SE
presiente la lluvia. En las ventanas
el paso
de los años ha dejado fisuras,
recodos
inquietantes, humedades azules.
Unas
piedras labradas delimitan el paisaje exterior:
escaleras
ocultas por las hojas,
pabellones
de invierno decorados
con
dibujos geométricos, especies diferentes
de
frutales y arbustos de estatura magnífica.
La
chimenea de mármol,
el color
amarillo de los muros,
el café
distendido: aquí, junto a la llama,
al calor
que trasciende esta humedad nocturna,
la lluvia
se concibe como un temblor de lámparas,
como el
último gesto del suicida.
SIEMPRE supe que
el ruido de los trenes
atenúa el
dolor.
Hemos
venido aquí
cubriéndonos
el pelo, poseídos
no por la
lucidez,
sino por
la memoria de la lluvia.
Pues
intuyo que la noche ha perdido
su
cadencia lunar y ahora desata
sobre los
adoquines,
los
relojes cubiertos por las enredaderas
su jauría
de lobos.
UN vehículo
oscuro me conduce
por las
estribaciones
de una
tarde ya ambigua. No estremece,
su sonido
es el roce de los párpados,
una
puerta entreabierta con los goznes de agua.
Absorto,
apenas miro;
hace rato
que intuyo el ascenso de la savia,
esa
argucia legítima con que se perpetúan
las hojas
de los árboles
y que
está ahí fuera,
esquivando
el embate de la carrocería.
En las
manos, imágenes,
escenas
que suceden de nuevo con idéntico ritmo,
palabras
fragmentadas,
diálogos
que no soportarían el pulso de unos labios.
El
desvarío, tal vez, de alguien aturdido
por la
escasez de tiempo.
No
necesito más: este equipaje mínimo
con que
distraigo acaso
mi propia
desnudez y la certeza
de
saberme en los límites,
a un paso
ya de la filosofía del perfume.
MUY pronto
la tormenta nos dejará a oscuras.
Como el
año de las inundaciones,
cuando el
roce imprevisto de unos labios
nos
causaba temor.
Luego
vendrá el murmullo de las hojas
recogiendo
la lluvia,
la
inquietud de los muros, el brazo de la noche
sobre
nuestras espaldas como una sombra inmóvil.
Porque
todo sucede de la misma manera:
las aguas
que amenazan de nuevo
con
llegar hasta el borde de las estanterías,
unos
besos furtivos en las inmediaciones de la muerte.
LAS piedras
se habitúan
a la
inmovilidad, así los ojos.
Tras la
lluvia,
la tierra
devastada se sumerge en sí misma.
Los
bosques, los edificios nuevos, los antiguos
son
tomados ahora por un vaho
muy lento
que los cubre.
La ciudad
apagada,
esta hora
sin luz ni oscuridad en la que el humo
del día y
de la noche se confunden,
el fondo
inconsolable de nuestros pensamientos.
Queda
sobre las cosas, solitaria,
una
estrella culpable.
Para
ella, también para nosotros, debería haber perdón.
EL BOSQUE
El
bosque,
su
inconsciente temor al inventario,
al
recuento exhaustivo de recodos,
elementos
triviales, pájaros ocultos.
Cada
ciclo lunar pervive en una hoja:
un
calendario atroz apenas verosímil,
un
embalaje espléndido para la eternidad,
una
visión efímera.
PRIMERO fue el
otoño cubriendo la obsidiana
de los
parques vacíos.
Después,
el hombre solo,
el hombre
que camina de espaldas a la luz y nada dice
porque
nada confiere mayor veracidad a su silencio
que el
ruido de sus pasos.
Es el
hombre que escribe
en la
última página del libro de las horas,
el que
intuye palabras
como pulpa o diadema o roca o víspera,
pero no
las pronuncia.
Es el
hombre dormido sobre un banco de piedra,
junto a
las flores secas de los setos
y los
vasos volcados
de la
celebración.
