

La habitación a solas,

las cuartillas, la lámpara,

todos los utensilios de los miniaturistas,

esta vida que grabo poco a poco en el fondo

paciente de una taza.

 

La luz que dilataba las pupilas,

la que encendía el fuego

de las habitaciones y temblaba

sobre la superficie de los muebles,

la que vivía en el sueño y en los cantos nocturnos.

O la sed refractaria: el hombre solo

en medio de un paisaje despojado de imágenes.

 

También el agua dulce

y el ruido de las hojas sacudidas por el silencio,

la humedad sin dolor que en las paredes

va dejando la lluvia.

 

Estas manos que han sido sedentarias,

hechas a la rutina de un único poema.

 

Dentro de algunos años

viviré en las vitrinas, viviré en el esmalte

saltado de las tazas y en sus propios reflejos,

en todos los objetos comidos por el uso.

 

Unos años tan sólo

y entre una hoja en blanco

y una página escrita habrá una vida

que he vivido dos veces.

 

 

 

Basilio Sánchez es un poeta español nacido en Cáceres en 1958.

Con su primer libro, A este lado del alba, consigue un accésit del Premio Adonáis de Poesía en 1983. Después de un periodo de silencio de casi diez años, en 1993 edita su segundo libro, Los bosques interiores, en el que se perfilan ya nítidamente el tono y los rasgos que singularizan su obra de madurez. Este libro, revisado en profundidad, fue reeditado en 2002 (Amarú, Salamanca).

 

El resto de su obra poética está compuesto por los siguientes títulos: La mirada apacible (1996), Al final de la tarde (1998), El cielo de las cosas (2000), Para guardar el sueño (2003), Entre una sombra y otra (2006), Las estaciones lentas (2008), Cristalizaciones (2013) y Esperando las noticias del agua (2018). Ha publicado, también, dos libros de narrativa que recorren el territorio de la memoria: El cuenco de la mano (2007) y La creación del sentido (2015).


*Poemas tomados de diferentes sitios web

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