Porque
aquí está el origen, la razón de este otoño
que ahora
deja sus hojas amarillas
en las
proximidades del olvido.
HE
escuchado las voces
de las
lentas mujeres que cuidan de sus hijos.
Las hojas
de laurel, para la copa
del árbol
de sus vientres.
Sobre la
piedra intacta del que fue concebido,
ellas
beben el agua
que surge
de las fuentes de la fertilidad.
Minerales
azules, cerezas del augurio
para
adornar sus cuellos.
Las que
una vez lloraron
sobre la
escarcha oscura de los días prometidos
mientras
acariciaban
el rostro
de las dulces imágenes que viven en la noche.
Para
ellas,
el cerco
imaginario de la felicidad.
SOY el que
espera ahora
la
ascensión de los días desde las ramas altas.
He
escuchado las voces
de las
lentas mujeres que cuidan de sus hijos.
Para
vosotras,
la huella
que en el agua deja el paso del aire,
los
pájaros que cruzan sobre la profecía
de
vuestros corazones.
Vosotras,
que vivisteis compartiendo la noche
en el
centro de la inmovilidad,
que en el
dolor
buscasteis
otras manos más allá de las mías.
La luz
para vosotras,
los hijos
que ahora hablan vuestro mismo dialecto.
Los
labios que adormecen el corazón del odio.
LA mujer
que camina delante de su sombra.
Aquella a
quien precede la luz como las aves
a las
celebraciones del solsticio.
La que
nada ha guardado para sí
salvo su
juventud
y la
piedra engarzada de las lágrimas.
Aquella
que ha extendido su pelo sobre el árbol
que
florece en otoño, la que es dócil
a las
insinuaciones de sus hojas.
La mujer
cuyas manos son las manos de un niño.
La que es
visible ahora en el silencio,
la que
ofrece sus ojos
al animal
oscuro que mira mansamente.
La que ha
estado conmigo en el principio,
la mujer
que ha trazado
la forma
de las cosas con el agua que oculta.
EN el
descendimiento de la luz,
en el
remoto
sonido de
las aguas de las fuentes eternas,
en las
hojas silvestres, en las frutas
dejadas
al azar sobre las rocas vírgenes,
en las
habitaciones
perdidas
de los pájaros.
En la
declinación de la memoria, en la inocencia
de los
gestos ocultos en los ojos
de los
que permanecen,
entre la
lentitud y la certeza
de su
sombra extendida.
¿Dónde
vivir ahora, sino en algún lugar
consagrado
a los vivos?
EL LUGAR
DE LOS HECHOS
Todo lo
que ahora abarca la mirada,
la
memoria, los momentos perdidos,
todo
aquello
que
ignoré de la vida,
que
apenas reconozco, bajo su lentitud, en este hueco
que
conforman mis manos.
Ese rumor
que intuyo cuando escribo esta página,
este
presentimiento, esta insistencia
que después
me conduce, más allá de mí mismo,
hasta un
lugar cercano
al de mi
nacimiento, al de mi muerte.
Nada a mi
alrededor, sólo la leve
respiración
pausada
de un
animal que mira con la cabeza vuelta.
Bastará
con mis ojos,
con esta
mano antigua que aproximo a su boca,
para que
se levante y huya.
AL FINAL
DE LA TARDE
No he
escogido el lugar: alguien se acerca
desde
fuera del mundo y me conduce
con los
ojos cerrados hasta el centro
de un
paisaje en el sur donde descubro,
bajo el
sol de la tarde,
colinas
diminutas del color de la pérdida y cultivos
que
crecen lentamente hasta el mar y se sumergen,
después,
bajo sus aguas,
bajo el
débil reflejo provocado por sus oscilaciones
y el
flujo de las rocas.
Una mujer
al fondo recoge con sus manos
la piedad
de la tierra
mientras
crece en silencio, sobre el lento
corazón
de las cosas, la sombra de los árboles.
Donde
alcanzan los ojos, en el límite,
los muros
de las casas que no ocultan las hojas
tienen
brillos dorados:
aún es de
día
en las
habitaciones de los hombres.
EL
ESPÍRITU DE LA POESÍA
Ésta es
sólo una lluvia destinada a los árboles,
un
paisaje que crece
sobre el
espíritu de los iconos.
Hablo de
la memoria, de una mirada íntima,
o de la
confluencia de dos formas distintas de materia.
Hablo de
esta palabra
que ha de
ser concebida tan sólo como el ruido
que
divide a la noche en sus dos gatos siameses.
UN LUGAR
TRANSITABLE
He
escrito algunas páginas y he bajado a la calle.
Ya ha
caído, quizás, la última hoja
y el
invierno se extiende lentamente
entre las
dos orillas: este año
rodará
sobre el césped
y hará
crujir los labios de los hombres
que ahora
son vulnerables. Hace frío.
Recuerdo,
sin embargo, que mis últimos versos
fueron
rocas azules sobre un paisaje íntimo,
miradas
encendidas por la luz del verano.
En los
alrededores,
unos
muros de piedra ponen límite
a un
jardín inconcluso.
Ha
quedado la sombra, detrás de la ventana,
del
hombre que aún no soy, entre las hojas
que hasta
ahora no escrito, en las palabras
que
encontraré algún día.
El que he
sido hasta hoy cruza de nuevo
sus
bosques interiores,
los
lugares contiguos en los que la mirada
se vuelve
y se apacigua, donde un rumor apenas
pone
nombre a las cosas
que sólo
he presentido.
Los
pájaros nocturnos están cerca.
Van
llegando de lejos,
con las
alas plegadas,
para
apagar la llama de todo lo que duerme.
Ya no hay
nadie en las calles,
ya no hay
nadie que arroje tampoco su moneda.
La
belleza del mundo, la oscuridad del mundo.
¿Qué
extraño privilegio, qué escritura indeleble
dará
forma a este espacio que una puerta
divide y
no divide,
quién
hallará el camino, su lugar transitable?
EL ENEBRO
En medio
del paisaje, un hombre ordena las cosas de su vida: pone un árbol, excava una
ladera, hace brotar el agua.
Más
tarde, sobre el suelo, distribuye las zarzas, los enebros, empuja algunas rocas
hasta el fondo y las convierte en montañas.
Luego
enciende una luz, quizás la apaga. Con su única mano escribe unas palabras que
sólo él interpreta.
LOS ENSERES
Un niño
lee en un templo, una niña recoge en una caja la ceniza de un mirlo, la luna
escribe fuera en el Libro de los Salmos.
Mientras
vamos dejando que el aceite de los ojos de Dios gotee en la oscuridad, sube las
escaleras, va cruzando las salas.
A veces
se detiene a la entrada de las habitaciones, en su humildad doméstica, una
humildad que quiere preservar y que le impide acercarse. Con los ojos descifra
las huellas de la noche en los enseres del sueño, en las habitaciones cerradas
a la luz.
El
edificio en ruinas, la maleza, las antiguas paredes levantadas contra las
incursiones del dolor, la argamasa del miedo; unas habitaciones clausuradas,
una puerta entreabierta. Al final de los ojos, la mirada es un molino de agua.
LAS BAYAS
Presiento
tus palabras a través de los muros
de una
habitación que será eterna.
Hay un
país que crece
con la
sustancia de los sueños
y una
casa cerrada
en la que
se acumulan los escombros
de una
luz suficiente.
Quizá no
fuera ésta la vida que esperábamos,
pero sí
es el lugar.
Aquí
donde se alzan
contra un
cielo de piedra
una pared
caída y luego otra,
serán
nuestras palabras las que nos den cobijo.
Lo poco
que tenemos,
lo mucho
que tenemos está aquí, delante de nosotros.
Yo pongo
la ventana,
tú los
tallos, los zarcillos azules,
las
silenciosas bayas transparentes.
LOS AÑOS
Cuando
nos quedan sólo
el débil
jaspeado de unas nubes gregarias
y el
asilo del cielo,
sólo la
luz naranja de las cancelaciones.
Cuando
nos confiamos al orden de los sueños
y cuando
compartimos la memoria
de todos
los lugares que nos fueron propicios.
Cuando
pasas ahora sin mojarte
bajo los
arcos de la lluvia
mientras
yo, envejecido, dejo caer mis manos
sobre la
larga noche de las sílabas.
Cuando de
nuevo a solas,
palabra
con palabra y piedra a piedra
levantamos
un muro contra el pájaro
que nos
cuenta los días,
¿quién se
desliza a oscuras por las habitaciones?
¿Quién
abre los armarios? ¿Quién oculto
detrás de
nuestras cosas
va minado
tus ojos, consumiendo
el tacto
de tus manos?
¿Qué le
importa a la muerte nuestra pequeña paz?
LA
CONDICIÓN HUMANA
Un árbol,
una nube
del
tamaño de un árbol,
un camino
de hojas.
La luz
que ahora declina,
que ha
perdido de nuevo a otro de sus hijos.
La
silueta de un hombre recortándose
contra su
inmensidad y que la lluvia
suavemente
reduce.
PAISAJE
CON FIGURA
El sol
rompe sus aves
contra la
porcelana de unas aguas tranquilas.
Caminamos
al lado de la abeja,
de la
flor impasible; entre las sombras
vegetales
del día y la conciencia
mineral
de la noche.
El aire
de la tarde entra en las casas
que
quedan aún en pie.
Mientras
el horizonte
se hunde
lentamente, a un lado del camino
una mujer
sentada distribuye el silencio.
A la
altura del agua,
su mano
se repliega, se adormece en las conchas.
Quizá ya
has descubierto que el dolor, al principio,
tiene la
forma misma de la felicidad.
Que al
cabo de los años
sólo
tienes la noche:
la
estrella laboriosa y el incesante torno,
la
alfarería tibia de tus sueños.
ENTRE
NOSOTROS
Añoro la
ceguera que es un punto de luz.
Bebo de
la memoria como otros
del agua
de las fuentes, de los vasos
de la
antigua liturgia.
Después
de mucho tiempo,
ahora
vivo despacio, sin intimidaciones,
sin que
pueda la noche ganarme en sutileza
ni la
muerte en sigilo.
Soy el
hombre que no ha salido nunca
de los
alrededores de su mano, el que se ha hecho
perdonar
por la nieve
y el que
anda por las habitaciones
preservando
en silencio la sustancia
de su
felicidad.
Quien
para guarecerse
necesita
los nombres de todos los que ha sido,
recordar
las palabras con las que cada día
ha vivido
o ha muerto.
EL SUEÑO
Porque ya
sé que duermes,
que te
rodeas ahora de todas esas cosas
que a
veces te cobijan,
nada
puedo decirte de esta noche.
Una noche
que ha apagado sus luces
para que
nadie entre ni salga del poema.
Que
rompiendo el silencio
se ha
dejado caer sobre los charcos
para que
yo recoja las astillas del agua.
PASEO
NOCTURNO
Al final
de la calle,
la última
farola traza en medio de un círculo
su
representación de la piedad.
La noche,
sin mirarnos,
ha ido
deshojando las ramas de los árboles,
ha hecho
caer las flores sobre un musgo invisible.
Más allá
de los árboles, al fondo,
toda la
oscuridad es una puerta
que se
cierra hacia dentro, una verdad sin ruido.
En medio
de la calle nos movemos
al compás
de las sombras.
Va
quedando a lo lejos la ciudad, también sus luces,
un
paisaje cubierto de estrellas accesibles,
un
firmamento acaso a la medida del hombre.
Nos duele
sólo aquello
que
dejamos atrás, toda la vida
que ha
seguido viviendo a espaldas nuestras.
Es un
dolor tranquilo, nos decimos,
una
melancolía silenciosa,
una de
esas tristezas que se pueden llevar en una mano.
Y el
corazón lo sabe: la tristeza
pesa más
que la muerte, no se oculta,
forma
parte del agua de los ojos,
del agua
de los labios,
de las
mismas palabras, está en su lentitud, en este roce
suave de
la hierba con la última sílaba.
Hemos
andado mucho,
hemos ido
pasando poco a poco por todas las edades
y a
oscuras casi siempre, con nuestra media luz.
Cuando
amanezca, dentro de unas horas,
sabremos
si la vida decidió perdonarnos.
PAISAJE
DE INVIERNO
Donde el
agua se espesa, una palabra
que se
queda en los labios es un hilo de nieve.
Donde la
voz se pierde está el secreto
de las
manos del frío,
de todas
las pequeñas hojas cristalizadas.
Una
estrella oscilante se detiene
para la
intimidad de la vigilia.
La calle
está mojada, el paseante
va
pisando la luna bajo la indiferencia de los árboles,
bajo la
indiferencia de una noche
que ahora
mismo se ordena
sobre las
previsiones de sus lámparas.
Como un
faro en lo alto,
la luz en
la ventana de una mujer que duerme
ilumina
los ojos
de otra
mujer que, al borde de la cama,
permanece
despierta mientras crece
la sombra
de sus manos,
su
invisible soledad de otro mundo.
La herida
del invierno te ha llevado a creer.
Para
entrar en lo blanco, vas a necesitar el corazón.
EN UN
MISMO LUGAR
El rumor
de los pasos
en la
casa vacía, ese murmullo
de pared
a pared que sobrevive al tiempo,
que es
casi metafísico,
una
oración constante.
Esta
ciudad que mide lo que mide una calle,
este
espacio infinito entre dos puertas,
el
círculo de luz bajo la llama
que
encendí hace un momento.
La
habitación a solas,
las
cuartillas, la lámpara,
todos los
utensilios de los miniaturistas,
esta vida
que grabo poco a poco en el fondo
paciente
de una taza.
La luz
que dilataba las pupilas,
la que
encendía el fuego
de las
habitaciones y temblaba
sobre la
superficie de los muebles,
la que
vivía en el sueño y en los cantos nocturnos.
O la sed
refractaria: el hombre solo
en medio
de un paisaje despojado de imágenes.
También
el agua dulce
y el
ruido de las hojas sacudidas por el silencio,
la
humedad sin dolor que en las paredes
va
dejando la lluvia.
Estas
manos que han sido sedentarias,
hechas a
la rutina de un único poema.
Dentro de
algunos años
viviré en
las vitrinas, viviré en el esmalte
saltado
de las tazas y en sus propios reflejos,
en todos
los objetos comidos por el uso.
Unos años
tan sólo
y entre
una hoja en blanco
y una
página escrita habrá una vida
que he
vivido dos veces.
Basilio
Sánchez es un poeta español nacido en Cáceres en 1958.
Con
su primer libro, A este lado del alba, consigue un accésit del Premio Adonáis
de Poesía en 1983. Después de un periodo de silencio de casi diez años, en 1993
edita su segundo libro, Los bosques interiores, en el que se perfilan ya
nítidamente el tono y los rasgos que singularizan su obra de madurez. Este
libro, revisado en profundidad, fue reeditado en 2002 (Amarú, Salamanca).
El
resto de su obra poética está compuesto por los siguientes títulos: La mirada
apacible (1996), Al final de la tarde (1998), El cielo de las cosas (2000),
Para guardar el sueño (2003), Entre una sombra y otra (2006), Las estaciones
lentas (2008), Cristalizaciones (2013) y Esperando las noticias del agua
(2018). Ha publicado, también, dos libros de narrativa que recorren el
territorio de la memoria: El cuenco de la mano (2007) y La creación del sentido
(2015).
*Poemas tomados de diferentes sitios web
No hay comentarios:
Publicar un comentario